Decir que son tiempos de excepción se está
convirtiendo en una obviedad pero es cierto que vivimos situaciones
excepcionalmente negativas. El techo social construido gracias a las luchas
populares y al marco de la Guerra Fría va siendo desmantelado.
De
repente, nos despiertan a palos del sueño del fin de la historia. Sin el archienemigo
soviético ya no hace falta el Estado Social ni la contención socialdemócrata.
Ya no necesitan ciudadanos, prefieren poblaciones vasallas que sirvan sin
rechistar en el nuevo feudalismo financiero.
Va
todo a peor, pero poco a poco. Es una demolición controlada, lenta, por
sectores. Para que no sepas lo que le pasa al vecino. Para que la trabajadora
no sienta al desempleado. Para que el que tiene casa no vea al desahuciado.
Segmentados, aislados y sin la conciencia de que somos la misma clase nos
convertimos en borregos camino al matadero.
Pero
todo acaba visualizándose, como empieza a ser perceptible. Infancia que come
una vez al día, viejos que no pueden costearse medicamentos, hogares sin
calefacción, descenso de la esperanza de vida, suicidios, depresión
colectiva... y enfado, cada vez más enfado.
Hasta
ahora hemos asistido a tímidos intentos de protesta social y no me refiero con
lo tímido a poco numerosos, sino a su trascendencia en el tiempo. Hemos salido
a la calle masivamente y hasta continuamente, pero sin metas claras ni
organización todo se va marginalizando. Vamos de estallido en estallido,
grandes explosiones callejeras continuadas de reflujos minoritarios.
Es
verdad que aún no hemos dado con el proyecto que pueda hacer converger la calle
con las fuerzas sindicales, sociales y políticas de la izquierda y que plantee
seriamente un verdadero cambio, pero tan pronto emerja una fuerza poderosa
real, habrá fractura. Y en eso andan, preparándose para la fractura.
No
nos hagamos ilusiones. No van a mejorar el reparto de la riqueza, ni pretenden
recuperar la soberanía entregada al poder financiero, ni piensan echar marcha
atrás en los recortes en Educación o Sanidad, no es en eso en lo que andan.
Llevan tiempo construyendo un marco jurídico de excepción que criminalice la
protesta y dé amplios poderes a las fuerzas especiales encargadas de disolver
las manifestaciones.
No
es algo nuevo. Venimos viviéndolo de manera generalizada desde que surgieron
las movilizaciones del 15-M. Sí, gobernaba el PSOE, la extensión progre del
régimen de alternancia, y sí, se empleó a fondo. Por eso es tan importante la
memoria: porque pone a muchos en su sitio.
Durante
el gobierno social-liberal sufrimos cargas indiscriminadas, bofetadas a
menores, agresiones y entorpecimiento a la labor periodística; provocaciones
calculadas para desacreditar como la desarrollada por Delegación de Gobierno
contra la marcha laica durante la visita del Papa o la aplicación de una
especie de Estado de Excepción no declarado con la restricción de la libre
circulación por la Puerta del Sol durante varios días.
Con
el triunfo del PP y la extensión de la protesta, se empezó pronto a marcar
posiciones de mayor dureza. La primera en la boca, cuando en febrero de 2012 el
Gobierno indultó a cinco Mossos de Escuadra que habían sido condenados en firme
por tortura, medida que afortunadamente la Justicia limitó al considerar que
era un indulto parcial; pero el recado estaba dado: defendernos como sea, os
protegemos.
Se
continuó con alegría; brutalidad de shock contra las movilizaciones de los
estudiantes valencianos, refrendada por el Ministerio de Interior y por el
lenguaje de guerra contrainsurgente del jefe del dispositivo policial. Esa
sería la forma de tratar los problemas a partir de ahora.
En
Madrid, cuya condición de capital la convierte en crisol de manifestaciones
ciudadanas de cualquier tipo, se nombró a una Delegada del Gobierno, Cristina
Cifuentes, que nos fue vendida como se vendía al pprogre Gallardón:
actual, desenfadada y hasta republicana, una suerte de “Gallardona” al estilo
capitalino. Pronto descubrimos las mismas hechuras que el Ministro de Justicia,
la carcunda disfrazada de moderna.
Cifuentes
ha resultado tan chulesca que ha opacado mediáticamente al propio Ministro de
Interior, otro elemento que junto al Director General de la Policía entienden
la gestión de la protesta ciudadana como una guerra en la cual los ciudadanos
son enemigos y hay que vencerlos.
Solo
así se explica su afán por tratar de judicializar los avances en el disenso
ciudadano: control de la redes sociales, amenazas a quien convoque o difunda
vía Twitter o Facebook, convertir en delito la desobediencia civil no violenta,
amenazar con impedir la grabación o fotografía y posterior difusión de las
actuaciones de los antidisturbios o el uso de identificaciones indiscriminadas
para la aplicación de sanciones económicas masivas.
En
lo que atañe a las propias unidades policiales, el Gobierno sigue protegiendo
las desmedidas actuaciones que ordenan los responsables políticos y ejecutan
los mandos operativos sobre el terreno. Continúa la ausencia de identificación
visible en uniformes o cascos, absolutamente necesaria para ejercer el derecho
ciudadano a denunciar los excesos; se convierten en norma los patrones
deslegitimadores hacia los detenidos, la desgastada “resistencia a la
Autoridad”; no se investigan de oficio los excesos o malos tratos denunciados a
no ser que haya ruido informativo, con la consiguiente ausencia de sanciones
hasta en los casos más escandalosos, … El mensaje es claro: cierre de filas
total. Cualquier crítica será entendida como un ataque.
Atendida
la moral de la tropa con el respaldo inquebrantable, queda cuidar los medios y
aquí no se ahorra. En 2013 el gasto en
material antidisturbios y protección aumentará un 1.780% (no es una errata: un mil por ciento más) y eso
en un ministerio como el de Interior cuyo presupuesto se reducirá un 6,3%.
Aunque en el total policial se recorta en medios y personal, en Madrid se crea
una nueva sección, la Unidad de Prevención y Reacción, que
apoyará con 378 agentes a las Unidades de Intervención Policial destinadas en
la capital.
Resumiendo:
a pesar de la hasta ahora pacífica protesta, nuestros gobiernos se preparan
para la batalla. Se han entrenado con las buenas intenciones de una ciudadanía
respetuosa. Pero si hay fractura, si no nos resignamos, si no aceptamos servir
a la dictadura financiera, irán la guerra.
Por
eso, nos quieren meter miedo. Miedo a perder el trabajo y a no encontrarlo.
Miedo a que no te atiendan en la Seguridad Social por no tener papeles. Miedo a
no poder abortar porque la ley cada vez es más restrictiva. Miedo a manifestarte
por tus derechos porque te pueden pegar o detener y torturarte. Miedo a
expresar una opinión disidente porque pueden entrar en tu casa y acusarte de
romper leyes legales sí, pero cada vez menos legítimas. Miedo a que te saquen
de tu casa después de llevar años pagándola. Miedo al saber que por mucho que
te esfuerces sólo te queda un futuro en el exilio o condenado a la precariedad.
Un miedo cotidiano, que es lo que quieren conseguir, para producir el
inmovilismo y la paralización.
Pero
todo lo que producen es asco. Asco al ver cómo mientras la pobreza aumenta en
términos exponenciales se utiliza dinero público para salvar chiringuitos
financieros y las grandes fortunas crecen hasta límites inusitados. Asco al
constatar cómo la apuesta de futuro de una comunidad autónoma se basa en la
ludopatía, la prostitución, el narcotráfico y el crimen organizado. Asco al
comprobar como el adoctrinamiento nacionalcatólico vuelve a las aulas vestido
de “eficacia y racionalización” y al tener que aguantar que se trate a padres y
a estudiantes casi como terroristas. Asco al escuchar, o mejor dicho, al no
escuchar, ya las pocas voces 'molestas' que quedaban en la radio pública. Asco
al asistir a la creación de falsos conflictos identitarios entre pueblos, para
ocultar lo que realmente pasa: el mayor recorte de derechos sociales de nuestra
joven aunque nacida con defectos congénitos, agonizante democracia. Asco al ver
cómo la corrupción sigue siendo el pan nuestro de cada día. Asco al descubrir
que las autoridades premian al que nos pega y al que nos detiene.
Y
tras el asco la rabia, la rabia en forma de lucha, que aumentará en su
intensidad y muy probablemente en su contundencia, porque vivimos un punto de
inflexión de la lucha de clases. Es el momento de levantarnos para jamás
volvernos a someter o de aceptar la esclavitud contemporánea. El momento de recuperar
la dignidad como pueblo y como clase. Y el momento de aceptar que sólo existen
dos clases, los que oprimen y los oprimidos, porque no hace falta trabajar en
una fábrica inglesa de finales del siglo XIX para saber que estamos oprimidos,
por mucho que la televisión y las agencias de publicidad se empeñen en lo
contrario.
Está claro que no estaba muerta por la posmodernidad. La
guerra de clases existe. Ahora es económica pero si hace falta será total. Se
están preparando para ello, Y por esta razón es
nuestro momento. Es la cita de los pueblos con la historia, una cita a la que
más nos vale no llegar tarde: nos va la vida en ello.
No hay comentarios:
Publicar un comentario