jueves, 20 de julio de 2023

¿QUE ES EL "SANCHISMO"?

 


En 1993, Felipe González volvió a ganar —contra todo pronóstico— las elecciones generales; pero, por primera vez, necesitaba pactar con otros para armar la mayoría que lo aupase de nuevo a la presidencia. En 1989, el PSOE había obtenido 175 escaños, uno menos que la absoluta, pero la estrategia entonces vigente de Herri Batasuna de no asumir los suyos los había convertido en una absoluta de facto. Ahora, eran 159 los diputados socialistas, a los que si se añadían los 18 de la Izquierda Unida de Julio Anguita, sobrepasaban la barrera áurea de los 176. Y el sobrio califa rojo no se negaba a llegar a un acuerdo: simplemente pedía que lo fuese. Un acuerdo, una negociación, no una hermandad automática. Programa, programa, programa.

Pero había un plan B para Felipe: sostener su mayoría en la Convergència i Unió de Pujol. Y el presidente optó por esta segunda opción. Optó por ella hasta el punto de ofrecer a CiU entrar en el Ejecutivo, nombrar ministros, como en los tiempos de Cambó. Y optó por ella encontrando disensiones. Unas, esperadas: las del ala izquierda de su partido y UGT. Otras, inesperadas, al menos para Antonio García-Santesmases, portavoz de Izquierda Socialista, que auspició un manifiesto llamando al pacto PSOE-IU, y un día recibió una llamada sorprendente para él: la de Gregorio Peces-Barba. El jurista, no precisamente republicano y marxista, prefería entenderse con otra izquierda española que pagar peajes a los nacionalistas periféricos. No hubo manera: González, que deslizaba que sí le resultaría fácil entenderse con una IU dirigida por Nicolás Sartorius, con su «sí crítico» al Tratado de Maastricht, detestaba con toda el alma al exalcalde de Córdoba, que como el niño del cuento señalaba, en medio de la borrachera neoliberal de los noventa, la desnudez de su imperio. Sus socios naturales eran Pujol o Arzalluz en España, como lo era Helmut Kohl en Europa: González exhibía y explicitaba más sintonía con el canciller cristianodemócrata que con sus teóricos correligionarios del SPD.

          Aquello era, se dice hoy, el áureo contramodelo del sanchismo, criatura archinombrada y misteriosa, némesis del discurso de una derecha que abarca a los furiosos prebostes de aquel PSOE. Sánchez, braman, traiciona las esencias. Rescatar el buen y viejo PSOE de Felipe se presenta, lo presenta Alfonso Guerra, lo presenta Alberto Núñez-Feijóo —que afirma haber votado a Felipe en el ochenta y dos— como una cosa crucial y patriótica. Sánchez hace cosas que Felipe jamás hizo: ¿cuáles? Se convendrá en que no puede pretenderse en serio que una de esas novedades sea el hiperliderazgo, la carencia de escrúpulos que se le atribuye, con febril retórica de cardenal contrarrevolucionario de los años treinta, al apuesto baloncestista en contraste con el presunto señor X de los GAL, el «OTAN: de entrada no» y la navegación en el Azor. Tampoco, Virgen Santa, con el Aznar del 11-M. Aznar, como Felipe, fue también generoso con CiU y el PNV. El abominado pacto de Sánchez con quienes «quieren romper España» tampoco pueden considerarlo una novedad quienes cubrieron de dádivas al Pujol de quien hoy denuncian, y seguramente tengan razón, que siempre trabajó por la independencia de Cataluña; por acondicionar la huerta para su futura germinación.

Descartadas estas opciones sobre la identidad singular del sanchismo, solamente queda la del pacto con la izquierda estatal que Sánchez sí hace y Felipe se negó a hacer: el pecado nefando de amagüestar con los comunistas. Felipe prefería, decía ya en los setenta, ser apuñalado en el metro de Nueva York que vivir en Moscú, y con ello renovaba una larga tradición anticomunista de su partido. Cuando, en julio de 2020, Sánchez dijo en el Congreso sentirse «más cerca de la España que soñaba Alberti, la Pasionaria y muchos otros comunistas que construyeron la democracia en este país», eso sí será un cierto sanchismo; la ruptura de un anatema de generaciones anteriores de cargos del PSOE, que se hubieran arrancado la lengua a mordiscos antes que dedicarle un elogio a Dolores Ibárruri. Pero debe entenderse que el anticomunismo de Felipe no era el republicano, hijo de las pendencias de la posguerra y sus cruces de inculpamientos por la derrota, de un Rodolfo Llopis.

         Como el propio PSOE post-Suresnes, aquel era nuevo pretendiendo ser viejo; la emanación novedosa de las condiciones de vida de una beautiful people socialista, la de las novelas de Chirbes, residente en mansiones como la Villa Meona de Miguel Boyer e Isabel Preysler; una casta para la cual no querer saber nada de Izquierda Unida era una pura y dura cuestión de clase. El socialismo liberal que hoy añora Alfonso Guerra era ciertamente liberal, pero no tenía nada de socialismo, salvo las siglas, la ropa de camuflaje de una memoria histórica en la que había revoluciones y huelgas generales, aunque no se las invocase. Y hoy abjura del entendimiento con ERC y Bildu, no por lo que ERC y Bildu tienen de nacionalistas, sino por lo que tienen de izquierdistas.

Jorge Dioni bromea en La España de las piscinas con que, cuando uno envía a sus hijos a un colegio privado, lo que quiere no es que no se droguen, sino que se droguen con la gente adecuada, que hagan buenos contactos mientras se drogan; y uno se acuerda de él —qué ganas de leer El malestar en las ciudades— cuando piensa que a los guardianes del régimen del setenta y ocho les da relativamente igual que se rompa España: lo que quieren es que la rompa, con seny capitalista y el Registro de la Propiedad blindado, la gente adecuada: el Partido del Negocio Vasco o el del tres per cent. España, antes rota que roja.

     Y no la rompe Sánchez, sino todo lo contrario. La moderación política es un cuento chino; una radicalidad defensora del orden existente, que ya decía Brecht que no es ningún orden, pero resultan desconcertantes los ataques «desde la moderación» a Sánchez, porque si ha habido un presidente moderador en los últimos cuarenta años (más que Suárez, más que Felipe), ha sido él. Si el conservadurismo de esos críticos fuera honesto y altruista, estarían, literalmente, besando el suelo que pisa Sánchez; le harían estatuas, bautizarían aeropuertos y polideportivos con su nombre. Bajo su mandato se ha apagado el Procés, la izquierda abertzale se expresa como un apacible partido socialdemócrata, la española como otro. Podrá perder las elecciones porque los teóricos moderados, ahora, son en realidad revolucionarios que, como explicaba Steve Bannon cuando se declaraba «leninista de derechas», quieren, no conservar, sino demoler el orden existente. Y porque los famosos relatos tienen su fuerza y son capaces de hacernos ver las cosas al revés de lo que son. Pero hasta la economía va bien, y hasta las relaciones con Estados Unidos son mejores que nunca. ¿Qué más quieren? Quieren que no pacte con los comunistas, siquiera reblandecidos hasta lo desasosegante para quienes siguen deseando romper el nudo gordiano del régimen del 78.

Así pues, ¿qué es el sanchismo? Lo único que sabemos a ciencia cierta es que a Pedro Sánchez Pérez-Katejón un huevo le cuelga, y el otro lo mismo.

 

 

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