Aparentemente
impasible, con la misma indiferencia con la que asesinó a cientos de inocentes,
el conocido como ‘ángel rubio’ escuchó su condena a prisión perpetua. Miles de
argentinos, que siguen ese momento histórico desde sus hogares o congregados en
espacios públicos frente a pantallas gigantes, estallaron de alegría.
¿Qué
es lo que se siente al ver así realizado, tras una considerable espera, el
anhelo de justicia por parte de todo un pueblo que ha sido pisoteado y
humillado por una banda de sátrapas uniformados? Nosotros, aquí, aun no lo
sabemos, aunque nos encantaría.
Desde
el otro lado del charco nos llegan de nuevo noticias alentadoras para la causa
de la justicia y los derechos humanos. El día 1 de diciembre ha sido condenada
en Buenos Aires a fuertes penas, en aplicación de la legislación internacional
sobre crímenes de lesa humanidad, una reata de criminales de la dictadura que
entre 1976 y 1983 asoló aquel país.
Las
víctimas ausentes pueden reposar en paz; sus familiares, allegados y camaradas
pueden liberarse por fin de una deuda prolongada. Y las víctimas sobrevivientes
sentirse más en concordia con su entorno. Toda Argentina puede desde ese día
respirar un aire más limpio.
La
justicia se ha hecho esperar pero ha terminado por hacerse con todo su rigor.
Desde aquí, frente a un silencio digamos incómodo de la casta y los partidos
políticos que se autodenominan constitucionalistas, las víctimas del
franquismo, con un puntito de sana envidia, felicitamos a los hermanos y
hermanas argentinos y agradecemos esta nueva lección de cultura democrática e
independencia judicial.
Esta
sentencia, siendo de enorme relevancia tanto por el número y perfil de los
condenados, algunos de ellos con un escalofriante historial represivo, como por
la contundencia de las condenas, no es un hecho aislado sino un hito más en un
largo proceso justiciero que, tras un primer periodo de intento de impunidad,
ha avanzado implacable desde hace más de 10 años en Argentina, a caballo de la
movilización social, para apuntalar la democracia sobre los principios
irrenunciables de verdad, justicia y reparación. O, lo que es lo mismo, para
avanzar hacia una democracia digna de tal nombre.
Es
bien sabido que, en lo que nos toca a las víctimas de la dictadura de este lado
del océano, la justicia argentina está desempeñando también un papel decisivo a
través del impulso a la llamada ‘querella argentina’, como parcial compensación
a la negación reiterada de nuestro derecho a la justicia por parte del estado
español, tanto de sus sucesivos gobiernos como del dócil sistema judicial.
En
suma, Argentina nos da lecciones de las que nuestras autoridades no parecen
querer aprender. Tampoco es, por otra parte, ese país una excepción en materia
de la que se viene denominando justicia transicional, aunque representa un caso
especialmente modélico. Son muchos los pueblos, en todos los continentes, que
han hecho procesos similares, pudiéndose afirmar, por el contrario, que la excepción
es España, como caso flagrante de impunidad o injusticia transicional.
La
defensa de la impunidad del franquismo, bajo el principio de ‘más vale no
meneallo’, constituye un rasgo común de buena parte del estamento político y
cultural depositario de las esencias del que se conoce como régimen del 78.
Sector que hoy defiende más que nunca la idoneidad de nuestra Transición, la
desaparición definitiva de cualquier residuo del franquismo, y la cuasi
perfección de nuestra democracia.
Asistimos
desde hace unos años, en especial desde la irrupción del 15-M y la quiebra del
sistema político de alternancia bipartidista, a una confrontación in crescendo
entre dos visiones de nuestra legitimidad democrática: por una parte, el
cuestionamiento de las bases del sistema instalado en la Transición en aspectos
como la imposición de la monarquía, la negación de los derechos nacionales, los
privilegios eclesiásticos, o, para el caso que nos ocupa, la impunidad de la
dictadura. Y, por otra parte, el empeño afanoso, yo diría que desesperado,
desde la orilla opuesta, por convencernos de que vivimos en el mejor de los
mundos.
Esta
reciente sentencia de los tribunales argentinos ha sido la última oportunidad
para que afloren las paradojas o incoherencias en materia de principios
democráticos que la defensa del régimen del 78 conlleva. Como muestra, una
editorial del diario El País del 2 de diciembre bajo el título ‘ESMA: Lección
de Argentina’. En ella se pueden leer frases como:
La
condena a cadena perpetua de varios responsables de los tristemente célebres
vuelos de la muerte constituye un importante acto de justicia y a la vez es
demostración práctica del porqué toda democracia —en este caso la argentina—
debe perseguir incansablemente los crímenes contra la humanidad para evitar que
queden impunes.
La
lectura del artículo me produjo un efecto similar al de un coitus – o
discursus – interruptus: alta expectativa seguida de honda decepción: ¿Ya está?
¿Ninguna otra conclusión que obsequiar a los lectores? Tras afirmaciones
generales tan correctas como la citada, yo –ingenuo- esperaba el inevitable
corolario en clave doméstica donde se subrayaría que lamentablemente en esta
materia, a diferencia de Argentina, nosotros tenemos la casa sin barrer, hecha
unos zorros para ser más exactos.
Pues,
si ‘toda democracia debe perseguir incansablemente los crímenes contra la
humanidad’, qué menos que completar ese discurso con la valoración de nuestro
performance al respecto como país. Porque no es precisamente una falta de
crímenes contra la humanidad lo que caracteriza nuestra historia reciente, ¿no?
Y no faltan en la sociedad voces que recuerdan una y otra vez que dichos
crímenes no se han investigado ni perseguido judicialmente. No es que no se
hayan perseguido incansablemente, es que no se ha hecho ni cansinamente ni de
ninguna forma. Nada. Lo que nos recuerdan, incansablemente en ese caso sí,
también los organismos internacionales de derechos humanos.
¿No
resulta muy cínico llenarse la boca con afirmaciones genéricas en favor de la
justicia contra los crímenes de lesa humanidad, y ni siquiera dedicar un
párrafo al debate social en nuestro país sobre la impunidad del franquismo?
Claro,
que en un país en el que el presidente de gobierno hace bromitas sobre el
cambio de nombre, para él inexplicable, de una calle hasta ahora dedicada a un
connotado asesino, no debería extrañarnos: Mismo cinismo que exhibe la
editorial citada, ahora desde la máxima instancia del ejecutivo, aunque en este
caso se quiera ‘arreglar’ arguyendo simple ignorancia.
Para
quien no haya oído o leído la indecente broma de Rajoy, recordaré que se
refería al cambio de nombre de la calle dedicada al almirante Salvador Moreno
en Marín (Pontevedra). Y que el tal almirante fue culpable, entre otras
fechorías, de uno de los primeros bombardeos masivos y deliberados de población
civil indefensa de nuestra guerra, en concreto durante la epopeya de la
‘desbandá’ entre Málaga y Almería (febrero de 1937), con resultado de varios
miles de víctimas mortales.
Rajoy,
según afirmó ufano, sigue nombrando la calle con su nombre franquista. No sé
qué es peor si tener un presidente cínico o uno ignorante; me temo que en
nuestro caso nos ha tocado el dos por uno. Esa doble cualidad es sin duda un
buen mix para aferrarse a un pasado franquista del que ni él ni los suyos han
renegado.
¡Ay
Argentina, qué cerca te siento y qué lejos estás!