lunes, 23 de octubre de 2017

UN 15-M REACCIONARIO


Hace tiempo bromeaba acerca de la posibilidad de que se produjera un 15-M reaccionario en el que se corease “Lo llaman dictadura y no lo es”. Ahora tengo la impresión de que el chascarrillo se adelantó a los acontecimientos.
El estado de excepción que, con motivo del 1 de octubre, perpetró el Gobierno central ha sido el caldo de cultivo de un movimiento popular de derechas que, en gran medida, puede interpretarse recurriendo a las coordenadas del 15-M. Se trata de un movimiento masivo, transversal e impugnatorio, cuya potencia no radica en su capacidad para elaborar un cuerpo articulado de propuestas que permitan enfrentar una crisis­, sino en su habilidad para definir un enemigo común. Al final, sí que se ha producido un 15-M reaccionario.
Que el movimiento que ahora asoma la cabeza es masivo lo demuestran las manifestaciones y las cacerías que los radicales de derechas han estado ejecutando las últimas semanas en Zaragoza, Barcelona, Valencia, Madrid… Es verdad que, en comparación, los patriotas de pulserita y los fachas que lucen pollos en las banderas son muchos menos que las personas que hemos solicitado una solución a la crisis catalana mediada por las urnas, pero incluso concediendo este punto no podemos ignorar el efecto que el conflicto territorial está teniendo en las encuestas (que pueden ser sesgadas e imprecisas, pero señalan una tendencia).
La derecha que reclamaba la aplicación inmediata del artículo 155 mejora sus expectativas electorales. En la actualidad, apostar por recortar la autonomía catalana y ejercer la represión violenta sale rentable desde la perspectiva política del conjunto del Estado. Esto sucede porque se trata de estrategias con un amplio respaldo de la población, algo que, si pretendemos hacer prospectiva, más nos vale que tengamos muy presente.
El aspecto transversal del movimiento se percibe también en las propias manifestaciones. Miles de personas que pertenecen a las clases populares le han sacudido el polvo a las banderas de España que guardaban en los armarios (por alguna razón que no logro entender) y han salido a la calle a demostrar su patriotismo (no su nacionalismo, porque nacionalistas son los demás).
 Muchas han aprovechado la coyuntura para ser un poco más fascistas y violentas que de costumbre. Al fin y al cabo, no todos los días estás lo bastante arropado por una muchedumbre ebria de fanatismo como para cantar el “Cara el Sol” en Cibeles y hay que aprovechar las pequeñas oportunidades que te brinda la vida. Entre los unos y los otros, se encontraban los pijos de derechas que ganaron la Guerra, la Transición y que ahora están al frente del casino. Personajes de renombre como Esperanza Aguirre, Rafael Hernando o Inés Arrimadas se manifestaron con ciudadanos de muy diversa condición a favor de la unidad de España, la represión en Cataluña y las porras en las calles. Todos los estratos de la sociedad estaban representados en esas muchedumbres.
En cuanto al contenido discursivo de este 15-M reaccionario, cabe decir que no se caracteriza por lo que propone, sino por lo que impugna, algo en lo que se asemeja al 15-M original. Uno de los eslóganes más repetidos en el 15-M de 2011 fue “No nos representan”, clara alusión a los partidos tradicionales. El acuerdo en las plazas acerca de esta impugnación era unánime, pero, como se ha comprobado después, eso no implicaba que hubiera consenso acerca de cuál era la alternativa institucional en clave propositiva que debía defenderse.
Algo análogo sucede con el 15-M reaccionario, cuyo relato también se puede resumir con la frase “No a esto. Luego, ya veremos”. La manifestación del 8 de octubre que encabezaron diferentes fuerzas políticas lo dejó muy claro. Todos estaban de acuerdo en que no querían una Cataluña independiente, pero eso no significaba, ni mucho menos, que hubiera consenso acerca de la relación que Cataluña debe mantener con el Estado español. Dudo mucho que Josep Borrell y García Albiol compartan la misma opinión acerca de este punto.
El 15-M reaccionario está supliendo esta falta de contenido ideológico propositivo del mismo modo que el 15-M original: señalando un enemigo común que permita, por una parte, cohesionar a la masa aliada y, por otra, dirigirla en una dirección que permita salir de la crisis. En el año 2011, el enemigo eran los partidos tradicionales, la masa aliada eran los de abajo y la crisis la constituía el régimen del 78. Hoy, el enemigo es Cataluña, la masa aliada son los españoles de bien y la crisis es territorial.
Pues bien, del mismo modo que el 15-M original constituyó una oportunidad para las fuerzas políticas transformadoras que posteriormente accedieron a las instituciones, el 15-M reaccionario está brindando la ocasión a los partidos tradicionales de cobrarse su venganza y reponer el statu quo. El principal beneficiario es, sin ninguna duda, el Partido Popular. La gran perjudicada, la ciudadanía española.
En este momento, Mariano Rajoy tiene la oportunidad de vencer en Cataluña como a él le gusta: sin levantarse del sillón. Rajoy es un tipo tranquilo, como prueba el hecho de que no se moleste en dar declaraciones cuando puede evitarlo. Es fácil imaginárselo llamando a Soraya para decirle: “Oye, mejor comparece tú ante los periodistas, que a mí me parte la tarde”. ¿Por qué va a hacer el esfuerzo de mancharse las manos cuando el propio curso de los acontecimientos promete hacerle todo el trabajo sucio? Aplicará el artículo 155 y dejará que los tribunales y el tiempo le den la razón.
Cospedal ha dado pistas acerca de la aplicación de esta vía. En una intervención reciente ha asegurado que no habrá tanques en las calles, lo que, lejos de ofrecer aire a los partidarios del procés, subraya todavía más su derrota. No habrá tanques en las calles porque el Gobierno central no los necesita para aplastar la autonomía catalana. Le basta con esperar. Mientras que en Cataluña tienen que invertir tiempo y esfuerzo en levantar el edificio de la República Independiente sobre arenas movedizas, Rajoy puede acodarse en la valla de la obra, como un viejo cualquiera, y esperar a que todo se derrumbe. No se trata de una actitud responsable, pero él no vino a la política a ser responsable, sino a ganar. Y está ganando.
Ahora bien, la victoria no va a satisfacer al Partido Popular. Una Cataluña cautiva y desarmada política e institucionalmente le sabe a poco. Quiere humillarla. Quiere romperla. Y la va a romper, o bien a través de la incertidumbre (que ya está provocando fisuras políticas entre los partidarios del referendo y que ha abierto importantes brechas en la economía y en la sociedad catalanas) o bien a través de la represión. Luego, lo rentabilizará en el resto del país, ya que servirá como advertencia a todo lo que sea periférico con respecto a las instituciones del estado central, comenzando por los gobiernos autonómicos y continuando por la sociedad civil organizada. El mambo de Mariano Rajoy comienza ahora.
Es preciso que tengamos todo esto muy presente porque no se trata de una cuestión anecdótica y puntual. Al contrario. El 15-M reaccionario va a constituir el marco del debate de las próximas elecciones generales, autonómicas y municipales, del mismo modo que sucedió con el 15-M original en los comicios pasados. Esto supone una dificultad añadida para las fuerzas del cambio, que se verán obligadas a navegar con el viento en contra.

 

miércoles, 11 de octubre de 2017

NACIONALISMO ESPAÑOL


A mis amigas y amigos nacionalistas españoles, aunque no se reconozcan como tales:
Curioso, muy curioso eso del nacionalismo español. Aunque es sin duda el más fuerte, el más excluyente y el más irrespetuoso con los demás, se percibe a sí mismo como el agua: incoloro, inodoro e insípido.
Yo nací en Madrid. Hasta que no vine a vivir a la periferia estaba convencido de que los de Madrid no teníamos acento. El acento era propio de gallegos, murcianas, catalanes, vascas, asturianos, manchegas o canarios.
También éramos incoloros, aunque nuestra bandera fuera roja y gualda. E inodoros, aunque las cloacas del estado estuvieran en el mismo centro de nuestra ciudad. Insípidos, aunque infundiéramos miedo o desconfianza a grandes capas de la población.
Por eso te interpelo a ti, española o español nacionalista para que te preguntes si no te parece curioso que este nacionalismo no exprese nunca contradicciones contra ningún enemigo exterior, sino contra lo que él mismo define como los “malos españoles”. No es casualidad que el ejército español solo pueda presumir en los últimos siglos de victorias contra su propia gente. Por eso mete miedo el “a por ellos”, porque de manera consciente o difusa sabemos que vienen “a por nosotros”.
Sí, curioso nacionalismo este que se expresa contra la mitad de su pueblo. Ese que en sus entrañas aprendió bien con lo que Santiago Alba Rico llamó la “pedagogía del millón de muertos”, concepto tan preciso y simple como eficaz: cada treinta o cuarenta años se mata a casi todo el mundo y después se deja votar a los supervivientes.
Y, entonces, ni siquiera esos supervivientes votan libremente. Lo que se planteó en el 78 fue una “negociación constituyente” en la que los de un lado de la mesa tenían pistola y los del otro no. Por no hablar de que casi el 70% de la población actual no pudo votar entonces por razones de edad. Esto es lo que legitima a este rey al que se le llena la boca hablando del “Estado de derecho” y del “cumplimiento de la ley”. Este “jefe del estado” que, lejos de mediar como árbitro, apoya a una parte en el uso de la fuerza contra al menos la mitad de las gentes de Cataluña, a los que se asigna el papel de “malos españoles”. Esos enemigos de España que son los únicos a los que logra vencer a lo largo de la historia.
Curioso es, amigo y amiga nacionalista español, que muchos de tus razonamientos comiencen por “En ningún país de Europa…” sin reparar nunca en el hecho de que el fascismo fue derrotado en todos los países menos en el nuestro. O aceptándolo, pero como si fuese un matiz insignificante. Y es que lo lógico es que las víctimas, una vez reconocidas en su condición, perdonen si pueden a sus verdugos. Pero no hay lógica alguna en el hecho de que sean los verdugos quienes perdonen a sus víctimas cuando éstas demuestran “haber aprendido” a hacer buen uso de su voto. Y menos aún que eso ocurra una y otra vez. En esto, lo reconozco, el franquismo tenía razón: Spain is different.
A Rajoy parece que le importara un pimiento Cataluña, donde el PP es ahora residual. Pero sabe que gana prestigio entre su electorado del resto del Estado si exhibe fuerza contra los sempiternos “malos españoles”. Se sostiene además en ese partido sin cuyo concurso nada de este “sentido común” se hubiera consolidado: el PSOE. Ese partido que encaja a la perfección con este nacionalismo “como el agua”, que no se ve, no se huele, no sabe a nada, pero ahí está, ahogándonos.
Si uno se salta un semáforo en rojo comete una infracción. Si todo el pueblo se lo salta estamos ante un conflicto social que los Estados de derecho resuelven políticamente. Y hablo de las gentes del común que, con más o menos razón jurídica, se acercaron a depositar su voto, aun sabiendo que no tendría efectos, y se llevaron las agresiones que tú, amiga o amigo nacionalista español, justificas y aplaudes.
Es curioso, nacionalista española o español, que tú no te reconozcas como tal. Como mucho, te llamas “patriota”. Sin embargo espetas frases del tipo de “si se quieren ir que se vayan, pero que dejen el territorio” o “se manda al ejército, como ordena la Constitución, y punto”. O “para qué tantas lenguas, si ya tenemos una en común con la que entendernos todos”. Sí, es muy curioso. Oé, Oé, Oé. Como si no hubiera escarmiento en eso de Una, Grande y Libre.
Esta lógica de este “nacionalismo español” llega al paroxismo cuando muchas personas aplauden que con una reforma exprés se deslocalicen las empresas de forma casi inmediata, aunque eso provoque que se vayan a Portugal o a Francia. ¿O pensáis que solo se van a Madrid, y por tanto quedan “en casa”? Una muestra más de la “responsabilidad” de la que hace gala este nacionalismo invisible que vive de fabricar “independentistas” de forma desbocada.
Curioso, triste y desdichado país. Y es que empezamos por aceptar que más de 100.000 personas estén amontonadas en cunetas y que nunca sea el momento adecuado de tratar el tema, y acabamos aceptando el latrocinio, las agresiones policiales, el Estado social más escuálido de la Europa avanzada, la ley mordaza, la mentira… hasta llegar al contrato basura o a las maletas.
Curioso este nacionalismo español tan incoloro, tan inodoro y tan insípido, sí, pero tan coherente, tan sostenido en el tiempo. Tan recalcitrante, tan irresponsable y en el fondo tan rompepatrias, pues, es hora de hablar claro: esa España sin disputa que tenéis idealizada solo existe en vuestra imaginación y solo cabe en una dictadura.
Para todo lo demás queda la Política, donde el conflicto es inherente a toda sociedad y, a la vez, oportunidad de mejora. Creo que tenemos que escapar cuanto antes de esta humareda que esconde el debate fundamental: la creación entre todos y todas de una república española. Que separe de forma nítida el estado de la iglesia, que ponga las instituciones al servicio de las personas, que garantice el derecho de autodeterminación de los pueblos que la integran. Que dé un respiro a las jóvenes que tienen que salir fuera después de haberse formado aquí.
Una República donde derechos fundamentales, como el derecho a la vivienda, no sean “principios rectores” sino derechos que puedan exigirse de verdad. Donde el Legislativo, el Ejecutivo y el Judicial sean poderes realmente independientes. Donde se respete la Memoria, porque solo si sabemos quiénes fuimos podremos estar en condiciones de pensarnos y proyectarnos al futuro. Una verdadera casa donde se respete el conjunto y entre todas nos cuidemos y cuidemos del jardín, pero donde también se respeten las habitaciones, donde no se repartan unos pocos el país a dentelladas o se vendan a precio de saldo a las élites, sean éstas de Madrid o de Suiza. Quizá ya sea tarde, quizá se perdió la oportunidad, pero ahí si podríamos soñar un futuro. Y si no, entonces nos queda esta España, película de terror.

miércoles, 4 de octubre de 2017

LA TRANSICION A MUERTO


No tengo ningún indicio que me haga pensar que Mariano Rajoy Brey sea conocedor de la obra de Max Weber, pero a tenor de lo sucedido el pasado domingo en Catalunya, sí me atrevería a tildar de weberiano el intento que nuestro presidente del gobierno ha llevado a cabo contra el procés, con la clara intención de deslegitimarlo.
Apoyado en la reglamentaridad que el mismo sistema judicial que confirmó la sentencia del caso Atxutxa le otorga, el gobierno de España en manos del Partido Popular ha pretendido dejar claro mediante el uso de la violencia, por ahora representada en las fuerzas y cuerpos de seguridad, que el único estado viable a día de hoy en el territorio español es el que representa la  realidad jurídica del Reino de España. Cualquier otra expresión de cultura nacional con visos de constituirse en un estado independiente, supone para el Partido Popular y sus acólitos una muestra clara de fuerza ilegítima y criminal que debe ser atajada con el uso legítimo del monopolio de la violencia que posee el gobierno español.
Una lógica perversa quizás aceptable en la realidad del Conde-Duque de Olivares o en los convulsos años de la República Federal Española, pero difícilmente asumible para la  Unión Europea contemporánea del Brexit o el referéndum de Escocia. 
         Sí la gestión de la corrupción nos había señalado a unos cuantos la inoperancia del Partido Popular y la escasa cintura del gobierno en su trato con los medios de comunicación, la jornada del 1 de octubre en Catalunya parece haberse encargado definitivamente de exponerle al mundo la triste ineficacia del ejecutivo español.
Por desgracia parece que al legislativo todo esto debió de pillarle en un cóctel o en el cine con sus "compi yogui", con la monarquía nunca se sabe. Medios internacionales como  Le Figaro o The Telegraph, o The New York Times con su editorial  calificando a Rajoy de “matón intransigente” parecen dejar tras el 1-O a un lado  el mito de la ejemplaridad de la transición española, para centrar sus objetivos en un estado incapaz de solventar sus crisis sin hacer aflorar de nuevo sus tintes autoritarios.
Apoyarse en la Constitución y en una transición que se realizó bajo el ruido de los sables y la inexperiencia democrática de un pueblo que llegaba a ese momento crucial de la historia de nuestro país ahogado por la falta de  libertad tras treinta y nueve años de dictadura fascista en España, supone a todas luces un argumento insuficiente para negarse rotundamente a entablar diálogo con quienes cuestionan la legitimidad de nuestras normas comunes de convivencia. Después de todo, nadie puede negar que el fascismo dejó su impronta en nuestra democracia.
Los cambios de chaqueta fueron numerosos en todos los ámbitos de la vida española, periodistas, políticos, militares e incluso asesinos pasaron rápidamente a incorporarse a las élites encargadas de tutelar al pueblo en su camino a la democracia. Nada cambio en realidad con el régimen del 78, nunca se llegó a remover el poder cimentado durante la dictadura franquista, sino que simplemente se buscó legitimar  al estado español ante el mundo bajo una fachada democrática ciertamente deficiente. Nuestra entrada en organismos internacionales como la ONU o la Unión Europea, siempre ha estado marcada por un trato distante de los demás miembros, limítrofe entre lo exótico y lo rentable. Una relación de fuerzas puede que ciertamente provechosa para el conjunto de España, pero que nunca ha estado exenta de cierto tipo de vasallaje asumido íntegramente por el pueblo.
Quién sabe si acostumbrado al habitual control del discurso imperante en nuestro país o quizás debido a una torpe gestión electoralista de la peculiaridad de poseer en su seno un importante voto extremista, el Partido Popular simplemente ha dado por hecho que la puesta en escena a los ojos del mundo de una Catalunya independiente era en esencia imposible. Claramente se equivocó el Gobierno español al considerar que el uso desproporcional de la fuerza contra una población que únicamente deseaba votar no iba a tener repercusiones excesivas. Una vez más, ha minusvalorado el poder de la imagen y sorprendido ante una prensa extranjera quizás más contestataria de lo esperado, ha otorgado definitivamente al Govern de Catalunya el poder que estaban esperando.
Resulta improbable que los grandes pesos de la arena internacional o la Unión Europea en su conjunto den excesivo crédito al proyecto unilateral de la República Catalana, pero no han sido pocos los representantes políticos que horrorizados ante las imágenes que llegaban desde Catalunya han pedido que se abra urgentemente un proceso de diálogo.  Una importante victoria para una vía independentista que hasta hace pocas semanas no contaba con apenas respaldo fuera de las propias fronteras de su proyecto.
Algo tiene que cambiar. Esa sin duda, podría ser considerada la sensación más habitual en la cabeza y en los corazones de la mayoría de catalanes y españoles. La represión sufrida por quienes en una clara actitud no violenta simplemente reclamaban un derecho tan básico como el de poder decidir su futuro, ha terminado de resquebrajar un pacto social que en España ya se encontraba demasiado debilitado por la rigidez política de un régimen heredero del franquismo y los recortes sociales fruto de un sistema económico que ha terminado ahogando en exceso al pueblo.
Además de constituir una reivindicación histórica y social, la independencia en Catalunya ha supuesto para muchos ciudadanos una vía  de escape para demasiada frustración contenida. Al contrario que el arco parlamentario en Madrid, los políticos catalanes han logrado apartar sus obvias diferencias para juntos encauzar la pulsión ciudadana cara a un nuevo proyecto que siendo ciertamente arriesgado, ha tenido las cosas claras desde el principio.
Tras el fracaso anunciado de las armas en Euskadi, el desafío independentista se trasladó a Catalunya con el tacticismo político y la presión social como principales argumentos frente al estado. Pero en una España en donde el "sin violencia todo se puede negociar" se había utilizado como firme premisa frente al terrorismo, la respuesta ante las reivindicaciones catalanas siguió consistiendo en una firme escalada represiva por parte del gobierno central. El recurso del PP contra el Estatut de autonomía y la guerra abierta desde aquel momento contra el Govern dejaron claro a gran parte de la ciudadanía catalana que la desobediencia civil era el único camino posible.
Tampoco nos llamemos a engaño, tan solo los más abducidos por el procés podrían esperar que el 1 de octubre se saldase con unos resultados fiables y legítimos en las urnas. Ese no parece el objetivo real de una consulta que con toda certeza sufriría una presión logística y represiva de la que difícilmente podría salir indemne. Todo parece apuntar a que el movimiento soberanista catalán ha buscado simplemente sentar a España en la mesa de negociación, para lograr una consulta legal y consensuada a la que en Moncloa nunca han dado opción alguna.
Desde el Govern de Catalunya siempre se apuntó a Europa como un interlocutor más pese a la rotunda negativa inicial a inmiscuirse en asuntos internos de un estado miembro y a las amenazas de exclusión de la Unión. Pese a ello en todo momento Puigdemont  pareció tener clara la existencia de una rendija invisible en la impenetrabilidad de las relaciones entre estados, que en su momento abriría una oportunidad al procés para legitimarse. Finalmente la torpeza del Gobierno del Partido Popular parece haberle dado la razón.
Con la pérdida del uso de la violencia fruto del peso que más de ochocientos heridos (alguno de ellos graves) tienen en la comunidad internacional, la única salida viable para el gobierno del Partido Popular es la de sentarse a negociar, la principal duda que nos asalta, se basa en saber sí un partido salpicado por la desproporcionalidad en el uso de la fuerza y claramente inoperante en la negociación política será capaz de liderar un proceso que se antoja necesario no solo para la propia España, sino también en sus relaciones con Catalunya y el resto de territorios con reinvindicaciones soberanistas.
Puede que sin remedio, el 1-O hayamos perdido definitivamente a Catalunya como una comunidad autónoma más de España, pero gran parte de las esperanzas que nacen de este desafío al estado español apuntan a la capacidad de la izquierda estatal para tomar la alternativa en un proceso que suceda lo que suceda, va a tener que pactarse en Catalunya y en el seno del Estado español.
No existen ya reductos para las imprecisiones y el electoralismo, hoy cada actor político debe situarse como parte activa de una nueva concepción del estado o como pilar fundamental del régimen del 77. No puede la izquierda española renunciar a la resistencia pacífica por los derechos de los ciudadanos.  El 1 de octubre la transición ha muerto en Catalunya y ahora es la calle e incluso la desobediencia civil en algunos casos la encargada de traer una nueva libertad plena a la ciudadanía.
El pueblo catalán ha perdido de forma definitiva el hace tiempo infundado miedo a la transición y a los ruidos de sable. Deberían entender por su propio bien en Madrid, que la pérdida del miedo en una sociedad donde impera la precariedad y los recortes sociales son la norma, puede suponer una peligrosa cuestión si no se sabe ceder a tiempo lo que ya se ha perdido.
Gamonal, Murcia, la represión a la minería, las marchas de la dignidad, los desahucios... Cientos de actuaciones represivas que dejan claro que Catalunya no es el problema, no puede volver a saldarse sin  responsabilidades penales y dimisiones la actuación policial desmedida tan común para unas fuerzas y cuerpos de seguridad del estado con ciertos tintes represivos que han mostrado al mundo una clara necesidad de depuración.

Por si fuera poco, la Zarzuela se ha unido a La Moncloa y Génova en la apuesta total y sin ambages por la mano dura contra la Generalitat en su aventura por la independencia. En una intervención sin precedentes en una monarquía parlamentaria en la que el rey no tiene poderes políticos –ni puede tenerlos en Europa en el siglo XXI–, Felipe VI ha pronunciado un discurso durísimo sin espacio para dar ninguna opción al diálogo con los nacionalistas catalanes en lo que es en la práctica una declaración de guerra a la Generalitat que preside Carles Puigdemont.
Lo único que le faltó al monarca fue ordenar la aplicación del artículo 155, la detención de los dirigentes de la Generalitat y la convocatoria de nuevas elecciones en Cataluña. O algo peor. Quizá Rajoy se haya comprometido ya a hacer eso. Si no es así, el presidente del Gobierno ya sabe por dónde respira la monarquía. Tan nefasta intervención política de S.M. puede significar el principio del fin, no solo del gobierno de Rajoy, sino también de la monarquía.
        Hoy no es solo Catalunya, sino la concepción de España lo que está en juego, la historia será la encargada de medir la altura política y moral de quienes ahora deben dar un paso al frente.