viernes, 30 de enero de 2015

ESPAÑA ¿ESTADO POLICIAL?

La tentación totalitaria ha sido recurrente en muchos momentos de la democracia española de después de la dictadura franquista. La utilización de las fuerzas policiales para entablar una guerra sucia contra el terrorismo, la Ley de Seguridad Ciudadana de 1992, más conocida como “Ley Corcuera” y también llamada “Ley de la patada en la puerta”, porque permitía la entrada en los domicilios sin orden judicial, o las embestidas desesperadas de la última etapa de Aznar, utilizando a la policía para acallar las voces que clamaban en la calle contra la guerra de Irak, son algunos ejemplos notorios de la perversa atracción que sienten la mayoría de los gobiernos españoles de utilizar a las fuerzas de orden público como elementos de control social.

La población empobrecida por la socialización de las pérdidas, los jóvenes sin futuro o los discrepantes democráticos de distinto signo suelen avivar sus ansias de someterlos con la excusa de garantizar una “paz social” que no pretende otra cosa que apuntalar su tranquilidad y su poder.

Y para paralizar las disidencias potencialmente peligrosas para las élites no se duda en ningún momento en echar mano de aquellos medios materiales y humanos que deberían garantizar las libertades públicas. Los manipulan y pervierten en su propio beneficio. Y se legisla entonces –desde la siembra previa del miedo- para conformar una nueva legalidad que se levanta necesariamente sobre la pérdida de derechos y libertades fundamentales.

Se trata de vigilar para conseguir la docilidad-utilidad de los individuos tal y como plantea Foucault. Se diseña un “escenario” legal, con la excusa de la defensa de la seguridad -y con la complicidad de los poderes económicos que necesitan sosiego que aliente el consumismo- para conseguir el mayor dominio posible de la sociedad.

El Gobierno de Mariano Rajoy no se ha librado en estos últimos tres años de esas ansias absolutistas y en distintas ocasiones ha legislado en ese sentido amparado en la mayoría absoluta parlamentaria del PP y tampoco ha dudado en tomar atajos peligrosos para las libertades ciudadanas. La Ley de Protección de la Seguridad Ciudadana (también conocida como la “Ley mordaza”), defendida por el ministro Fernández y aprobada por el rodillo del PP en el Parlamento, recoge lo peor de las apetencias totalitarias de este ejecutivo.

Vuelve a insistir en las entradas y registros sin autorizaciones judiciales previas, en identificaciones a la carta, en controles arbitrarios en la calle, en crear listas negras de “infractores”, en sanciones elevadísimas para los manifestantes y los organizadores de las manifestaciones, en dificultar los recursos a las multas con tasas disuasorias carísimas, en castigar a los que obstaculizaran los desahucios, en criminalizar las movilizaciones ciudadanas, en la devolución en caliente de los inmigrantes… Los informes del Poder Judicial, del Consejo Fiscal y del Consejo de Estado, tratando de anticonstitucional la norma o de organizaciones como Amnistía Internacional han conseguido suavizar mínimamente alguna propuesta aislada como la de crear fuerzas de seguridad paralelas a través de las empresas privadas. Desgraciadamente, la Ley mantiene casi todos sus postulados y sigue siendo profundamente dura, reaccionaria y limitadora de libertades. Y eso que las manifestaciones ciudadanas en la calle se han reducido en un 34% en los últimos meses
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Pero no acalla las aspiraciones totalitarias del Gobierno del PP. Según Eldiario.es, desde el año 2012 una unidad secreta de la policía rastrea información comprometedora de políticos independentistas catalanes blanqueando sus resultados en los juzgados a través de la UDEF o filtrándolos a los medios de comunicación en fechas claves para el movimiento separatista. Este grupo operativo y secreto participó –según Maika Navarro, en Elperiódico.com- en las grabaciones de Alicia Sánchez-Camacho y la expareja de Jordi Pujol Ferrusola o en la elaboración de informes sobre Oriol Junqueras o Carod-Rovira, entre otros.

Como escribió Vázquez Montalbán, si el Estado tiene sucios los bajos, acaba teniendo sucio el cerebro. Será por eso por lo que el Consejo de Ministros del pasado día cinco de diciembre aprobó el anteproyecto de la Ley de Enjuiciamiento Criminal que insiste en las mismas ansias antidemocráticas proponiendo la incomunicación absoluta de los detenidos, que no podrán ni recibir la asistencia de sus abogados, el control remoto de los ordenadores o la intervención por la policía de los correos electrónicos, las llamadas telefónicas y cualquier tipo de comunicación y las grabaciones de imágenes o de audio que se precisen y por cualquier procedimiento que permitan las nuevas tecnologías durante 24 horas y sin autorización judicial alguna.

De paso encorseta a la justicia obligándola a cumplir plazos de seis meses en causas ordinarias y dieciocho para los sumarios más complejos pero sin dotarla de más medios humanos y materiales. Se confiere así el Gobierno una autoridad desmedida que, sin los controles independientes necesarios, se convierte en un instrumento de poder antidemocrático de primer orden.

Será el Gobierno quien decida a quién y de qué manera intervenir y una simple argumentación de excepcionalidad y de calificación de especial gravedad le permitirá vigilar a contrarios políticos, organizaciones sociales o ciudadanos de a pie, quebrando el derecho constitucional que garantiza la confidencialidad en las comunicaciones. De lo más democrático.

Con la excusa de que “la seguridad es un requisito previo para la libertad”, el PP insiste una y otra vez en atacar a la línea de flotación de la democracia. Pretende vendernos la renuncia a la seguridad constitucional, que garantiza los derechos fundamentales, como coartada para aceptar una seguridad policial domeñada.

Se diseña sin remilgos el dominio del Gobierno sobre una parte de la policía que, sin ningún tipo de filtros, amplifica sus acciones más allá del mantenimiento del orden y se convierte en un instrumento de control de la ciudadanía. La preservación del orden público sirve entonces de excusa para limitar libertades colectivas y derechos ciudadanos individuales. Y se prestarán a ello miles de funcionarios sumisos que, como desentrañó Hannah Arendt, se ampararán en la legalidad y actuarán en consecuencia.

Pero todos habremos dado otro brutal paso atrás al aceptar que se nos recorten los derechos individuales con la excusa del bienestar común y al consentir a la policía convertirse en instrumento de sometimiento de sus conciudadanos. Y entonces adquieren todo el sentido los versos de Ana Pérez Cañamares (“Esto no rima”, E. Origami): “Hemos elegido perder eternamente/para no mancharnos las manos./ No parecemos reparar en/cómo se mancha la conciencia/ mientras nos quedamos quietos./ Cómo se llena de verdín/ y se hace resbaladiza”.

Sin embargo, aún queda esperanza: en la sesión de aprobación del proyecto, un grupo de activistas del 15-M recibió la propuesta del Partido Popular con los compases de “La canción del pueblo”, incluida en “Los miserables”, para recordar que éste no está dispuesto “a dejarse someter”. Fueron desalojados del recinto, sí. Pero lanzaron un mensaje que no desaparecerá fácilmente y que supone un problema serio para un Gobierno que si recurre de manera tan burda a la vía represiva es porque hace tiempo que ha dejado de convencer.

jueves, 8 de enero de 2015

UNA CONSTITUCIÓN PARA UN NUEVO MODELO DE ESTADO

Parecía que la reforma de la Constitución iba en serio, pero no. Pedro Sánchez, secretario general del PSOE presentó en el Congreso de los Diputados la petición de una subcomisión de estudio para la reforma. El PP ha dado un “no” categórico previo, por entender la petición como un «disparate», inoportuna e innecesaria, además de “frívola”. No quieren solucionar nada. Lo cierto es que la reforma es más necesaria que nunca, ante la grave crisis política e institucional que tenemos encima.

Las propuestas del PSOE, me parecen valiosas, pero insuficientes. Llegan en un momento en el que no solo hay que cambiar la Constitución, sino el Sistema y el modelo de la forma política del Estado, mediante un Proceso Constituyente, que ponga fin a los postulados de la Transición. El PSOE  pretende renovar el modelo de convivencia territorial y recomponer los “consensos rotos”, blindar los derechos sociales y ciudadanos e introducir medidas de regeneración democrática. En mi opinión, no debe de ser una reforma de adaptación, sino una ruptura con el modelo; que si en un principio pudo haber dado resultado, ahora está agotado.

La Constitución que ha cumplido treinta y seis años, ha tenido dos reformas. En 1992, para reformar el artículo 13.2, e introducir la expresión “y pasivo” referida al ejercicio del derecho de sufragio de los extranjeros en elecciones municipales, por imperativo legal tras la firma del Tratado de Maastricht. La del 2011, sin acuerdo mayoritario, ni político, ni social, para reformar el artículo 135, e introducir el concepto de “estabilidad presupuestaria” y la prioridad absoluta del pago de la deuda y sus intereses. Este tiene que derogarse. Si se reformó por intereses económicos y presión de los mercados, ahora hay que reformarla por intereses sociales y de calidad democrática.

La historia del constitucionalismo español, está cargada de inestabilidad y falta de continuidad. Hoy, pese a lo que dicen, tampoco hay estabilidad institucional, sino todo lo contrario. Las dos últimas constituciones de 1876 y 1931, terminaron mal y en ambos casos se dieron situaciones políticas, institucionales, económicas o sociales insostenibles, que significaron el fin de un régimen. 1868, coincidió con las «catástrofes» coloniales y con que los liberales, demócratas y republicanos, opositores a la monarquía, consiguieron expulsar del trono a Isabel II y promover la elaboración de una nueva constitución que superara a la de 1845. La Constitución de 1876, fue de las más avanzadas de su época y representó un cambio de tendencia en la política española.

La dictadura de Primo de Rivera, apoyada e instigada por el rey Alfonso XIII, fue el preludio al proceso constituyente de 1931. La unión de las fuerzas republicanas y socialistas, junto con los sindicatos de clase, posibilitaron que las elecciones municipales de abril significaran el fin de la monarquía. Las elecciones posteriores a la proclamación de la Segunda República fueron constituyentes. La ruptura con el pasado fue total: se progresa en democracia, se cambian los símbolos, el modelo político del estado, se introducen derechos y se cambian estructuras y modos de funcionamiento. Todo desapareció con el golpe de estado fascista del general Franco.

El nacimiento de la Constitución en 1978 estuvo cargado de dificultades y obstáculos. Las Cortes surgidas de las elecciones del 15 de junio de 1977, sin saberlo fueron Constituyentes. Tras la muerte del dictador, se abrió en España una nueva era, cuyo proceso constitucional se inició con la Transición, que hoy sabemos no fue modélica. El proceso no fue sencillo, la crisis económica y el terrorismo lo dificultaron, el régimen estaba intacto y todo “atado y bien atado”. Salíamos de una larga y cruenta dictadura, con peligros de involución, que culminaron con el golpe de estado del 23F en 1981. Gobierno y oposición entendieron que era necesario redactar una constitución aceptada por la mayoría de las fuerzas políticas. El rey heredero de Franco, el ejército y el gobierno tenían el poder, la oposición la legitimidad democrática y se avinieron.

El consenso político y la redacción expresamente ambigua, permitieron resolver los temas más conflictivos del momento. Hoy esa misma ambigüedad y la interpretación interesada, permite al actual gobierno, subvertir principios y valores y llevar a cabo una política antisocial, antidemocrática y reaccionaria. Entonces permitió dar respuesta a la forma de estado y de gobierno, modo de elección, la cuestión religiosa, el modelo económico y la descentralización territorial. Hoy es distinta la situación, pero los mismos temas siguen presentes. El debate está abierto.

La Constitución de 1869, convivió con el golpe de estado y la dictadura de Primo de Rivera. La de 1931, terminó criminalmente por el golpe de estado, la guerra y la dictadura, entre otras causas por el problema territorial histórico que sigue sin resolverse. Las diferentes señas de identidad, históricas y culturales, la multiculturalidad y la diversidad, son valores que enriquecen la identidad común y así tiene que reconocerse y permitir su propio desarrollo. Estos hechos tienen que quedar plasmados en la Constitución, en el marco de un estado federal, que junto con el derecho a decidir, queden clarificadas las competencias, se fije un modelo fiscal y se establezcan mecanismos de cooperación y solidaridad. Un modelo que venga a dar estabilidad política, que sea viable económicamente y justo socialmente.

Mi recuerdo emotivo a la Constitución de la Segunda República. Declaraba que todos los españoles son iguales ante la ley; que el estado español no tiene religión oficial, y estará integrado por Municipios mancomunados en provincias y por las regiones que se constituyan en régimen de autonomía. España renunció “a la guerra como instrumento de política nacional”. Se rompía con la tradición bicameral y eliminaba el Senado. El Congreso tenía la facultad de destituir al Jefe del Estado (con mandato de siete años), que era elegido de forma mixta: por los parlamentarios y a través de compromisarios elegidos por sufragio universal. La República se declaraba laica, garantizando la libertad de culto y prohibiendo a las órdenes religiosas ejercer la enseñanza, desvinculando al Estado de la financiación de la iglesia. Significó una ruptura radical y un foco de tensión, que costó la vida a la República.

La Constitución republicana, reconocía la libertad de expresión, reunión, asociación y petición; el derecho de libre residencia, de circulación y elección de profesión; inviolabilidad del domicilio y correspondencia; igualdad ante la justicia; protección a la familia, derecho al divorcio, al trabajo, a la cultura y la enseñanza, así como el derecho de voto a todos los ciudadanos de más de 23 años y a las mujeres; toda una revolución democrática. Se suprimía los privilegios de clase social y de riqueza; y se abría la posibilidad de socialización de la propiedad y de los principales servicios públicos.

Pasado el tiempo, sigue siendo necesario dar solución definitiva a la cuestión religiosa en España. La Constitución declara que “Ninguna confesión tendrá carácter estatal” y esto no se cumple en la práctica. En un estado laico, se ha de dar una efectiva y real separación entre el estado y las iglesias. Los fondos públicos no pueden dedicar su esfuerzo ni a la iglesia católica ni a ninguna otra. La religión tiene que salir de la escuela para nunca volver y todo tiene que quedar plasmado en la próxima Constitución. El Concordato y los acuerdos de privilegio con el Vaticano deben derogarse, enmarcando las relaciones en el ámbito diplomático de reciprocidad.

No quiero terminar este análisis sin destacar lo que echo en falta en la propuesta socialista. No cuestionan la forma política de Estado (artículo 1.3) ni la forma de elección del jefe del Estado, pero sí ven la necesidad de modificar la Constitución, para eliminar la preferencia del varón sobre la mujer en la sucesión de la Corona, por suponer una discriminación por razón de sexo. Aquí hay una contradicción; cierto que existe discriminación; pero hay que tener en cuenta que la mayor discriminación se da en el propio régimen monárquico, donde existe el privilegio de la sangre y la discriminación por razón de herencia en el acceso a la jefatura del Estado y por el disfrute de privilegios perpetuos, que solo la familia real mantiene. La monarquía está muy alejada de los principios de igualdad ante la ley y de igualdad de oportunidades. El acceso a la Jefatura del Estado, como a cualquier otro órgano de representación, no puede tener carácter hereditario, sino sometido a la libre y democrática concurrencia ciudadana. No cabe la persona del rey inviolable y no sujeta a responsabilidad. Cuando finalice el Proceso Constituyente que se propone, tendrá que abandonar el trono.

El sistema electoral actual, impide que una parte de las formaciones políticas y ciudadanas accedan a las instituciones representativas, favoreciendo el bipartidismo, como se previó. Hay que establecer un sistema general electoral que permita listas abiertas, desbloqueadas, así como la eliminación de la barrera electoral del 3%. El sistema de la Ley d’Hont, que prima a los partidos más votados, debe cambiarse para que se garantice la proporcionalidad y equidad del voto y la igualdad de oportunidades para todas las formaciones políticas y ciudadanas.

La fractura social provocada por la desigualdad sistémica, hace necesaria la ruptura con el Sistema y con la Constitución que le sustenta. Convóquese un referéndum, que permita abrir un Proceso Constituyente amplio y abierto, que diseñe un proyecto de Estado Republicano democrático avanzado de convivencia, que dé respuestas a los retos actuales.

Un nuevo Poder Judicial, un nuevo Senado, un nuevo papel para el mundo local. Un nuevo país que recupere la justicia social. Con la creación del Estado Republicano, se han de recuperar las instituciones para la mayoría social, quienes con el fruto de su trabajo, hacen que el futuro sea posible, al servicio del interés general y de la soberanía que reside en el pueblo.


Un Estado Republicano, plurinacional, solidario, participativo y laico, debe contar con una nueva estructura territorial federal, con un modelo de financiación y de política fiscal viable; que incorpore mecanismos que garanticen el Estado social, en el que la universalidad de los servicios públicos esté sustentado por principios y valores de libertad, igualdad, justicia social y solidaridad, que fortalezca y amplíe los derechos fundamentales de los ciudadanos, equiparando derechos civiles y políticos blindados, para evitar que los gobiernos de turno, ataquen los fundamentos del Estado de Derecho.