La humanidad se enfrenta a una de sus noches más oscuras, donde las pesadillas iluminan con mortecinos relumbres la conciencia atormentada de los vivos. No de todos, pero sí me animo a decir que de la mayoría. Es que desde hace poco más de dos semanas hemos regresado a los horrores del genocidio y los espectros del Tercer Reich resurgen con fuerza.
Es
cierto que, en un sistema imperialista como el que vivimos, aquél, el
genocidio, es una práctica recurrente. Pero rarísima vez ocurre en la escala
masiva que estamos viendo en estos días, bombardeando a mansalva a una ciudad,
Gaza, que ostenta la mayor tasa de densidad de población por kilómetro cuadrado
sólo superada por Singapur y Hong Kong.
Al momento de
escribir estas líneas, al atardecer del domingo 29 de octubre, el número total
de víctimas de estos ataques ya llega a más de 8.000, de los cuales 5.885 en
Gaza a los que se deben sumar otros 84 ultimados en Cisjordania. Según lo
anotan observadores calificados, de ese total unos 1.800 son niños, ancianos y
mujeres. Pero esta cifra seguramente subestima el número de víctimas que aún
hoy yacen bajo las ruinas de numerosos edificios de todo tipo: viviendas,
escuelas, templos, refugios de la ONU y hospitales atacados por el régimen
neonazi israelí.
Escombros
imposibles de remover por falta de equipamientos adecuados y combustibles para
mover bulldozers y retroexcavadoras. Cuando esta tragedia termine el número
será muy superior a lo que se está calculando en estos días.
En el Occidente hegemonizado por Washington la opinión predominante es que la brutal retaliación ordenada por el régimen de Netanyahu es la merecida respuesta a los asesinatos y secuestros de israelíes cometidos por Hamás cuando (¡inexplicadamente, debo decir!) penetró en el territorio de “Israel”. Pero esta narrativa soslaya que esta acción, por más condenable que sea, es respuesta a décadas de continuas atrocidades y violaciones a los derechos humanos perpetradas por los sucesivos gobiernos israelíes y por un Estado que, al violar las distintas resoluciones del Consejo de Seguridad, se ha convertido en lo que jurídicamente se denomina “un estado canalla”.
Un
Estado cuyas políticas, como lo recordara el notable periodista israelí Gideon
Levy, produjo el inhumano encarcelamiento de dos millones de personas durante
casi veinte años, hacinados y privados de regulares abastecimientos de agua,
alimentos, energía eléctrica, medicinas, combustibles y los insumos más
elementales que requiere una vida civilizada. Nada bueno, concluye Levy, podía
originarse como fruto de tamaña crueldad.
La historia de esta verdadera limpieza étnica viene de muy lejos. Recordemos que desde la fundación misma del Estado de “Israel” su gobierno destruyó un mínimo de 500 aldeas palestinas, provocando el inicio de un interminable torrente de refugiados -800 mil en los primeros meses- que demolidas sus casas, destruidos sus sembradíos y robados sus campos se vieron forzados a abandonar la tierra de sus ancestros. A medida que pasaba el tiempo “Tel Aviv”, con el indisimulado respaldo de EEUU y la mayoría de los indignos gobiernos europeos, alimentaba sin pausa su política de conquista y robo territorial.
Unos
700 mil colonos se instalaron en tierras que pertenecían a familias palestinas
con el total respaldo de las mal llamadas Fuerzas de Defensa Israelí, en
realidad, un brutal ejército de agresión y ocupación de países vecinos.
Esos
colonos nada tienen que ver con la bucólica imagen de un inocente farmer que
difunde la corrupta prensa de Occidente y sus no menos corruptos políticos y
gobernantes. Son grupos que disponen de permanente entrenamiento militar,
tienen en su poder armas de guerra, y atacan, maltratan, torturan e inclusive
matan a palestinos o palestinas que osan resistir a su despojo bajo la
complaciente mirada de las autoridades y las fuerzas de seguridad de “Israel”.
Tragedia que se desenvuelve en los Territorios Ocupados en donde habitan casi siete millones de palestinas y palestinos, a los que hay que sumar casi seis millones más de la diáspora dispersa por todo el mundo. Un pueblo expulsado de su tierra y convertido en un paria internacional. Dadas estas dramáticas circunstancias se comprende que es muy difícil para cualquier palestino ser amable con los causantes de esta tragedia
Días
pasados tanto EEUU como Gran Bretaña y Francia vetaron una propuesta del
Consejo de Seguridad de declarar un alto al fuego en Gaza. La misma había sido
presentada por Rusia. Otro tanto ocurrió con otra postulada por Brasil. Ni EEUU
ni las viejas potencias coloniales europeas tienen el menor interés en poner
fin a la ocupación y la matanza en curso. Y el régimen israelí está embarcado
en un derrotero que se asemeja bastante a la “solución final” propuesta por
Hitler para resolver “el problema alemán”: exterminar a todos los judíos. Por
un retruécano de la historia, ahora es el supuesto representante del pueblo
judío, el Estado de “Israel”, quien ocupa el lugar del régimen nazi y adopta
como propia su criminal política genocida.
Hay un escandaloso paralelismo entre la valiente resistencia de los judíos asediados por las SS en el gueto de Varsovia y la de los palestinos en Gaza. Sólo cambia el nombre del señor de la muerte: Hitler antes, Netanyahu ahora.
Una
nota final sobre la hipocresía de las “democracias occidentales”, que critican
al “terrorismo” de Hamas pero cierran beatíficamente sus ojos ante el mucho más
grave terrorismo de Estado israelí. Además se trata de gobiernos, comenzando
por el de EEUU, que reclutaron a los terroristas jihadistas de Afganistán, los
Talibán; a los de Al Qaeda y Daesh, y les ofrecieron dinero, armas y cobertura
mediática y diplomática para desestabilizar o tumbar gobiernos que no eran de
su agrado en diversas partes del mundo, fundamentalmente en Siria, Irak y
Libia.
En
otras palabras, cuando juegan para el imperio y sus secuaces, los “terroristas”
se convierten en virtuosos “combatientes por la libertad.” Pero quienes tienen
la osadía de oponerse a la prepotencia imperial son ipso facto anatemizados
como “terroristas”, aunque su única arma sea la palabra. Este inmoral doble
estándar habla con elocuencia de la descomposición moral de la tradición
política de Occidente y de su deriva criminal.