La
identificación entre el proceso político de la Transición y su principal
conductor ha sido total en el relato oficial, hasta fundirse ambos en una sola
criatura
Adolfo
Suárez era la Transición, y la Transición era Adolfo Suárez. La identificación
entre el proceso político y su principal conductor ha sido total en el relato
oficial, hasta fundirse ambos en una sola criatura.
A
la manera de Dorian Gray, Suárez era el retrato de la Transición, y lo que le
ocurría a esta tenía consecuencias sobre él. Durante cuarenta años hemos podido
seguir la evolución de la Transición mirando a Suárez, su envejecimiento, su
salud, su deterioro. Su amnesia.
Así,
en los primeros años tras la muerte de Franco, Suárez aparecía radiante como la
joven Transición, nervioso como ella, enérgico, ilusionante, y a la vez sufría
en su carne los sobresaltos del proceso, inseparable de su suerte. De ahí que
las intrigas de unos y otros le golpeasen directamente, las corrientes
subterráneas que dirigían el rumbo de la nueva democracia le arrastraban a él
también, y los límites alambrados de los que no debía salirse el proceso se
acabaron convirtiendo en su encierro.
La
temprana decadencia política de Suárez coincidió con el temprano declive del
“espíritu de la Transición”: los años del llamado “desencanto”, los ochenta,
cuando bajo los primeros gobiernos socialistas llegó la resaca y muchos
comprobaron que la democracia resultante tenía demasiados agujeros, que la
ruptura con la dictadura había mantenido zonas de continuidad y espacios de
impunidad, que la parte social de la Constitución era papel mojado desde su
propia escritura, y que la memoria de las víctimas y los resistentes quedaba
atrás. En esos años de desencanto, mientras la Transición perdía brillo y no
tenía quien la defendiese, Suárez arrastraba los pies por los pasillos del
Congreso, abandonado por los suyos, capitán de una barquita como el CDS, él que
había pilotado el gran buque durante unos pocos años. Se convirtió en el primer
juguete roto de su generación.
Tras
unos años en que nadie se acordaba de él (como nadie se acordaba de la
Transición), a mediados de los noventa, con la vuelta de la derecha al poder,
comienza la operación de canonización, por partida doble: de la Transición, y
de Adolfo Suárez, profundizando en esa identificación entre ambos. Victoria
Prego fija en imágenes el relato oficial, llegan los homenajes y aniversarios,
y el primer gobierno de Aznar se aplica a fondo en esa versión idealizada y
orgullosa de la Transición, que incluye la rehabilitación de Suárez, para el
que se suceden los homenajes, incluido el Premio Príncipe de Asturias de la
Concordia.
En
esos años, finales de los noventa, la derecha necesita construirse su propio
pasado democrático, a la vez que poner dique al creciente movimiento ciudadano
de recuperación de la memoria histórica. Y para eso echa mano de la Transición,
convertida en un relato de consumo fácil, una novela perfecta que tiene todos los
ingredientes para triunfar: una cronología irresistible, numerosas peripecias,
momentos de intriga, héroes, villanos, y por supuesto final feliz.
Para
facilitar su aceptación, la Transición necesita encarnarse en un personaje, y
ese es Adolfo Suárez, que se convierte en nuestro santo civil, el hombre
providencial, el padre de la democracia, el valiente que no se arrojó al suelo
en el 23-F. San Adolfo Suárez, la Santa Transición.
La
versión oficial de la Transición triunfó durante años, y para eso necesitó la
desmemoria de quienes vivieron aquel tiempo. Olvidar a los muertos de la
Transición, a los torturados y a los torturadores que siguieron en los cuerpos
policiales y que hoy se siguen paseando impunes. Olvidar el pasado franquista
de buena parte de la clase política, judicial, empresarial y periodística,
incluido el pasado franquista de Suárez. Son los años de la burbuja económica,
del espejismo de progreso, y mientras la memoria de la Transición se disuelve y
se sustituye por su fetiche, el cerebro de Suárez sufre un deterioro similar,
comienza a perder los recuerdos, a desdibujar un pasado que él mismo ya solo
podría llenar con ese relato.
Adolfo
Suárez ha pasado los últimos diez años retirado de la vida pública, más o menos
los mismos años que la Transición lleva perdiendo brillo, cada vez más
criticada, hasta que el estallido de la crisis nos hizo mirar atrás y empezar a
cuestionar también el origen de esta democracia fallida. Durante estos años ya
no veíamos a Suárez, que envejecía y se descomponía en la intimidad, a la misma
velocidad que el marchito relato de la Transición se iba pudriendo.
Esas
vidas paralelas de Suárez y la Transición, esa identidad total entre uno y
otra, hace que con la muerte del expresidente podamos decir que ha muerto también
la Transición. Y para cerrar el círculo, lo hace también en una cama de
hospital, como murió el franquismo.
Los
homenajes fúnebres a Suárez serán también un homenaje a la Transición. Las
lágrimas por él lo serán también por aquel proceso político. Y la exaltación
institucional de su figura será también un último intento de dar brillo a su
tiempo, de emocionarnos una vez más, para que seamos piadosos y agradecidos con
Suárez y con su época. Una emoción que, de paso, nos haga desear otra
Transición, esa que algunos vienen preparando.
También
el juicio histórico de Suárez queda íntimamente ligado al juicio sobre la
Transición. Si dentro de unos años las nuevas generaciones entierran del todo
el relato oficial y construyen una versión diferente, lo mismo ocurrirá con el
ex presidente. Si la Transición deja de ser un idealizado proceso de
recuperación de la libertad y construcción de la democracia y el desarrollo,
para ser vista como un corsé que intentó contener las mayores aspiraciones de
libertad, democracia y desarrollo de los ciudadanos; si deja de ser valorada
como una ruptura con el franquismo para ser leída como la garantía de su
impunidad y en algunos aspectos continuidad; entonces también Suárez quizás
deje de ser visto como el campeón de la democracia para ser juzgado con más
severidad.