jueves, 27 de marzo de 2014

MUERE EL MITO DE LA TRANSICIÓN

La identificación entre el proceso político de la Transición y su principal conductor ha sido total en el relato oficial, hasta fundirse ambos en una sola criatura

Adolfo Suárez era la Transición, y la Transición era Adolfo Suárez. La identificación entre el proceso político y su principal conductor ha sido total en el relato oficial, hasta fundirse ambos en una sola criatura.

A la manera de Dorian Gray, Suárez era el retrato de la Transición, y lo que le ocurría a esta tenía consecuencias sobre él. Durante cuarenta años hemos podido seguir la evolución de la Transición mirando a Suárez, su envejecimiento, su salud, su deterioro. Su amnesia.

Así, en los primeros años tras la muerte de Franco, Suárez aparecía radiante como la joven Transición, nervioso como ella, enérgico, ilusionante, y a la vez sufría en su carne los sobresaltos del proceso, inseparable de su suerte. De ahí que las intrigas de unos y otros le golpeasen directamente, las corrientes subterráneas que dirigían el rumbo de la nueva democracia le arrastraban a él también, y los límites alambrados de los que no debía salirse el proceso se acabaron convirtiendo en su encierro.

La temprana decadencia política de Suárez coincidió con el temprano declive del “espíritu de la Transición”: los años del llamado “desencanto”, los ochenta, cuando bajo los primeros gobiernos socialistas llegó la resaca y muchos comprobaron que la democracia resultante tenía demasiados agujeros, que la ruptura con la dictadura había mantenido zonas de continuidad y espacios de impunidad, que la parte social de la Constitución era papel mojado desde su propia escritura, y que la memoria de las víctimas y los resistentes quedaba atrás. En esos años de desencanto, mientras la Transición perdía brillo y no tenía quien la defendiese, Suárez arrastraba los pies por los pasillos del Congreso, abandonado por los suyos, capitán de una barquita como el CDS, él que había pilotado el gran buque durante unos pocos años. Se convirtió en el primer juguete roto de su generación.

Tras unos años en que nadie se acordaba de él (como nadie se acordaba de la Transición), a mediados de los noventa, con la vuelta de la derecha al poder, comienza la operación de canonización, por partida doble: de la Transición, y de Adolfo Suárez, profundizando en esa identificación entre ambos. Victoria Prego fija en imágenes el relato oficial, llegan los homenajes y aniversarios, y el primer gobierno de Aznar se aplica a fondo en esa versión idealizada y orgullosa de la Transición, que incluye la rehabilitación de Suárez, para el que se suceden los homenajes, incluido el Premio Príncipe de Asturias de la Concordia.

           En esos años, finales de los noventa, la derecha necesita construirse su propio pasado democrático, a la vez que poner dique al creciente movimiento ciudadano de recuperación de la memoria histórica. Y para eso echa mano de la Transición, convertida en un relato de consumo fácil, una novela perfecta que tiene todos los ingredientes para triunfar: una cronología irresistible, numerosas peripecias, momentos de intriga, héroes, villanos, y por supuesto final feliz.

Para facilitar su aceptación, la Transición necesita encarnarse en un personaje, y ese es Adolfo Suárez, que se convierte en nuestro santo civil, el hombre providencial, el padre de la democracia, el valiente que no se arrojó al suelo en el 23-F. San Adolfo Suárez, la Santa Transición.

La versión oficial de la Transición triunfó durante años, y para eso necesitó la desmemoria de quienes vivieron aquel tiempo. Olvidar a los muertos de la Transición, a los torturados y a los torturadores que siguieron en los cuerpos policiales y que hoy se siguen paseando impunes. Olvidar el pasado franquista de buena parte de la clase política, judicial, empresarial y periodística, incluido el pasado franquista de Suárez. Son los años de la burbuja económica, del espejismo de progreso, y mientras la memoria de la Transición se disuelve y se sustituye por su fetiche, el cerebro de Suárez sufre un deterioro similar, comienza a perder los recuerdos, a desdibujar un pasado que él mismo ya solo podría llenar con ese relato.

Adolfo Suárez ha pasado los últimos diez años retirado de la vida pública, más o menos los mismos años que la Transición lleva perdiendo brillo, cada vez más criticada, hasta que el estallido de la crisis nos hizo mirar atrás y empezar a cuestionar también el origen de esta democracia fallida. Durante estos años ya no veíamos a Suárez, que envejecía y se descomponía en la intimidad, a la misma velocidad que el marchito relato de la Transición se iba pudriendo.
Esas vidas paralelas de Suárez y la Transición, esa identidad total entre uno y otra, hace que con la muerte del expresidente podamos decir que ha muerto también la Transición. Y para cerrar el círculo, lo hace también en una cama de hospital, como murió el franquismo.

Los homenajes fúnebres a Suárez serán también un homenaje a la Transición. Las lágrimas por él lo serán también por aquel proceso político. Y la exaltación institucional de su figura será también un último intento de dar brillo a su tiempo, de emocionarnos una vez más, para que seamos piadosos y agradecidos con Suárez y con su época. Una emoción que, de paso, nos haga desear otra Transición, esa que algunos vienen preparando.

También el juicio histórico de Suárez queda íntimamente ligado al juicio sobre la Transición. Si dentro de unos años las nuevas generaciones entierran del todo el relato oficial y construyen una versión diferente, lo mismo ocurrirá con el ex presidente. Si la Transición deja de ser un idealizado proceso de recuperación de la libertad y construcción de la democracia y el desarrollo, para ser vista como un corsé que intentó contener las mayores aspiraciones de libertad, democracia y desarrollo de los ciudadanos; si deja de ser valorada como una ruptura con el franquismo para ser leída como la garantía de su impunidad y en algunos aspectos continuidad; entonces también Suárez quizás deje de ser visto como el campeón de la democracia para ser juzgado con más severidad.

 

jueves, 13 de marzo de 2014

EL SOCIALISMO CATALÁN EN LA ENCRUCIJADA SOBERANISTA


El Partit dels Socialistes de Catalunya (PSC) es un caso notable digno de análisis para los politólogos. Su origen es fruto del llamado Congreso de Unificación (1978), donde confluyeron la Federación Catalana del PSOE, el PSC (Congrés) y el PSC (Reagrupament), las dos facciones escindidas del histórico Moviment Socialista de Catalunya (MSC) dirigidas por Joan Reventós y Josep Pallach.

La base social de la Federación Catalana del PSOE estaba formada por trabajadores de los barrios de la inmigración española; en los dos PSC militaban miembros de las clases medias catalanistas progresistas e ilustradas. Ello dio lugar a una precaria soldadura y a una curiosa división del trabajo: la FC del PSOE aportaba la base militante y los votos, al tiempo que los cuadros procedentes de los dos PSC copaban la dirección del partido. Al menos hasta el Congreso de Sitges (1994) cuando, liderados por Josep Mª Sala, los cuadros del área metropolitana, como José Montilla o Celestino Corbacho exigieron su cuota de representación en la dirección.

Ahora bien, mientras los dirigentes del sector catalanista marcaban las líneas maestras de la orientación ideológica y política del partido, los dirigentes procedentes de la inmigración se ocupaban de la gestión del aparato, incapaces de generar una alternativa a la hegemonía del sector catalanista.

Esta composición dual produjo, en los años del pujolismo (1980-2003), una curiosa contradicción, inédita en el resto de fuerzas catalanas: mientras el PSC-PSOE se imponía con claridad en todas las elecciones generales españolas, con una contribución fundamental en las victorias del PSOE, era sistemáticamente derrotado por CiU en las elecciones autonómicas catalanas. Este extraño comportamiento se explica por la abstención de más de una tercera parte de su electorado en los barrios de la inmigración que no sintonizaba con el discurso catalanista del PSC.

Esta abstención dual y selectiva explica la situación de doble poder durante la era Pujol, cuando los grandes municipios del país, empezando por la ciudad de Barcelona, estaban gobernados por los socialistas mientras la Generalitat lo estaba por CiU.

          Estos extraños y delicados equilibrios empezaron a cuestionarse tras la retirada de Pujol y la investidura en 2003 como president de la Generalitat de Pasqual Maragall, ex alcalde olímpico de Barcelona y nieto del gran poeta. Maragall, con poco más un millón de votos, obtuvo el mejor registro histórico del PSC y superó ligeramente en votos a CiU aunque, por paradojas de nuestra infame ley electoral, logró cuatro escaños más. Maragall se benefició del profundo desgaste de la federación nacionalista por sus pactos con el PP de José María Aznar y de los numerosos escándalos de corrupción que, desde que alcanza la memoria, han rodeado a CiU.
De este modo, PSC, ERC y ICV-EUiA suscribieron el Pacte del Tinell, un acuerdo de gobierno con el compromiso de no pactar con el PP en ninguno de los escenarios de la vida pública catalana, que fue la contrafigura del Pacte del Majestic entre las cúpulas de PP y CiU que permitió la investidura de Aznar (1996).

Entonces muchos analistas pronosticaron la inauguración de una nueva etapa de la política catalana bajo la hegemonía del PSC y la figura carismática de Maragall. Quizás esto hubiera sido así si el ex alcalde de Barcelona no hubiese cometido el error estratégico de centrar su acción de gobierno en la reforma del Estatut, una reivindicación que, a nivel popular, nadie reclamaba.

Tras 23 años de pujolismo, dominados por el debate nacionalista, el PSC debió priorizar la resolución de los graves déficits sociales de la sociedad catalana, como se apuntó en la Llei de Barris. En cualquier caso, la reforma fue avalada por el candidato a la presidencia del gobierno José Luis Rodríguez Zapataro en el famoso mitin en Barcelona donde prometió imprudentemente que apoyaría el Estatut que elaborase el Parlament de Catalunya.

Maragall y sus aliados de ERC e ICV pretendieron superar a CiU en su propio terreno. Ello permitió a CiU recuperar la iniciativa política. En efecto, para aprobar la reforma del Estatut se precisaba una mayoría de dos tercios del Parlament, imposible de conseguir sin el apoyo de la federación nacionalista, que impuso un anteproyecto de máximos claramente anticonstitucional.



Ello situó la reforma estatutaria en un callejón sin salida que fue resuelto en la célebre reunión entre Zapatero y Mas en La Moncloa (2006), donde se pactó el contenido del Estatut y que abrió la tumba política de Maragall, sustituido por Montilla, el primer presidente charnego de la Generalitat.

El Estatut, debidamente “cepillado” por Alfonso Guerra, fue aprobado por las Cortes españolas y sometido a referéndum al pueblo catalán donde la abstención (50,5%) superó al número de votantes y se registró una anormalmente elevada cifra de votos en blanco (5,3%), lo cual mostró el escaso interés ciudadano que suscitaba la reforma.

El Estatut fue recurrido por el PP ante el Tribunal Constitucional (TC) que tardó cuatro largos años en emitir la sentencia que laminaba algunos de sus aspectos fundamentales. La clave de la sentencia, que muy pocos han leído, estriba en la consideración de que los artículos más polémicos chocaban con la Constitución y algunas leyes orgánicas. Tanto es así que el alto tribunal recomendaba las vías jurídicas a recorrer para que los artículos derogados pudiesen ser aceptados.

Más allá de los argumentos jurídicos, dicha sentencia planteó un choque entre la legitimidad de la más alta instancia jurídica del Estado y la legitimidad política expresada por el Parlament de Catalunya, las Cortes españolas y el pueblo catalán que lo habían refrendado.

Justamente esta sentencia, cuatro meses antes de las autonómicas de noviembre del 2010, marcaron el inicio del giro soberanista de CiU y el hundimiento del PSC que, con 575.233 votos, cedía casi la mitad de su electorado respecto a Maragall.

Nunca podremos saber qué habría sucedido con esta sentencia si no hubiese coincidido con la brutal crisis financiera.

Quizás el rechazo no hubiera ido más allá de los sectores más nacionalmente concienciados de la sociedad catalana. En cualquier caso sirvió de catalizador al profundo malestar de las clases medias frente a la caída de su nivel de vida.

Uno de los efectos políticos más visibles del giro soberanista de CiU es haber provocado la división interna en los partidos de la izquierda parlamentaria PSC e ICV-EUiA, precisamente cuando los efectos sociales de la recesión y la gestión neoliberal de la crisis por CiU les ofrecían una oportunidad inmejorable no sólo para practicar una oposición frontal a dichas políticas, sino para plantear un modelo alternativo de país.

Tanto es así que, antes del giro soberanista, el debate público estaba dominado por las crecientes movilizaciones contra la política de ajustes y recortes del ejecutivo de Mas que, en su primer mandato, fue pionero en las políticas de ajustes y recortes. Así el president de la Ge neralitat hubo de utilizar el helicóptero para entrar en el Parlament asediado por los jóvenes del 15-M y afrontar dos huelgas generales.

Ahora la intensa movilización de las clases medias en torno al objetivo de la independencia, como demuestra el éxito de la Via Catalana, domina absolutamente el debate político. El pasaje del autonomismo al soberanismo señala la unificación ideológica de estos sectores sociales y amplía la hegemonía ideológica del nacionalismo hacia sectores hasta ahora despolitizados de las clases medias.

La primera víctima de esta transición del autonomismo al independentismo ha sido el PSC. En la etapa autonomista pudo contentar a sus dos almas –catalanista y españolista– poniendo el acento en uno u otro vector según las circunstancias.

Su hegemonía en los grandes municipios catalanes y la Diputació de Barcelona, así como su participación en los gobiernos socialistas de Felipe González y Zapatero facilitaron extraordinariamente esta labor. Los dos tripartitos (2003-2010), que coincidieron con el septenio de Zapatero (2004-2011), marcaron la edad de oro del PSC, que no sólo ganaba las generales en Catalunya, sino que presidía la Generalitat, Ajuntament y Diputació de Barcelona y contaba con su cuota de ministros en Madrid (Chacón, Corbacho, Montilla o Clos).


Ahora todo se ha venido abajo. Por primera vez, desde la reinstauración de la democracia, CiU ha superado al PSC en las generales, lo cual compromete la vuelta al poder del PSOE, y le arrebata la alcaldía y la Diputació de Barcelona. Además, la nueva hegemonía ideológica del independentismo ha tensionado al máximo las dos almas del partido al punto de hacer prácticamente imposible su convivencia. El federalismo abstracto y monárquico de Pere Navarro no basta para satisfacer las aspiraciones del sector catalanista del partido.

Navarro inició su compleja singladura en el partido prometiendo una benévola neutralidad respecto a la cuestión del referéndum de autodeterminación que se concretaría en la defensa de una consulta legal y pactada con el gobierno de Madrid y con la abstención en todas las votaciones parlamentarias donde se plantease el tema.

Sin embargo, esta ambigua neutralidad, en un momento de máxima polarización de las pasiones nacionalistas, impide mantener esta posición que debilita al PSOE en el resto de España y alimenta en Catalunya el crecimiento de Ciutadans (C’s), que amenaza con arrebatarle grandes segmentos de su base electoral.



Todas estas contradicciones se han evidenciado con la ruptura de la disciplina de voto de los tres diputados del sector catalanista, Marina Geli, Joan Ignasi Elena y Núria Ventura, en la sesión trascendental del pasado 16 de enero que reclamaba al Congreso de los Diputados la transferencia de la competencia para convocar referéndums. Una votación seguida por el manifiesto a favor del referéndum suscrito por los dirigentes de este sector donde planea la amenaza de la escisión emprendiendo el camino señalado por Ernest Maragall.

La dirección socialista de Navarro/Balmón no parece poseer la determinación de romper con el sector catalanista, a pesar de las numerosas provocaciones recibidas, que les harían sobradamente acreedores de la expulsión al actuar objetivamente como el caballo de Troya soberanista en el interior del PSC. La misma falta de decisión observada para apartar de sus cargos públicos al diputado Daniel Fernández, ex secretario de organización del partido y a la portavoz adjunta del grupo parlamentario Montserrat Capdevila, ambos implicados en casos de corrupción.

El PSC se halla prisionero de una contradicción fatal: si expulsa a los disidentes catalanistas y se orienta en una línea de nítida oposición a la deriva soberanista será objeto de  duros ataques políticos y mediáticos que le acusarán de alinearse con los “españolistas” de PP y C’s, lo cual puede conducirle a perder sus apoyos electorales en la Catalunya no metropolitana. Pero, si no lo hace y no muestra una postura de firmeza con los disidentes y con el proceso soberanista, se incrementará el trasvase de votos hacia C’s en el área metropolitana donde, según las encuestas, le sobrepasa ya en intención de voto.

Podría argumentarse que, desde el punto de vista electoral, la mayor parte del voto catalanista del PSC ya ha emigrado hacia otras opciones partidarias y que ahora se trata de retener a su electorado metropolitano.

La creciente polarización de la sociedad catalana en torno a la cuestión de la independencia dificultará extraordinariamente la permanencia en el partido del sector filosoberanista.

Quizás esta sería la mejor opción, pues al concurrir ante la ciudadanía en dos opciones diferenciadas, nadie se llamaría a engaños y quedaría claro quien posee mayores apoyos electorales.


La hipotética ruptura sería la expresión de la profunda división de la sociedad catalana desencadenada por el giro soberanista que está haciendo imposible la convivencia en una misma organización política de los dos vectores sociológicos (clase trabajadora castellanopalante /clases medias catalanoparlantes) que articulan a la sociedad y a la izquierda catalana

jueves, 6 de marzo de 2014

EL CREPÚSCULO DE LA SOCIALDEMOCRACIA


Actualmente existen por todo el mundo numerosos partidos que se autodenominan socialistas, pero defienden políticas tremendamente alejadas de los postulados básicos del socialismo. Muchas veces se les llama partidos socialdemócratas. Ejemplos de partidos de ideología socialdemócrata que se hacen llamar socialistas son: el PSOE en España, el PS en Francia, o el Partido Socialista de Portugal.

No obstante, no todos los partidos social-demócratas se autodenominan socialistas, así en partidos como el Partido Socialdemócrata Alemán, la palabra socialdemócrata es el núcleo central del nombre del partido. Ahora bien ¿Qué es la socialdemocracia? ¿Cómo se originó? ¿Es lo mismo que el socialismo? ¿Es un movimiento de Izquierdas o de Derechas? A todo esto trataré de responder a lo largo de éste texto.

En el marco de la lucha entre el socialismo y el capitalismo, apareció una nueva facción dentro de la izquierda, una facción reformista que nace en el seno del, en aquel entonces, marxista Partido Socialdemócrata Alemán: La socialdemocracia, cuyo primer teórico es Eduard Bernstein.

Bernstein, en 1899, publica Las Premisas del Socialismo y las Tareas de la Socialdemocracia, libro en el que califica de erróneas las premisas de Marx y Engels y rechaza la revolución como medio para conseguir el socialismo, el cual debe alcanzarse mediante la reforma y el parlamentarismo. Es evidente que esta ideología daba la espalda a aspectos fundamentales del marxismo, pero no por ello era reaccionaria, seguía siendo un pensamiento de izquierdas que ocupaba ahora la posición de la izquierda reformista y moderada.

Las tesis de Eduard Bernstein fueron inicialmente rechazadas por el Partido Socialdemócrata Alemán pero, paulatinamente, sus defensores irían haciéndose con el control del partido. Esto provocó que el ala marxista, liderada por Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht, se escindiera del partido para formar la Liga Espartaquista, partido que protagonizaría una revolución en 1919, que fue duramente reprimida por el gobierno de, nada más y nada menos, que el Partido Socialdemócrata Alemán. Muchos miembros de la Liga Espartaquista, entre ellos Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht, fueron asesinados. El SPD frustró una revolución por el socialismo y contra el capitalismo. La socialdemocracia comenzaba a mostrar su cara reaccionaria.

Poco a poco, los socialdemócratas dejaron de hablar de burgueses y proletarios, de nacionalizaciones… comenzaron a defender el régimen capitalista, intentando darle un toque más humano: capitalismo, pero con sanidad pública; capitalismo, pero con negociación colectiva y derecho a huelga; capitalismo; pero con educación pública…De esta forma esperaban tener el apoyo de la clase trabajadora para la socialdemocracia y, por tanto, para el capitalismo, evitando así que el proletariado pudiera tener tentaciones revolucionarias. Así, la socialdemocracia pasa a defender el capitalismo y a rechazar el socialismo.

Pero aún había un último brillo izquierdista en la socialdemocracia europea de la segunda mitad del siglo XX. En Suecia, el primer ministro, Olof Palme, se opone ferozmente al neoliberalismo de Reagan y Thatcher, luchando por salvar los últimos restos izquierdistas de la socialdemocracia. Le costó la vida.

Olof Palme fue asesinado, nadie fue declarado culpable, y en 2011 su asesinato prescribiría y los culpables quedarían impunes, si bien es posible que alguno de los autores intelectuales de su asesinato esté ya criando malvas en alguno de esos verdes y planos cementerios de las películas americanas, enterrado entre barras y estrellas.

Con Olof Palme, murieron los últimos restos izquierdistas de la socialdemocracia. La socialdemocracia, otrora versión reformista del socialismo, se había convertido en defensora de los intereses del capitalismo: Luchaba contra las revoluciones socialistas, se oponía a la nacionalización de los sectores estratégicos de la producción, es más, su programa económico se basaba en la liberalización de la economía, el libre mercado, y la privatización de las empresas públicas. Dejó de defender a los trabajadores, y empezó a servir a la patronal.

Habitualmente se teñían de centro-izquierda incorporando a su programa medidas sociales que, dado su modelo económico, sabían que no iban a poder cumplir (Así que ibas a igualar la pensión mínima al salario mínimo… ¿Verdad, Felipe?; con que el pleno empleo… ¿No era eso lo que prometías, Zapatero?).

La socialdemocracia era ya completamente reaccionaria y de derechas. Las demostraciones más descaradas de este hecho fueron por un lado, la llamada Agenda 2010, del canciller Schröder, que suponía la implantación de medidas económicas profundamente capitalistas y la destrucción de los avances sociales conseguidos por los socialistas y los propios socialdemócratas, y por otro lado, la actuación de los partidos socialdemócratas europeos (incluyendo aquellos que tienen la enorme desfachatez de hacerse llamar socialistas) durante la actual crisis económica, donde rechazan definitivamente el capitalismo moderado de la escuela neokeynesiana , y buscan la solución en las posturas del capitalismo radical defendidos por la Escuela de Chicago de Milton Friedman (quién, por cierto, es el teórico del modelo económico defendido por gente de la talla del genocida y criminal de guerra George Walker Bush o de los ultraconservadores Reagan y Thatcher, además de haber sido el asesor económico del dictador y genocida Augusto Pinochet).

De esta forma, la socialdemocracia ha dejado de ser en la actualidad una herramienta útil para conseguir “la completa emancipación de la clase trabajadora; es decir, la abolición de todas las clases sociales y su conversión en una sola de trabajadores, dueños del fruto de su trabajo, libres, iguales, honrados e inteligentes.” (programa máximo del PSOE)

En definitiva, la ideología socialdemocrata ha dejado de ser una vía útil para poder alcanzar una sociedad igualitaria, libre y solidaria: una sociedad SOCIALISTA.