Está
claro que las relaciones de poder entre los sexos se han basado
tradicionalmente en el control de los cuerpos, la sexualidad y la capacidad de
reproducción de las mujeres, y el Estado, a través del Derecho, ha
institucionalizado con frecuencia este control. Regular los casos y
circunstancias en los que una mujer puede decidir tener o no tener hijos, esto
es, interrumpir voluntariamente su embarazo o acceder a técnicas de
reproducción asistida, ha sido siempre una forma de limitar la autonomía de las
mujeres, vulnerar sus derechos sexuales y reproductivos (aunque no solo estos),
y fomentar la subordinación y la opresión sexual en la que se apoya el sistema
patriarcal.
El
PP ha demostrado sobradamente en estos años su falta de sensibilidad en temas
de género y su confianza en el patriarcado como sistema de cohesión social. No
solo se opuso ferozmente a la Ley de Igualdad y a la de Violencia de Género,
sino que, ya en el poder, retiró todo apoyo a la aplicación de esta última y
modificó el Código Penal al objeto de dinamitarla sustituyendo, incluso, la
expresión “violencia de género” por “violencia doméstica”, como si fueran
sinónimas.
El
PP admite a duras penas que la mujer está discriminada y, de hecho, se ha
resistido desde tiempo inmemorial a la articulación de acciones afirmativas en
este campo, así que si hablamos, como es el caso, de violencia sistémica,
opresión y dominación sexual, lo normal es que no entienda una palabra. De
hecho, su última legislatura ha estado marcada por un casposo conservadurismo,
una especie de paternalismo benevolente o incluso una forma de moralismo legal,
que “animaba” a las mujeres a comportarse como es debido, y estigmatizaba y
perseguía a quienes no se atuvieran a la norma. Ni putas, ni abortistas, ni
bolleras. Mujeres castas que cumplan el rol social para el que han sido
llamadas: buenas esposas y santas madres.
Ya
en la Ley Mordaza el PP aumentó la presión sobre los consumidores de
prostitución, algo que, aisladamente, podrían suscribir ciertas formas de
feminismo y que, de hecho, no constituye, necesariamente, una violación de los
derechos de las mujeres. El problema es, sin embargo, que la Ley castiga
también a las prostitutas, a las que impone multas de hasta 600 euros, en casos
de infracción leve (artículo 37.5) o hasta 30.000, si no se obedece de forma
reiterada los mandatos de los funcionarios policiales y se siguen ofreciendo
servicios sexuales (artículo 36.6).
El
castigo a las prostitutas solo se explica desde un paradigma moral para cuya
salvaguarda se utiliza la fuerza jurídica y policial, lo que sucede únicamente
en el Estado islámico y en algunos otros, no, por cierto, democráticos. Todo
ello sin considerar ahora el modo en que tales disposiciones aumentan la deuda
de las mujeres con sus proxenetas y la necesidad, por tanto, de mantenerse en
el bucle de la prostitución y la trata.
Por
lo demás, el PP se ha empeñado con el mismo entusiasmo en obligar a las mujeres
a tener hijos que no querían, como en prohibirles que los tuvieran cuando
querían, siempre y cuando se trate de bolleras o de mujeres sin varón que las
tutele.
Primero,
intentaron limitar el aborto para situar la legislación en algún lugar anterior
a la década de los 80, que ya les debió parecer el despelote; después,
presentaron un recurso de inconstitucionalidad para mostrar que hay vida
incluso antes de la existencia del varón y la mujer. Es más, ya en el encuentro
entre ambos y en la intencionalidad, hay una vida en ciernes que merece
protección. Evidentemente, toda esta filosofía visionaria y enormemente
imaginativa, pasaba olímpicamente de los informes y la legislación
internacional que señalan desde hace décadas que la prohibición del aborto
viola un sinfín de derechos de las mujeres.
Y
lo peor es que la cosa no se ha quedado ahí. Además de perseguir a putas y a
abortistas, la cruzada del PP ha consistido en proteger a la sagrada familia
(joya de la corona del conservadurismo más senil) del vil asalto de bolleras y
solteronas. ¡No pongáis vuestras sucias manos sobre Mozart, por Dios!
Así
que Ana Mato redujo heroicamente el acceso a las técnicas de reproducción
asistida a los casos de “problemas médicos”, esto es, a los casos de
esterilidad, fijando como requisito para ser usuaria tener “un trastorno
documentado de la capacidad reproductiva” o “ausencia de embarazo tras un
mínimo de 12 meses de relaciones sexuales con coito vaginal sin empleo de
métodos anticonceptivos” (Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad,
noviembre de 2014).
Sí,
sí…sé que todos se preguntan cómo se acredita la esterilidad en este último
caso, pero el Gran Hermano lo sabe todo. Aunque la esterilidad no es un hecho
natural, dado que exige determinados comportamientos sexuales, y en España la
intimidad está protegida, el PP ha encontrado el modo de acreditar semejante
extremo. ¿Y cómo lo ha encontrado? Muy fácil: deduce tales comportamientos de
la simple existencia de una pareja heterosexual estable que se ha mantenido
durante más de un año.
Si
tienes pareja heterosexual estable es que tienes coitos vaginales orientados al
embarazo, y si no hay varón pues está claro que los coitos no son los que
debieran ser, de modo que no puedes demostrar tu esterilidad, y, en
consecuencia, amiga, estás fuera. ¿No lo ven? ¡Se trata de poner en práctica
una auténtica ingeniería jurídica de alta gama! Y aunque un fallo del Juzgado
de lo Social nº 18 de Madrid confirmó que esta disposición es discriminatoria
por razones de orientación sexual, dado que niega la reproducción asistida a
mujeres lesbianas y a mujeres sin pareja, esto es algo que Ana Mato ya sabía y
que al PP nunca le ha parecido mal.
El
control sobre la reproducción es una forma de opresión que impide a las mujeres
tomar sus propias decisiones o definir las condiciones en las que tales
decisiones se dan; es una forma de violencia institucional orientada al
mantenimiento de la familia biológica convencional y de la sexualidad
patriarcal.
Una
violencia que se refuerza con la utilización de excusas médico-sanitarias para
excluir a las mujeres solas, bajo el presupuesto de que los hijos en los
matrimonios heterosexuales son una necesidad y en los demás casos, no son más
que un capricho.
Los hijos son la alegría del hogar y una
pareja de lesbianas o una mujer sola ni pueden fundar un hogar, ni pueden
fundar nada. Las bolleras y las solteronas son anomalías sociales, seres
patológicos y desviados a los que no hay más remedio que tolerar pero a los que
no vamos a animar a reproducirse. De hecho, ya sabemos las razones por las que,
en su momento, el PP bombardeó cualquier conato de matrimonio homosexual.
En
fin, lamentablemente, en estos años hemos comprobado que los menonitas, Amish y
el Tea Party no son solo cosa de Estados Unidos, sino que se trata más bien de
un movimiento mundial homófobo y misógino que se presenta con diversas
etiquetas, y que en España ha tenido la suerte de gobernar con mayoría
absoluta.