lunes, 26 de junio de 2023

GANAR LAS ELECCIONES

             

            Parece que la izquierda sigue encasillada en estas falsas dicotomías que le impiden tener una visión de conjunto y construir un discurso crítico sobre la realidad. A las diatribas entre lo material y lo cultural, entre la clase y la identidad, se suma ahora otro binomio contradictorio. La alerta antifascista no movilizaría. Si acaso, solo interpela a un grupo reducido, que responde de manera alarmista. Por tanto, hay que poner en valor los planes de futuro propios, junto con las victorias acumuladas estos últimos años de gobierno: subida del salario mínimo, aumento de los contratos indefinidos, control de los beneficios de las eléctricas para frenar la inflación, o la reforma progresista del sistema de pensiones. Aunque quedan tareas pendientes relacionadas con el control del precio de los alimentos o la vivienda, y conquistas como la Ley Trans no son tan aireadas por su carácter divisorio, los actores con pretensión de revalidar el gobierno tienen material para la campaña.

Por difícil que sea sortear el presentismo en el que vivimos, o que lo internacional siempre quede demasiado lejos, merece la pena establecer un paralelismo entre el escenario español actual y el de las elecciones de 2012 en Francia, las que dieron la victoria al líder socialista François Hollande. Reflexionando sobre el auge de la extrema derecha francesa, el historiador judío Pierre Birnbaum recuerda la campaña de Hollande como una llamada al sosiego. Frente a la crisis económica, el desmantelamiento del Estado y el declive de los referentes ideológicos, Hollande ofreció eficacia, gestión y “normalidad”. Este retraimiento del debate político, dice Birnbaum, liberó un espacio en el que ciertos conflictos sociales se desarrollaron y la extrema derecha terminó por capitalizar.

       Por lo general, la estrategia de Hollande ha sido la de Pedro Sánchez con respecto a Vox. Salvo en aquellos momentos en los que ha recrudecido su discurso, llegando a tachar a los de Abascal de “sucesores de Blas Piñar”, Sánchez ha recurrido a ignorarlos, a burlarse de ellos, fundamentalmente de su conspiracionismo, o a dedicarles calificativos ambiguos como el de “glutamato de la derecha”. El marco no es del todo desacertado. Vox sí que es una versión radicalizada de la derecha española, del PP. En lugares como Madrid, donde Isabel Díaz Ayuso muestra la cara más desacomplejada del liberal-conservadurismo español, los resultados de Vox merman. Al leer las Cartas a un joven español de 2007 de un José María Aznar que hoy se deshace en halagos por Ayuso, uno se da cuenta de que el voxismo lleva presente en la derecha española desde antes que Vox.

Esta dificultad para detectar dónde acaba el PP y empieza Vox genera un efecto perverso. La cercanía de la extrema derecha a la derecha canónica en España dificulta la percepción de los primeros como el gran Otro de la política. De vuelta en el país vecino, en Francia, la República acaba donde empieza la extrema derecha. No es casualidad que el cordón sanitario que se forma cada vez que hay que votar contra el Reagrupamiento Nacional se denomine “frente republicano”. Por más que se encuentre cada vez más debilitado, este voto ha funcionado relativamente bien en las últimas décadas, siendo uno de los ejemplos más válidos de voto anti-adhesión.

    Dado este acercamiento PP-Vox y la cierta familiaridad con la que se percibe a los segundos, algunos afirman que la extrema derecha española habría dejado de dar miedo. La desdiabolización que al RN francés le ha costado casi 50 años de existencia, Vox la habría conseguido en menos de una década. Puesto que la normalización de la extrema derecha no depende de ella misma, sino que bebe de la legitimación del mainstream político, mediático y académico, ya sea presentando su cara más amable o no combatiéndola como es debido, los discursos que afirman que no hay que confrontar con Vox porque ya no asusta contribuyen a esta lógica.

Uno puede darse el lujo necio de sacar pecho cuando afirma no tener miedo a Vox. Por lo demás, que la extrema derecha no asuste responde a una peligrosa lógica doble. Primeramente, significa que se tiene poco que perder si Vox llega a formar parte del gobierno. Castilla y León, comunidad en la que gobiernan, funciona de escaparate. Aquí despliegan recortes en la financiación a sindicatos, ataques a los derechos reproductivos de las mujeres, negacionismo climático o degradación de la vida democrática. ¿Nada de esto interpela a los que no temen a Vox? Son los mismos que confían en un PP cada vez más radicalizado que actúe como muro de contención. Afirman que el “que viene el lobo” ya no da resultado, asociando el lobo a la extrema derecha. Como si este PP trumpizado no fuera bastante peligroso por sí mismo.

        En segundo lugar, si Vox no asusta es por la importante reticencia que hay a asociarlo con el periodo más oscuro de la historia reciente de España, así como a la larga tradición del pensamiento ultranacionalista español. Está por determinar si esto se debe a un reflejo de disonancia cognitiva. A un esfuerzo por cerrar los ojos ante las nuevas formas que adopta un españolismo centralista y reaccionario que se pensaba enterrado. Pero las ínfulas neoimperalistas de la “Iberosfera”, al anti-autonomismo, la mitología nacionalista o el anti-progresismo, forman parte de un ideario histórico que conecta a Vox con la generación del 98 de Maeztu y Azorín, la Falange y el Franquismo. Ciertamente, la extrema derecha española está atravesada por coyunturas diferentes, propias de la actualidad. Pero cortar los hilos que la unen a un pasado no tan remoto es problemático, tanto para el análisis como a la hora de combatirla.

El discurso guerracivilista de los de Abascal hace regularmente referencia al 36. Baste recordar el “ya hemos pasado” tras las elecciones municipales de 2019, las veces que ha llamado al gobierno de coalición “Nuevo Frente Popular” o sus posicionamientos más que ambiguos sobre la dictadura franquista. La situación actual es bien diferente y, sin embargo, en Vox tienen muy presente la historia. Recordar que entonces las fuerzas progresistas españolas, en un momento de importante división, se unieron para defender un ideal de sociedad y, sobre todo, en torno a la lucha antifascista, parece más que adecuado para el momento en el que vivimos.

           Después del batacazo de las últimas municipales y autonómicas que ha puesto fin a tantos gobiernos progresistas por toda España, se ha evocado en repetidas ocasiones que el voto de derecha estaba motivado por “cuestiones ideológicas” y que la eficacia de la gestión del gobierno de Pedro Sánchez no ha seducido. La defensa de un proyecto de sociedad progresista debería incorporar la lucha contra la extrema derecha y la derecha radicalizada. Esto no solo se consigue defendiendo las virtudes de un modelo de gestión en particular y es una trampa pensar que allí donde todo funciona correctamente no hay espacio para que la extrema derecha se desarrolle. Este combate se da en el espacio político del que el progresismo se ha retraído y que debe volver a ocupar

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