Parecía
inconcebible que se atrevieran a seguir adelante con él. Por su irracionalidad,
por su carácter abiertamente antigarantista, por el alud de críticas que había
recibido de organizaciones de derechos humanos de todo tipo. Sin embargo, el
Partido Popular ha decidido apretar el acelerador e imponer en el Congreso de
los Diputados su proyecto de Ley de Seguridad Ciudadana. Lo ha hecho para
lanzar a la oposición política y social un rugido de dureza. Para emular a Fraga y anunciar que
la calle es suya y que no permitirá que nadie se la dispute.
Hace
unos años, el gesto podría haber resultado eficaz. Ahora no. Con la corrupción
carcomiendo sus estructuras, con el aumento de la precarización social, con el
desafío que suponen el proceso soberanista catalán y el imparable auge de
Podemos, la decisión del Gobierno aparece como un signo de debilidad que, tarde
o temprano, puede acabar volviéndose en su contra.
Ciertamente,
este empeño represivo no es nuevo. En los últimos años, cada medida
privatizadora, cada despojo de los bienes públicos, comunes, ha venido
acompañado de alguna iniciativa dirigida a criminalizar la protesta. Esta
estrategia tiene su lógica: avasallar los derechos sociales y laborales básicos
exige mantener a raya las libertades civiles, políticas y sindicales que
permiten reclamarlos. La propuesta de endurecimiento del Código Penal impulsada
por Ruiz Gallardón fue una primera señal en esta dirección. Y la Ley de
Seguridad Ciudadana se convirtió muy pronto en su complemento más idóneo.
Ya
en su momento, de hecho, el Partido Popular intentó llevar a los juzgados
diferentes formas de protestas que se estaban gestando a rebufo de la crisis.
Desde las manifestaciones frente al Congreso hasta los “escraches” organizados
por la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH). La mayoría de estos
intentos fracasaron. Muchos jueces entendieron que podía discutirse si estos
hechos estaban amparados o no por la libertad de expresión e ideológica. Pero
dejaron claro que era un despropósito tratarlos como delitos penales. Fue en
este contexto que se gestó la idea de reformar la Ley de Seguridad Ciudadana.
Si el ámbito penal resultaba demasiado garantista, si los jueces eran demasiado
quisquillosos, lo que se imponía era evitarlos. Y para ello, nada mejor que
potenciar la vía administrativa.
El
Gobierno, en realidad, ya lo venía haciendo. Desde la aparición del 15-M,
infracciones leves, como negarse a facilitar el DNI, desobedecer ciertos
mandatos de la autoridad u originar desórdenes en los espacios públicos
acarrearon multas administrativas de hasta 300 euros. Estas sanciones afectaron
a todo tipo de colectivos: desde el Sindicato Andaluz de Trabajadores hasta la
PAH, desde los Afectados por las Preferentes hasta empleados públicos,
ocupantes de centros sanitarios, activistas ecologistas y vecinales y
trabajadores en general.
A
diferencia de lo que ocurre con las sanciones penales, las multas
administrativas pueden ser interpuestas directamente por las Delegaciones de
Gobierno, sin control judicial previo. Son menos aparatosas que la represión
física directa y suponen una lenta pero eficaz asfixia económica. Además,
recurrir judicialmente estas multas puede llegar a costar unos 2.750 euros,
algo que queda fuera del alcance de
cualquier manifestante medio.
Con
esta idea en mente, el ministro Fernández Díaz anunció en noviembre de 2013 la
intención de reforma la Ley de Seguridad Ciudadana de 1992. En términos
garantistas y democráticos, el anteproyecto presentado era un conjunto de
despropósitos. Convertía en sancionables hechos indeterminados, descritos con
una preocupante vaguedad. Preveía multas desorbitadas, de hasta 600.000 euros,
para los supuestos de protesta más disímiles. Y otorgaba, además, amplios
poderes de intervención a la policía.
Lo
que era considerado una falta y tenía que resolverse judicialmente con las
garantías de un proceso penal, pasaba a convertirse en un ilícito administrativo,
caracterizado por una regulación mucho menos garantista que incluía la
presunción de veracidad del testimonio de los funcionarios policiales.
La
versión original de la reforma recibió críticas demoledoras desde los ámbitos
más diversos. Caracterizada como “Ley mordaza” o “Ley de la patada en la boca”,
generó la oposición abierta de asociaciones de jueces y movimientos sociales de
todo tipo. Diarios como The Guardian o Die Tageszeitung la calificaron como una
“amenaza a la democracia” y como un “camino a la dictadura”. Incluso desde los
propios sindicatos policiales se la acusó de querer “criminalizar cualquier
acto de protesta […] para proteger a la casta política”.
Desde aquel anuncio
de noviembre de 2013 hasta hoy ha pasado algo más de un año. En ese tiempo, las
políticas de despojo del Gobierno han seguido su marcha implacable. Lo que
ocurre es que también la crisis de Régimen se ha acelerado de manera notable,
tanto por razones económicas como políticas.
Acosado
por este escenario, el Gobierno ha entrado en una fase de desconcierto en la
que parece dispuesto a morir matando antes que a rectificar. Sólo así se
explica la insistencia en un proyecto de ley que solo se ha podido justificar
falseando sin pudor los datos sobre disturbios violentos producidos en los
últimos tres años. Ninguno de los datos utilizados por los
miembros del Partido Popular para defender la nueva normativa coincide con los
proporcionados por el propio Ministerio del Interior, que reconoce que las
protestas violentas han sido un 0,08% de las más de 90.000 que se han
convocado.
Esta
disposición al falseamiento de los datos viene complementada por el empeño en
mantener sin rubor la filosofía de fondo del anteproyecto inicial. Ciertamente,
las presiones internacionales y las de órganos como el Consejo General del
Poder Judicial o el Consejo General de la Abogacía han obligado al Gobierno a
modificar o a eliminar 33 infracciones contenidas en el proyecto original. Pero
ninguna de estas enmiendas ha permitido atemperar el espíritu represivo que
contenía la versión primigenia. Es más, en una práctica irregular que ha
acabado por normalizarse, el Gobierno aprovechó la tramitación de la Ley de
Seguridad Ciudadana para asestar un golpe artero al derecho de asilo: modificó
la Ley de Extranjería y otorgó cobertura legal a las “devoluciones en caliente”
de las personas migrantes que pasen a territorio español.
En
la propuesta gubernamental, el espacio público deja de ser un espacio de
participación política, para convertirse en un ámbito regimentado y expurgado
de toda connotación conflictiva. Se siguen contemplando, de manera vaga y
claramente reñida con el principio de legalidad, numerosos ilícitos que suponen
una restricción absolutamente desproporcionada de la libertad de expresión y
del derecho de reunión y de manifestación.
Así,
es jurídicamente inaceptable que se sancione “la ocupación de cualquier
inmueble, vivienda, o de la vía pública […] o la permanencia en ellos contra la
voluntad de su propietario, arrendatario o titular de otro derecho sobre el
mismo” (artículo 37.7 del Proyecto), con independencia, por ejemplo, de que se
produzca de manera pacífica o con violencia e intimidación. También resulta
desproporcionado que se mantengan las sanciones por la celebración de
“manifestaciones frente a las sedes del Congreso de los Diputados, el Senado, y
las asambleas legislativas de las comunidades autónomas aunque no estuvieran
reunidas” (artículo 36.2), un precepto que simplemente tiende a evitar que la
ciudadanía pueda reunirse simbólicamente ante estas instituciones para trasladar un mensaje que no puede expresarse
simplemente a través del voto.
Diferentes
preceptos del Proyecto, de hecho, insisten en someter el derecho de reunión a
una suerte de autorización previa (así, los artículos 35.1 y 37.1). Esta
exigencia incumple el artículo 21 de la Constitución española y los principales
estándares internacionales en la materia e ignora un principio elemental: que
los poderes públicos deben interpretar de manera expansiva, y no restrictiva,
el alcance del derecho de manifestación, incluso cuando se trate de
concentraciones espontáneas, sobre todo
si estas son pacíficas y no han sido
comunicadas previamente por falta de tiempo o por ausencia de un
organizador concreto.
Si
la nueva ley se aprobara, en definitiva, impedir un desahucio, no identificarse
ante un agente de policía, o difundir imágenes de antidisturbios, incluso
golpeando a manifestantes, podría suponer multas de 600 a 30.000 euros. La
policía, igualmente, dispondría de un margen de actuación mucho más laxo para
realizar registros e identificaciones, valiéndose para ello de criterios
discriminatorios, prohibidos por el derecho internacional, como el perfil
étnico de las personas. En la línea apuntada anteriormente, la versión de los
hechos consignada por la policía en las actas respectivas, gozaría de
presunción de veracidad, salvo prueba en contrario, (artículo 19.2). Esta
disposición se convertiría en una espada de Damocles sobre la presunción de
inocencia, agravada por la ausencia de cualquier mecanismo independiente de
supervisión de estas actuaciones.
Como
se planteó ya cuando el primer anteproyecto de la ley vio la luz, un
dispositivo normativo de este tipo supone una regresión a la Ley de vagos y
maleantes aprobada en los años treinta del siglo pasado y ampliadas durante el
franquismo. Nada indica que en su paso por el Senado la Ley mordaza vaya a ser
depurada de sus aristas represivas. Con todo, tampoco parece que pueda ser
aceptada y aplicada con facilidad, mucho menos en un momento en el que la
situación de emergencia social es más acuciante que nunca.
Por
lo pronto, el conjunto del arco parlamentario, con la significativa excepción
de CiU, se ha comprometido a derogar la norma en caso de contar con la mayoría
para hacerlo. Esta protesta ha llegado a la Unión Europea, donde los diputados
de Podemos y de Izquierda Unida exigieron al Consejo Europeo que se pronunciara
sobre una iniciativa que, entre otros extremos, vulnera también los artículos
11 y 12 de la propia Carta de derechos fundamentales de la Unión Europea.
Que
Fernández Díaz, como Fraga, querría que la calle fuera suya, parece evidente.
No obstante, el Ministro haría bien en recordar la advertencia lanzada por
Montesquieu hace algunos siglos: cuando se busca con tanto afán hacerse temer,
es muy probable que se acabe consiguiendo antes hacerse odiar.