Dice
nuestro ínclito Ministro de Cultura Sr. Wert que “los universitarios no deben
estudiar lo que quieren, sino lo que les emplee”. Es decir, deben formarse para
ser el apéndice humano de una máquina productiva, y olvidar la cultura en
general, no vaya a ser que aprendan a pensar por sí mismos, que lleguen a tener
ideas propias y les estropeen el discurso neoliberal productivista y
competitivo.
El
Sr. Ministro de Cultura no quiere personas cultas, humanamente formadas,
intelectualmente capacitadas, creativas e imaginativas. Lo que el Sr. Ministro
quiere son técnicos altamente cualificados capaces de realizar cualquier
trabajo comprendido en el ámbito de su especialidad, y que ignoren todo lo
demás.
Sin
embargo, esta opinión del Sr. Ministro no es ni mucho menos nueva. En realidad,
hace ya tiempo que está idea impera en la universidad española, de tal modo que
ha conseguido que los estudiantes universitarios españoles – mayoritariamente -
sean analfabetos funcionales. Son muy inteligentes en sus prácticas habituales,
pero carecen de todo aquello que pudiéramos englobar en una abstracta “cultura
general”.
Lo
cierto es que el factor común en los alumnos medios de cualquier universidad es
su ignorancia relativa. ¿Por qué relativa? Pues porque el sistema en sí
funciona correctamente. Más bien que mal, los recién licenciados sabrán ejercer
cualquier profesión englobada en su campo. Serán, en este sentido, seres
inteligentes especializados en funciones concretas, pero desconocedores
absolutos de todo lo demás.
Cuando
se busca convertir al ser humano en un simple instrumento de producción, en un
medio con el cual llegar a un fin abstracto, no es necesario enseñar otras
cosas. La concepción actual de la institución universitaria es la de cualquier
planta de formación de una empresa privada. Se requiere eficiencia,
conocimientos especializados y, a poder ser, en el menor tiempo posible.
En
este marco, la enseñanza de las nociones de cultura general es un obstáculo en
doble sentido. De un lado ralentiza la formación del “recurso”, y de otro puede
modificar, acaso en pequeña probabilidad, su tendencia hacia la pasividad.
Hoy,
como ayer, los liberales buscan una sociedad atomizada y eficiente. Saben que
transformar al ser humano en un mecanismo autómata es el mejor modo de servir
al crecimiento económico, tanto a nivel particular como general. La universidad
se convierte en el pilar fundamental en este proceso.
Es
todo perfecto. El empresario contratará trabajadores bien preparados y por
tanto, rentables, optimizando así su negocio. El asalariado penetrará en el
mercado laboral a la espera de ocupar su correspondiente y alienante puesto,
recibiendo tras ello una remuneración económica que se destinará para la compra
del pan y la contemplación del circo. ¿Quién puede estar descontento en
semejante utopía?
Simultáneamente,
en un paso más hacia la descomposición de la sociedad humana, puede el flexible
átomo movilizarse precariamente hacia otro puesto de trabajo, en otro lugar y
ambiente, pero bajo la misma manta que no se sabe bien qué esconde.
La
cultura real está desapareciendo. Su lugar lo está ocupando la pervertida
cultura del capital, que sacará triunfantemente pecho en todos los escaparates,
autodenominándose única y verdadera.
O se
reacciona ahora o quedaremos sepultados bajo el pragmatismo de este sistema.
Para defender una educación multidisciplinar, compleja, global, humana, plural
e internacional, es requisito necesario apoyar una financiación absolutamente
pública, que sepa cortarle las manos al capital que asalta, cual ladrón, las
instituciones del conocimiento y nuestras propias mentes, así como una auténtica
libertad de cátedra que posibilite la propagación de las ideas sin tabúes,
mitos o verdades “únicas” y absolutas.
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