domingo, 11 de agosto de 2013

SEAMOS RADICALES, EXIJAMOS LA REPÚBLICA


Ser radical es ir a la raíz de las cosas. Despojarlas de disfraces y embaucamientos, y verlas en su verdad desnuda. Dejarse de medias tintas y otras zarandajas, e ir al fondo del asunto, sin adornos ni rodeos.
Así que, para nuestro propio bien, para saber quién somos, qué somos y dónde estamos, seamos radicales. Para analizar nuestras penas, nuestros problemas, para vislumbrar posibles soluciones, abandonemos los paños calientes, las falsas esperanzas y el mirar para otro lado. Claro que, mirar de frente, provoca alguna que otra náusea.
Estamos en un país en el que unos señores –y señoras– de un organismo llamado FMI se atreven a decir, sin que se les caiga la cara de vergüenza, que hay que bajar aún más los salarios, trabajar más años y reducir la ya muy reducida indemnización por despido. Y nos quedamos tan campantes.
Estamos en un país en el que desde el gobierno se nos anuncian nuevos brotes verdes al mismo tiempo que se nos dice, de la forma más cínica imaginable, que no van a tener repercusión en el empleo. Vivimos en el país del toma el dinero y corre, que si te pillan ya se alargarán las cosas para que –si perteneces a la élite oligárquica que nos maneja– el delito prescriba, y si es preciso siempre podrá recurrirse a un discreto indulto.
Nos hallamos en el país de los problemas irresueltos (el territorial, entre otros), con una opacidad rampante, bajo la mentira constante, la falacia y el disimulo. Y estamos en un país en el que abundan las gentes desnortadas, resignadas, confundidas, derrotadas.
Es cierto que hay mareas, protestas, plataformas, movilizaciones puntuales, y que cada vez hay más personas a las que ya no se las puede seguir engañando. Pero no es suficiente. Es hora de decir basta, pero de verdad. Es hora de poner patas arriba este entramado perverso en el que están atrapados millones de ciudadanos. Es hora de ser radicales y señalar claramente cuál es la madre de todos los problemas. Mucha gente ya lo sabe: en lo inmediato, proceden de una construcción europea en la que el poder lo ejerce realmente una oligarquía que no se presenta a las elecciones, y de la que los gobiernos europeos, principalmente los del sur, son sus simples vasallos. Una oligarquía que encontró con el euro la más eficaz herramienta para someter a las clases trabajadoras y arrancarles conquistas que costaron sudor, mucha sangre y no pocas lágrimas.
          Seamos pues radicales: para desembarazarnos de esa oligarquía no podemos ir con pequeños cambios, reformas hechas a toda prisa para evitar males mayores, proyectos a medio o largo plazo, gobiernos de gran coalición visibles o invisibles: hay que ir a la raíz, a la columna vertebral que sostiene este sistema. Que es, no me cabe la menor duda, la institución monárquica.
 
El pasado 14 de abril, Madrid vio en sus calles una oleada de banderas republicanas, agitándose en las manos de miles de jóvenes, en una manifestación que congregó a decenas de miles de personas.
Fue la expresión, una más, de la insatisfacción popular que asiste, temerosa y esperanzada, a la descomposición de una democracia limitada, a la agonía de un reinado que nació sobre la tumba de Franco y que concentró una corte de besamanos ridículos, de negocios turbios y de privilegios obscenos, amparada por una prensa acomodadiza, aduladora y servil.
El sistema político surgido de la transición, tras la muerte del dictador, está en crisis abierta. A los desoladores efectos de la crisis económica, del robo de propiedades públicas, de los recortes de derechos laborales y ciudadanos, a la corrupción y a la forzada conversión de la deuda privada de bancos y cajas de ahorro en deuda pública, se une la profunda desconfianza de la población en los partidos políticos e instituciones, y la extendida convicción ciudadana de que las elecciones no sirven para nada, a la vista de que, en Madrid y Barcelona, los gobiernos aplican medidas que ni siquiera aparecían en los programas electorales.
Y ahora la caída de todas las barreras, públicas y privadas, que protegían a la monarquía de Juan Carlos de Borbón, ocultando sus desmanes, el derroche, la vida parasitaria de una familia que España ya ha soportado durante demasiado tiempo. La caída en picado de la popularidad de Juan Carlos de Borbón, según revelan todas las encuestas de opinión pública, ha dejado en evidencia el agotamiento y el hastío que buena parte de la población siente hacia el rey.
Pese al control de los medios de comunicación, de la televisión, la radio y la prensa, que han sostenido un adulador, y falso, mito sobre las bondades democráticas de Juan Carlos de Borbón, primero como supuesto “motor del cambio”, y, después, como “salvador de la democracia” y excepcional agente de la economía y las empresas españolas, lo cierto es que las constantes transgresiones, abusos, aventuras, negocios turbios, amistades peligrosas y vida disoluta y ociosa, han estallado finalmente, sin que la grotesca Casa Real haya podido impedirlo.
El rédito de la gran farsa de la operación del 23-F de 1981, un golpe de Estado que no fue tal, se ha terminado. En apenas un año se ha pasado de la lisonja y el silencio ante la corrupción y el despilfarro de Juan Carlos de Borbón a la constante aparición de justificadas críticas por la vergonzosa vida del monarca. No es para menos, porque la lista de abusos y atropellos que se atribuyen al rey es interminable: desde los negocios petroleros al cobro de porcentajes (¡como un vulgar comisionista!) sobre operaciones económicas, al dudoso comportamiento de sus testaferros como Manuel Prado y Colón de Carvajal o Javier de la Rosa, pasando por un comportamiento moroso por créditos no devueltos, a sus líos de faldas siempre a cargo del presupuesto público en una desvergonzada corrupción, y consiguiendo finalmente la acumulación de una enorme fortuna.
 
Ese monarca que mancha al país (¡como si no hubiera suficientes personajes que agotan la paciencia de los ciudadanos!), es el hombre que, en un ejercicio constante de hipocresía, reclama cada año a los ciudadanos en su mensaje navideño lo que él no hace: trabajo duro, honestidad, sacrificio, austeridad, y que, además, no duda en mantener una hipócrita fachada familiar mientras se suceden los lios de faldas.

 
Durante el último año la sucesión de escándalos ha sido constante, desde la cacería de Boswana, a donde Juan Carlos de Borbón fue a matar elefantes, pasando por las revelaciones sobre esa singular amiga Corinna y su aprovechamiento de los recursos del Estado, hasta el despilfarro de vacaciones de lujo de Felipe de Borbón y Letizia Ortiz pagadas por el presupuesto público mientras se suceden los recortes a la población, hasta las últimas revelaciones sobre los turbios negocios de Iñaki Urdangarín, amparados por el monarca, y obviamente conocidos por la infanta Cristina de Borbón.
Es esta una monarquía “legitimada” por la constitución de 1978, pero nunca refrendada por la población, presentada durante años como garantía y salvaguarda de la libertad y la democracia, que ve caer todos los velos, desaparecer las trincheras que la protegían, y que no puede evitar que sea vista como un foco de corrupción y de privilegios insultantes en el momento más duro de la vida reciente del país.
Los límites éticos de esta monarquía se constatan cuando, casi cuarenta años después de la muerte de Franco, las familias de las víctimas siguen esperando la anulación de los consejos de guerra y de las penas de muerte dictadas por el fascismo, siguen sin ver enterrados con dignidad y sin reparación alguna a las decenas de miles de personas asesinadas durante la guerra civil y arrojadas en fosas comunes en las cunetas de las carreteras.
La transición estuvo dirigida por el franquismo reconvertido, que, en lo esencial, impuso su programa, mantuvo el dominio del aparato del Estado, salvaguardó los intereses de los grandes empresarios. La reconversión política de los sectores que se beneficiaron de la dictadura franquista se culminó sin mayores contratiempos facilitada por el cambio generacional y por la adopción de nuevos disfraces políticos (el caso catalán es paradigmático: las cuatrocientas familias que, según el estafador del Palau de la Música, Fèlix Millet, controlan hoy la vida económica y social catalana, son, sustancialmente, las mismas que medraron bajo el franquismo).
Ese franquismo crepuscular que adoptó las maneras democráticas, también creó una corte de aduladores de la monarquía y de Juan Carlos de Borbón que se extendió por todos los medios de comunicación, ejerciendo durante décadas una severa censura sobre cualquier aspecto desfavorable al monarca, ocultando, de hecho, la vida que llevaba.
Los elogios desmedidos a la Constitución de 1978 fueron de la mano del radical incumplimiento de los aspectos sociales que recogía, y que, hoy, cuando el país ha superado los seis millones de parados, muestra su agotamiento y su inutilidad práctica para afrontar la crisis. El conservadurismo político ha mantenido su hegemonía durante las tres décadas democráticas, tanto con gobiernos socialdemócratas como conservadores, porque el poder de las grandes empresas, de la banca y de la iglesia católica no se ha visto mermado.
La monarquía se convirtió así en la clave de bóveda del sistema capitalista español, organizado en torno al poder financiero, con redes empresariales corruptas que incautaban en beneficio propio buena parte de los recursos públicos, con subvenciones, concesiones, negocios más o menos turbios, acompañada de unas instituciones que, si bien facilitaron el cambio de piel del país, apenas permitieron que la izquierda política tuviera una influencia marginal, y que han perdido hoy la confianza de la población, que constata la inutilidad de organismos ineficaces y prescindibles, como el Senado, y que soporta un injusto y antidemocrático sistema electoral que, además, se revela inútil, porque la soberanía y la capacidad de decidir han sido secuestradas por el poder económico. En la práctica, la soberanía no reside en el pueblo.
 
Por añadidura, el sistema bipartidista, que limita el futuro del país, se ha revelado cómplice de las peores prácticas del viejo clientelismo y se ha apoderado de muchos resortes del Estado para provecho de una casta asociada al despilfarro de la propiedad pública.
Esa es la situación, y mientras la crisis económica destruye los cimientos de la confianza en el futuro, España asiste al ocaso de un monarca de excepción. La monarquía está agotada, es incapaz de justificar su propia existencia más allá del interés por preservar los privilegios de una familia alrededor de la cual se han agrupado las élites económicas del país.
Ante la evidencia de que los derechos recogidos en la Constitución son incumplidos (desde el derecho al trabajo, a la vivienda, pasando por la apelación a una justicia igual para todos, los privilegios de la Iglesia católica, o las obligaciones sociales), la única respuesta de la monarquía y de los grupos burgueses que gobiernan el país es una invitación a la docilidad, a la resignación, una apelación a un futuro lleno de vagas promesas y de mentiras. Apretando la soga sobre el cuello de millones de ciudadanos, sin el menor remordimiento, y haciendo más profunda la herida, la reforma constitucional aprobada por el bipartidismo para la nueva redacción del artículo 135 llevó al despropósito de asegurar el pago de la deuda… antes que las necesidades de ciudadanos, trabajadores, jubilados y parados. No tienen límite.
De manera que, mientras los ciudadanos asisten boquiabiertos al saqueo de los recursos del país, al robo descarado de presupuestos y recursos, a la privatización creciente de las propiedades públicas, a los intentos de destrucción de la sanidad pública y de la enseñanza gratuita y universal, a la conversión de la deuda privada de bancos y empresas en deuda pública que deberán pagar todos los ciudadanos; mientras ven el desahucio de centenares de miles de personas que son arrojados de sus casas sin el menor escrúpulo, al tiempo que soportan la precariedad laboral, el retroceso de los derechos de los trabajadores y de los ciudadanos, el empeoramiento constante de las condiciones de vida populares, el recorte de los salarios, incluso la imposición de salarios de miseria, el aumento del desempleo hasta niveles escandalosos no superados por casi ningún otro país de la Unión Europea, el aumento de las prácticas casi esclavistas impuestas a muchos trabajadores, la pobreza y el abandono de sectores cada vez mayores de la población; mientras los ciudadanos (a ratos, impotentes; a ratos, rabiosos), observan la corrupción imperante y las mentiras del poder, el monarca y los suyos prosiguen su vida parasitaria, ostentosa, ridícula e inútil.
La evidencia de que Juan Carlos de Borbón está al final del camino se está instalando también en el imaginario de la España conservadora, aunque el propio heredero de Franco insista en continuar su reinado, porque, en la hipótesis de una abdicación, una pregunta aparece de inmediato: Juan Carlos de Borbón ¿continuaría disfrutando de total inmunidad, continuaría siendo irresponsable o, por el contrario, podría llegar a ser imputado en los tribunales a la vista de los indicios de corrupción que jalonan su reinado?
 La constitución de 1978 recoge la inviolabilidad de la figura del rey, pero no de quien dejase de serlo. Por eso, no es extraño que el monarca quiera morir reinando. Así, la operación del relevo en la monarquía ya se ha puesto en marcha, y el nuevo protagonismo concedido a Felipe de Borbón, la insistencia en su supuesta competencia y en su seriedad, persiguen facilitar el recambio, apuntalar la última posibilidad para esta monarquía.
De hecho, son tres las hipótesis que se abren: abdicación del monarca y entronización de Felipe de Borbón; desmantelamiento controlado de la monarquía por las fuerzas que gobiernan de facto el país para dar paso a una república conservadora; o bien, proclamación de una república surgida de la voluntad popular que acelerase un nuevo proceso constituyente para la institucionalización de la III República española.
España vive una situación de emergencia, la más grave de los últimos cuarenta años. La derecha puede aceptar otro régimen político si considera definitivamente agotada la monarquía, porque es consciente de que sus intereses económicos están por encima de una institución prescindible, pero la clave del cambio reside en el Partido Socialista, que cuenta con unas bases que defienden un sistema político republicano. Por eso, hay que facilitar a la dirección del PSOE el rápido tránsito hacia la defensa de la república como el sistema más democrático para España.
Es urgente la apertura de un proceso constituyente que recoja las exigencias democráticas de los ciudadanos, insatisfechas hasta ahora, y la movilización popular puede influir de manera decisiva en una crisis de excepcional gravedad, económica, institucional y social.
España soporta una monarquía moribunda, y, aunque no podemos saber cuánto tiempo más durará esta agonía, y si los ciudadanos (más allá de expresar un deseo: “No queremos que seas rey, Felipe”, como apuntaba una joven en la Plaça de Sant Jaume de Barcelona) podrán imponer a corto plazo el fin de las hipotecas del pasado, no hay duda de que por todos los resquicios donde un régimen inoperante no puede impedir a la población que se exprese, llegan las aspiraciones populares a configurar un sistema democrático por fin libre y soberano.
Termino. Antonio Machado nos dejó unas líneas de la proclamación de la república en Segovia, el 14 de abril de 1931, en la que participó con entusiasmo: “Era un hermoso día de sol. Con las primeras hojas de los chopos y las últimas flores de los almendros llegaba, al fin, la segunda y gloriosa República española. […] Fue un día profundamente alegre –muchos que éramos viejos no recordábamos otro más alegre–, un día maravilloso en que la naturaleza y la historia parecían fundirse para vibrar juntas en el alma de los poetas y en los labios de los niños. Mi amigo Antonio Ballesteros y yo izamos en el Ayuntamiento la bandera tricolor. Se cantó la Marsellesa; sonaron los compases del himno de Riego. La Internacional no había sonado todavía. Era muy legítimo nuestro regocijo. La república había venido por sus cabales, de un modo perfecto, como resultado de unas elecciones. Todo un régimen, caía sin sangre, para asombro del mundo […] La República salía de las urnas acabada y perfecta, como Minerva de la cabeza de Júpiter.”
          Con el recuerdo de aquella república generosa y abierta, hoy, los ciudadanos españoles no quieren ya una monarquía moribunda, no aceptan ya abdicaciones ni sucesiones monárquicas, no quieren un monarca agotado ni un heredero prescindible; quieren apoderarse del futuro: la III República