Repasando
el programa de Podemos, uno repara con sorpresa (y creo que no me equivoco) en
que no aparecen una sola vez las palabras “jubilación” o “pensión”, a pesar de
que esta prestación pública -y derecho constitucional– haya sido de las más
dañadas, no solo en esta última etapa de ajustes, sino desde hace treinta años.
Ante
esta observación cabría contestar que se trata de un programa diseñado para el
gobierno de las Comunidades Autónomas y el sistema público de pensiones es
exclusivamente competencia estatal, porque hasta ahora (¡menos mal!) a nadie se
le ha ocurrido la idea de transferirlo a las Autonomías. La respuesta en
principio tiene sentido, pero pierde fuerza cuando se observa que en múltiples
ocasiones (como no podía ser de otra forma) el programa aborda aunque sea
tangencialmente temas y medidas que se salen de la órbita estricta de las
Autonomías.
De
forma quizá más aviesa podría buscarse la razón de la ausencia en las
características de la clientela electoral de esta formación política, con una
edad media más bien joven. Cabe pensar que las pensiones no están dentro de sus
preocupaciones más inmediatas. Posiblemente algo influirá este factor, aunque
bien es verdad que va a ser precisamente a los jóvenes de hoy a los que más va a afectar,
aunque ahora lo vean lejos, el desmantelamiento del sistema público de
pensiones.
Pero
hay que ir más allá en la explicación, al constatar que este olvido de las
pensiones no es propio únicamente de Podemos, sino que participan de él, con
mayor o menor intensidad, casi todas las formaciones políticas de izquierdas,
incluso las organizaciones sindicales. Al mismo PSOE, que desde la oposición y
con la finalidad de diferenciarse del PP ha prometido revocar determinadas
reformas acometidas por el ejecutivo de Rajoy, por ejemplo la reforma laboral,
no se le ha escuchado nunca afirmar que va a derogar la última ley sobre
pensiones, a pesar de ser una de las normas más dañinas aprobadas por el actual
Gobierno y que, de no modificarse, va a condenar a la pobreza a medio plazo a
la mayoría por no decir a la totalidad de los jubilados.
En
mi opinión, la auténtica razón de que la izquierda en su conjunto se haya
olvidado del tema de las pensiones y resignado a que no se actualicen con el
IPC -no obstante ser un compromiso adquirido por todas las formaciones
políticas y organizaciones sindicales en el Pacto de Toledo- se encuentra en
que se ha terminado por dar por bueno, en una especie de síndrome de Estocolmo,
el discurso oficial y se han introyectado como ciertos los
sofismas y falacias que de forma reiterada han venido lanzando durante treinta
años los poderes fácticos.
Se
ha acabado por aceptar de forma generalizada que el incremento de la esperanza
de vida y la baja tasa de natalidad conforman para el futuro una pirámide de
población que pondrá en graves dificultades el mantenimiento del sistema
público de pensiones. Lo que de ninguna manera tiene por qué ser cierto. Tal
argumentación olvida variables tales como la incorporación de la mujer al
mercado laboral, la emigración, incluso el empleo, porque de nada vale que la
evolución demográfica sea la correcta si el desempleo es cuantioso. Con
cinco millones de parados no tiene sentido incrementar la edad de jubilación.
Tras
muchos años de bombardeo ideológico, nos hemos terminado creyendo que la
reducción del coeficiente activos/pasivos imposibilita el nivel actual de las
pensiones. Pero tal planteamiento debe superarse. Lo importante no es cuántos
producen, sino cuánto se produce. Hay tener en cuenta la productividad.
Cien trabajadores pueden producir lo mismo que mil si su productividad es diez
veces superior, de manera que los que cuestionan la viabilidad de las pensiones
públicas cometen un gran error, al fundamentar únicamente sus argumentos en la
relación del número de trabajadores por pasivo, ya que, aun cuando esta
proporción se reduzca en el futuro, lo producido por cada trabajador será mucho
mayor.
Quizá
lo ocurrido con la agricultura pueda servir de ejemplo. Hace cincuenta años, el
30 % de la población activa española trabajaba en agricultura. Hoy, tan solo el
3 %, pero ese 3% produce más que el 30% anterior. En resumen, un número menor
de trabajadores podrá mantener a un número mayor de pensionistas.
La
esperanza de vida, la pirámide de población y la proporción entre activos y
pasivos no son las variables significativas si se quiere analizar la viabilidad
o inviabilidad del sistema público de pensiones, sino la evolución de la renta
per cápita. Si la renta per cápita crece, no hay motivo, sea cual sea la
pirámide de población, para afirmar que un grupo de ciudadanos (los pensionistas)
no puedan seguir percibiendo la misma renta. Si la renta per cápita aumenta, las
cuantías de las pensiones no solo no deberían reducirse, tendrían más bien que
incrementarse por encima del coste de la vida.
El
problema de las pensiones hay que contemplarlo en términos de distribución y no
de carencia de recursos. En los últimos treinta años la renta per cápita se ha
duplicado y es de esperar que en el futuro continúe una evolución similar. Si
es así, resulta absurdo afirmar que no hay recursos para pagar las prestaciones
de jubilación, todo depende de que haya voluntad por parte de la sociedad, y
especialmente de los políticos, de realizar una verdadera política
redistributiva. Solo el hundimiento de la economía podría poner en peligro real
el sistema de pensiones. Pero entonces no serían los jubilados los únicos que
tendrían problemas.
Pero
ello nos conduce a la existencia de otro sofisma muy extendido y que también
han ido asimilando las izquierdas: la creencia de que el sistema público de
pensiones debe ser financiado exclusivamente con cotizaciones sociales;
lo que nos introduce en la trampa de la relación activos-pasivos, amén de tener
que sostener la presión constante de los que piden que esta figura impositiva
disminuya, al tratarse de un gravamen al trabajo.
En
cierta forma, la culpa ha sido del Pacto de Toledo con su reiterada separación
de fuentes de ingresos, que ha dado lugar al equívoco de entender que la
Seguridad Social es un sistema cerrado y autosuficiente separado del Estado.
¿Por qué la sanidad, el seguro de desempleo o las carreteras tienen que
financiarse con impuestos mientras que las pensiones deben hacerlo con las
cotizaciones sociales? Es el Estado con todos sus ingresos el que
debe asegurar que todos los trabajadores en su vejez cobren una prestación
digna. El obstáculo no estriba en la pirámide de población o en el
incremento de la esperanza de vida, sino en las reformas fiscales que hacen más
regresivos los sistemas tributarios y minan la capacidad recaudatoria de los
impuestos.
Las
transformaciones en las estructuras sociales y económicas comportan también
cambios en las necesidades que deben ser satisfechas y, por ende, en los bienes
que hay que producir. La incorporación de la mujer al mercado laboral y el
aumento en la esperanza de vida generan nuevas necesidades y exigen por tanto
la dotación de nuevos servicios.
Hace
ya tiempo que Galbraith anunciaba que todos estos cambios demandaban una
redistribución de los bienes que deben ser producidos y en consecuencia,
consumidos, a favor de los llamados bienes públicos y en contra de los
privados. Habrá quien diga que estos bienes y servicios, incluso las pensiones,
los puede suministrar el mercado. Pero tal aseveración significa en realidad
privar a la mayoría de la población de ellos.
Muy
pocos ciudadanos en este país podrían permitirse el lujo de costear todos estos
servicios, incluyendo la sanidad, con sus propios recursos. ¿Cuántos españoles
tienen capacidad de ahorro en cuantía suficiente para garantizarse una
jubilación digna? La única dificultad se encuentra en que, bajo el imperio del
neoliberalismo económico, la tendencia es la contraria. Más sector privado y
menos público.
El
pronosticado envejecimiento de la población de ninguna manera hace insostenible
el sistema público de pensiones, pero sí obliga a
dedicar un mayor porcentaje del PIB no solo al gasto en pensiones, sino también
a la sanidad y a los servicios de atención a los ancianos y a los dependientes.
Detracción, por una parte perfectamente factible y, por otra, inevitable si no
queremos condenar a la marginalidad y a la miseria a buena parte de la
población, precisamente a los ancianos; una especie de eutanasia colectiva.
En
este tema como en otros muchos, si la izquierda está perdiendo la contienda es
tan solo porque antes ha perdido la batalla ideológica y ha terminado por
asumir el discurso de la derecha y dado por bueno sus argumentos