Quienes repiten que la ciudadanía está anestesiada, que ha perdido la empatía, que no se moviliza, o lo hace a sabiendas de que miente, o no ha salido a la calle en los últimos 20 años. Por millones salió cuando el presidente José María Aznar decidió hacernos partícipes de la invasión ilegal y destrucción de Irak, cuando el ministro de Justicia Alberto Ruiz-Gallardón intentó restringir el derecho al aborto, cuando Mariano Rajoy acabó con la minería sin dar una alternativa a las cuencas asturianas, cuando el presidente José Luis Rodríguez Zapatero claudicó ante la troika que formaban el Banco Central Europeo, el Fondo Monetario Internacional y la Comisión Europea y antepuso, entre otras cosas, el pago de la deuda pública al Ministerio de Igualdad y a los derechos de las personas dependientes; también cuando M. Rajoy se convirtió en el pupilo austericida de Angela Merkel arrasando con la sanidad y la educación públicas y se le llenaron las plazas con el 15M, las avenidas con las mareas, las escaleras con las PAH y los locales autogestionados con las asamblea de los movimientos antirracistas y feministas.
Entre
2011 y 2014, las manifestaciones se sucedían casi a diario en todas las
ciudades españolas. Y casi siempre, como toda respuesta, obtuvieron silencio y
ninguneo. Una doctrina del shock dirigida a aplastar cualquier esperanza de que
la movilización pudiera lograr cambios políticos. Y aun así, a sabiendas de que
la violencia de dejar a cientos de miles de personas sin un techo y sin
esperanza no se puede contener apostándolo todo a la resignación, en 2015 el
Gobierno de Rajoy se propuso acabar con el clamor de las calles atacando el
talón de Aquiles de las víctimas de sus políticas: sus castigados bolsillos.
Para
ello, aprobaba la ley de protección de la seguridad ciudadana, conocida como
ley mordaza, que organizaciones como Jueces por la Democracia consideró que
“lesiona las libertades” y que va contra los principios “de una sociedad
plural, democrática y respetuosa con las distintas formas de pensar”. La norma incluyó
multas de entre 600 y 600.000 euros por convocar o participar en movilizaciones
no comunicadas a las autoridades previamente, por negarse a finalizarlas cuando
lo ordenan los agentes, por participar en aquellas que se realizaran cerca del
Congreso o el Senado, por alentar por las redes sociales a unirse a ellas, por
grabar a policías o guardias civiles… Y todo ello, mediante procesos
administrativos en los que el testimonio de un agente prevalece sobre el de la
persona denunciada. Si se mantuviese la vía penal, el denunciante tendría que
defender con hecho la culpabilidad de la persona acusada ante un juez o jueza,
que escucharía a ambas partes antes de tomar una decisión. Con la ley mordaza,
el agente se convierte en juez y parte, lesionando así la presunción de
inocencia y el derecho a una legítima defensa.
Muchos han sido los periodistas que han asistido a decenas de movilizaciones en las que miembros de las Fuerzas de Seguridad del Estado cargaban injustificadamente contra manifestantes y cuando se les preguntaba por qué no llevaban su número de identificación respondían pidiendo la documentación a quienes les interpelaban para multarles por resistencia, desobediencia o atentado contra la autoridad.
Ya
años antes de esta reforma legislativa, era habitual que en territorios de
no-derecho como Ceuta y Melilla, multaran a los periodistas que documentaban la
violencia empleada contra las personas migrantes. Las fronteras europeas llevan
décadas convertidas por los propios Estados en laboratorios en los que
experimentar hasta dónde pueden las democracias violar sus propios derechos
fundamentales. Por eso, cuando tras años de gobiernos socialistas y populares
negando que las Fuerzas de Seguridad realizaran devoluciones en caliente
pasaron a realizarlas a la luz del día ante las cámaras, resultó evidente que
se instrumentalizaba a la prensa para difundir el mensaje de que debían
legalizar lo ilegal para cumplir con su deber de proteger eso que llaman la
soberanía y lo que entienden por la seguridad. Poco después, el entonces
ministro de Interior, Jorge Fernández Díaz, comunicaba que la ley de seguridad ciudadana
incluiría la regulación de las devoluciones en caliente. De nuevo,
representantes públicos presentaban las leyes que garantizan el Estado de
Derecho como un obstáculo para hacer bien su trabajo. Después, vendrían los 15
hombres que murieron ahogados por las pelotas de goma lanzadas por la Guardia
Civil en la playa ceutí de El Tarajal, los niños devueltos ilegalmente a través
de la valla de Ceuta, las decenas de muertos y desaparecidos en las
inmediaciones de la frontera de Melilla con Nador… Pero ahora quien ordena y
defiende esas actuaciones condenadas por instituciones como el Defensor del
Pueblo o la ONU es el ministro de Interior socialista, Fernando
Grande-Marlaska. Y Pedro Sánchez, el presidente que desde hace cinco años no
deroga esta ley.
La
ultraderecha no avanza tanto por su propio impulso sino por el denodado
esfuerzo con el que el resto de fuerzas políticas le allanan el camino.
Desde su aprobación en 2015, la ley mordaza ha conseguido su principal objetivo: un efecto disuasorio y desmovilizador. Según Amnistía Internacional, en este periodo se han interpuesto 321.100 multas por infracciones en materia de seguridad ciudadana –excluyendo las impuestas en marzo y abril de 2020 en relación al confinamiento por la Covid-19, que fueron anuladas por el Tribunal Constitucional–. Un dinero que ha salido de los bolsillos de quienes se dejan el pellejo por el bien de todos y todas, que no suelen ser precisamente los más pudientes, sino quienes celebran asambleas de barrio para organizar redes de apoyo, quienes reciben porrazos a las seis de la mañana para evitar que una familia sea arrastrada a la calle, quienes defienden sus puestos de trabajos y las condiciones laborales dignas, quienes denuncian el ecocidio… Quienes, en definitiva, no se resignan a que vivamos en un país lleno de colas de hambre. Y cualquiera que haya estado en estos espacios sabe que la mayoría de esos “quienes” son mujeres.
Así,
la ley mordaza ha convertido el derecho a protestar en un lujo. Y el problema
es que ya no es el Partido Popular el que la defiende, sino, de facto, el mismo
Pedro Sánchez que llegó a la Moncloa prometiendo su derogación.
Casi
cinco años después de su llegada al Ejecutivo, ya no contempla su derogación,
como pide Unidas Podemos, y solo acepta la reforma de algunos de sus artículos.
Según publicó en diciembre Infolibre, los partidos que hicieron posible la
investidura del actual Gobierno –PSOE, Unidas Podemos, ERC, PNV y EH Bildu– han
consensuado una treintena de enmiendas parciales. Entre las que se han hecho
públicas desde entonces destacan la introducción de un criterio de
proporcionalidad de las multas en función de la capacidad económica del
infractor, así como una rebaja de la sanciones más leves a una horquilla de 500
a 100 euros. También se ha acordado que no se sancionará la toma y difusión de
imágenes de los miembros de las Fuerzas de Seguridad del Estado, salvo cuando
generen “un peligro cierto a su seguridad personal o familiar o la de las
instalaciones protegidas o haya puesto en riesgo el éxito de una operación”. En
los que se considere que sí lo hacen, las multas irán desde los 601 y 30.000
euros. De nuevo, un marco de arbitrariedad que debilita el derecho a la
información.
Sigue sin haber acuerdo en los artículos que castigan las “faltas de respeto” y la “desobediencia” a los agentes, en el terreno de la prevalencia de sus testimonios en los procesos penales, en la prohibición del uso de las pelotas de goma en las manifestaciones y en la cuestión de las “devoluciones en caliente”.
Parece
evidente que el principal partido del Ejecutivo, el PSOE, no quiere enfadar al
ala más reaccionaria de la Policía y la Guardia Civil. Desde la moción de
censura que acabó con el Gobierno de Rajoy, las asociaciones más cercanas al
partido ultraderechista Vox han organizado actos y difundido comunicados de
tono amenazante contra cualquier tipo de reforma de la norma. Ahora que se ha
hecho público que la Comisión de Interior del Congreso tiene previsto votar el
texto con las enmiendas antes de febrero, han endurecido el tono.
Agustín
Leal, portavoz de Justicia para la Guardia Civil (JUCIL), ha declarado en La
Razón que “nos desarmarán legalmente ante los retos delincuenciales en
disturbios y algaradas callejeras y JUCIL lo denunciará, con responsabilidad,
la inacción de toda la administración que para nada se ha preocupado de la
seguridad de los españoles”.
La
también asociación ultraderechista JUPOL ha manifestado que “esta reforma no
hace más que poner a los pies de los caballos a los agentes de la autoridad,
poniendo en riesgo su integridad física, la de sus familias y la del resto de
los ciudadanos en beneficio únicamente de los manifestantes violentos y de los
delincuentes”.
Además,
estas organizaciones junto otras como el Sindicato Unificado de la Policía, el
Sindicato Profesional de Policía, la Asociación Unificada de la Guardias
Civiles y la Asociación de la Escala de Suboficiales de la Guardia Civil han
anunciado la creación de la Plataforma por una España Segura para convocar
manifestaciones contra una reforma de la ley mordaza que, incluso han exigido,
el Consejo de Europa y la Comisión de Derechos Humanos de la Unión Europea para
acabar con la discrecionalidad policial, las sanciones por desobediencia y
faltas de respeto a la autoridad y las impuestas a organizadores de
movilizaciones y protestas.
El
PSOE debería dejar de preocuparse por enfadar a los sectores más
antidemocráticos de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado por adecuar
nuestras leyes al cumplimiento de la normativa nacional e internacional. Y
debería ocuparse más, como hacen en Alemania o Francia, de la infiltración cada
vez mayor de la ultraderecha entre los cuerpos a los que se les ha concedido el
uso legítimo de la violencia para garantizar, entre otros, el derecho de la
ciudadanía a manifestarse y a protestar. Algo que algunos policías y guardias
civiles solo tienen claro cuando se disculpan por las molestias ocasionadas a
quienes, por ejemplo, intentaron impedir la exhumación de Franco o a quienes se
manifiestan con símbolos franquistas.
Enfadar a los
fascistas es condición sine quae non de ser decente y demócrata. De lo contrario,
ya hemos visto qué fácil les ponen algunos agentes asaltar a los
fundamentalistas los Congresos cuando pierde la extrema derecha.