Durante
décadas, las derechas de América Latina alababan a Chile como modelo de los
modelos. Allí se había aplicado el neoliberalismo con más fuerza (con fuerza
bruta en sentido literal), con más profundidad y por más tiempo. De todas las
sociedades, la chilena era la que más se asemejaba a los sueños teóricos de
Hayek y de Milton Friedman, capaz incluso de superar con creces la pesadilla
práctica del thatcherismo. ¡Neoliberalismo en estado puro, weon!
En
Chile se conjugaron todos los condimentos para ser un paraíso neoliberal: se
gestó por medio de una dictadura terrorista que no tuvo que lidiar con
incómodos debates y eventuales oposiciones parlamentarias, ni necesidad de
seducir a electorados populares, negociar con organizaciones sindicales o
satisfacer demandas sociales. Arrancó, por lo demás, sobre las bases de un muy
tenue estado social, muy alejado de las enormes maquinarias estato-benefactoras
de otras tierras, a las que los neoliberales debieron ir desmantelando en
cómodos plazos y nunca pudieron desarmar del todo.
Quienes
eran partidarios confesos de la doctrina neoliberal elogiaban a Chile como el
ejemplo a seguir. La propia clase dominante chilena se vanagloriaba, para
decirlo con las propias palabras de Sebastián Piñera, de ser “una buena casa en
un mal barrio” y un “oasis” de estabilidad en medio de una región inestable.
Aunque poco dispuestos a alabarlo incondicionalmente, “populistas” y
“progresistas” no se atrevían a condenar abiertamente al modelo chileno: la
actitud típica era el piadoso silencio, un mirar para otro lado acompañado por
una oscilación entre la condena tibia cuando el “modelo chileno” era regido por
la “derecha”, y guiños de complicidad cuando gobernaban (como sucediera la
mayor parte del tiempo en los últimos 30 años) supuestas fuerzas progresistas.
Sucede
que para las dirigencias políticas progresistas latinoamericanas, aunque poca
gracia les hacía la elevada miseria de las clases trabajasoras de Chile y
miraran con alguna desconfianza sus “excesos privatistas”, los números macro-económicos
parecían dignos de envidia: crecimiento de la economía más o menos sostenido,
baja inflación, deuda publica manejable, relativo equilibrio fiscal, alta renta
per-cápita. Todo esto parecía contrastar con la caótica macro-economía de la
Argentina, por ejemplo. Sólo la izquierda más roja se atrevía a decir sin
medias tintas que el modelo chileno era un verdadero desastre para las clases
trabajadoras y su democracia la más falsaria de las ya de por si falsarias
democracias regionales.
El
reventón de Chile se produjo precisamente cuando todo allí parecía estar de
maravilla. Los economistas miraban estadísticas, contrastaban datos, echaban
cuentas … y todo parecía marchar mejor que bien. Mauricio Macri y el candidato
de apellido Espert hicieron el ridículo elogiando el ideal modelo chileno …
mientras el Chile real estallaba en una todavía vigente ola de indignación
popular. Y no es el fracaso del modelo lo que produjo la explosión, sino su
éxito. De esto no puede haber dudas. Chile era la niña mimada del empresariado.
La sociedad real que más se parecía a sus deseos profundos y a sus concepciones
teóricas. Una sociedad mercantilizada hasta extremos inauditos, imbuida de
individualismo, con mínima protección social y laboral, con todas las garantías
y ventajas para la inversión privada.
De
Menem se podía decir que no hizo todo el ajuste necesario, que no privatizó
todo lo privatizable. Ese fue el discurso neo-liberal cuando el estallido de
2001. Pero esta excusa no sirve para Chile: en ningún sitio se avanzó tanto por
la senda neoliberal. De hecho, hasta pocos días antes las autoridades se
vanagloriaban satisfechas de sus éxitos. Dos semanas antes de declararle la
guerra al pueblo chileno, Sebastián Piñera no dudaba en afirmar que Chile era
un Oasis. ¿Hará querido decir espejismo?
Que
la reacción de la ciudadanía chilena tomó por completo de sorpresa a su elite
se constata en las dos absurdas reacciones del impresentable Piñera: primero
declarando que estaban en guerra; luego pidiendo perdón (otro Juan Domingo
Perdón en el sur del sur) por haber sido insensible y anunciar un insulso
paquete de medidas paliativas de urgencia con el mismo semblante y la misma
gestualidad con la que podría haber anunciado su programa de gobierno al día
siguiente de ganar las elecciones. Dos reacciones tan contrapuestas como
parejamente desubicadas. Piñera no tiene la menor idea de lo que está pasando
en su país, y por eso los manifestantes en Chile hacen lo único inteligente que
se puede hacer: exigir su renuncia inmediata.
Y
no hablemos de las consideraciones de Andronico Luksic, el hombre más adinerado
de Chile aunque sea un indigente moral, quien confundió (¿confundió?) a Piñera
con Pinochet -dijo que le parecía muy bien que el general haya decretado el
toque de queda- y afirmó que si por él fuera a los periodistas los borraría del
mapa. ¡Un demócrata don Andrónico!
Pero
a pesar de la crudeza de la represión -que en una semana ya ha dejado un saldo
de al menos 18 muertos, más de 2000 detenidos, cientos de heridos, un número
indeterminado de desaparecidos, denuncias por tortura y vejaciones, ingresos
extra-judiciales en viviendas y “montajes” perpetrados por las fuerzas de
seguridad- las calles de Chile siguen pobladas de manifestantes, el toque de
queda no es respetado y la economía se halla en gran medida paralizada.
Ninguna
duda puede quedar del carácter sustancialmente espontáneo de las
manifestaciones, que no son dirigidas ni controlas por ninguna fuerza política.
Tampoco cabe la menor duda respecto a que el aumento del valor del billete del
metro de 800 a 830 pesos fue sólo la gota que rebalsó el vaso. Aunque todo
comenzó con las evasiones masivas y festivas de la estudiantada rebelde, es
claro que había una larga lista de demandas y quejas. Algo así como un programa
político se va gestando en las calles. Un amplio consenso parece haberse
establecido en torno a la semana laboral de 40 horas, la urgencia de reformas
profundas de los sistemas de salud y educación, la necesidad de modificaciones
constitucionales, la reducción de las desigualdades sociales. Dos de las
consignas más escuchadas en las manifestaciones dicen muchos sobre el sentir y
el pensar de quienes salen a las calles y desafían a la autoridad: “no son
treinta pesos, son treinta años” y “Chile despertó”. Ambas apuntan a lo mismo:
un rechazo profundo al régimen surgido de la dictadura pinochetista. No es
casual que cada vez se escuche con más fuerza la demanda de una Asamblea
Constituyente.
En
la última semana la ciudadanía chilena ha realizado más aprendizajes políticos
que en varios lustros precedentes. A pesar de la represión, las violaciones y
las muertes, en las calles se vive una verdadera fiesta. Se baila, se canta, se
confraterniza, se comparte. Banderas chilenas y mapuche ondean una al lado de
la otra. Manos chilenas y mapuche arrojan hermanadas piedras a los odiados
pacos. Los mejores sentimientos y las mejores acciones humanas salen a la luz.
La rebelión hace mejores a las personas, siempre. Dichosos quienes puedan
vivirlo, dichosas quienes lo experimenten. Este es el momento en el que todo
parece posible. No todo lo es, desde luego; pero no ha llegado la hora de
negociar a la baja. Al menos no es ese el clima que se respira en las calles.
Se han despertado de la pesadilla neoliberal, y están viviendo un momento de
ensueño. Cuanto más se atrevan a soñar, más podrán transformar la realidad.
¡Que viva la rebelión!