Pasará
mucho tiempo, seguramente, pero seremos juzgados como genocidas y las próximas
generaciones se avergonzarán de nuestro comportamiento. Seremos un ejemplo en
las clases de historia sobre la inhumanidad de nuestra sociedad y la violación
constante de los derechos humanos.
Estudiarán
cómo El Corte Inglés, Cortefiel o Inditex esclavizan a personas en el tercer
mundo para que nosotros compremos ropa barata, aunque ahora lo denominamos
explotación laboral, que es un concepto menos grueso. Por muchos eufemismos que
usemos no podremos negar jamás que los niños son esclavizados para que tengamos
vaqueros o balones de fútbol.
Estudiarán
cómo invadimos países para convertirlos en estados fallidos y arrebatarles sus
recursos en una nueva forma de colonialismo. Los niños leerán en los libros que
hubo, solo en los últimos quince años, más de dos millones de muertos en Irak y
Afganistán y más de cincuenta millones de desplazados en el mundo para que
nuestras industrias armamentísticas, petroleras, farmacéuticas o textiles se
aprovechasen del petróleo, el opio, la guerra y, dentro de no mucho, la mano de
obra barata.
Sabrán,
aunque muchos se quieran escandalizar ahora, que González, Aznar, Zapatero o
Rajoy son responsables o cómplices de una gran cantidad de crímenes que hemos
cometido o cometemos desde hace mucho tiempo. Y como ellos el Rey, los medios
de comunicación y la sociedad en general.
Estudiarán
cómo expulsamos y dejamos morir a más de dos millones de refugiados a las
puertas de Europa, aunque son lo que son precisamente por nuestra codicia.
Verán aterrorizados en documentales como permanecíamos inmutables mientras los
refugiados iban muriendo en un proceso lento y nosotros recibíamos nuestra
dosis diaria de fútbol, mentiras y basura mediática.
Estudiarán
cómo nuestras democracias no son lo que nosotros ahora creemos que son o, por
lo menos, lo que muchos de nosotros creen que son. Se hablará de la Europa
derivada de la II Guerra Mundial como postdictaduras, pseudodictaduras o
protodemocracias que continuaron la línea marcada durante el siglo XX, aunque
fuese de una forma más elegante.
Es
cierto que ya no asesinamos con cámaras de gas, ahora lo hacemos con las
rúbricas de hombres amorales vestidos con lujosos trajes.
Al terminar la II
Guerra Mundial muchos alemanes fueron obligados a visitar los campos de
concentración para que viesen lo que allí sucedió y no pudieran negarlo nunca.
Salieron de aquellas visitas horrorizados por las consecuencias de su inacción
y atormentados por su culpa. Nosotros lo vemos a diario en las televisiones
mientras comemos o cenamos, casi como si fuera parte de nuestra ración de ocio:
un nuevo evento deportivo o un nuevo programa de telebasura.
Parece
que si no hubiese un genocidio como el que ahora mismo se produce a las puertas
de Europa, tendríamos que generar uno para poder rellenar esas horas tan
tediosas de una televisión que ya difícilmente puede asombrarnos.
Nosotros
que tanto nos escandalizamos con la foto de Aylan o las zancadillas de Petra
Lázsló, seremos contemplados en el futuro igual que ella. De hecho, deberíamos
poner en nuestros perfiles de las redes sociales o en nuestras camisetas “Todos
somos Petra Lázsló”. En lo más profundo de nuestro ser lo somos, en el fondo
queremos zancadillear a esos refugiados para que no pongan en peligro nuestro
nivel de vida, nuestros trabajos, nuestras casas, nuestros coches, nuestra
seguridad y nuestro futuro.
Es
de una hipocresía y un cinismo repugnante que Petra Lázsló no fuese nombrada
por la Unión Europea para gestionar esta crisis y ese miserable acuerdo con
Turquía. Ella no lo habría hecho de forma muy diferente.
Entiendo
que en los países hay tasas migratorias anuales que no se deben superar porque
está comprobado que ello no es saludable. En este caso no tenemos ni esta
excusa. Europa puede acoger a estos dos millones de refugiados y puede acoger a
muchos de los que vengan después por el “temido efecto llamada”.
No
solo puede, debe hacerlo por humanidad y por la responsabilidad debida a
nuestra participación en los lucrativos conflictos que han generado la guerra,
la miseria y la infamia que han expulsado a estas personas de sus hogares o de
los escombros de estos. Debemos hacerlo porque nuestras industrias, nuestros
bancos, nuestros políticos, nuestros poderosos y nosotros mismos nos hemos
enriquecido y beneficiado con cada cadáver de Oriente Próximo, África y otras
partes del mundo.
Decía
que entendía los límites de la capacidad de acogida, pero estos son mucho más
que los menos de veinte refugiados que hay en España. Podría entender que en un
momento dado después de acoger a varios millones de personas y después de un
esfuerzo sincero, Europa tuviese que poner limitaciones o frenos, decir algo
así como “hemos hecho todo lo posible”.
Lo
podría entender y sería una excusa para el juicio al que nos someterá la
historia, para nuestras conciencias y para nuestros hijos y nietos. Ni siquiera
tenemos eso.
Ante
las preguntas de nuestros familiares en el futuro solo nos quedará la mentira,
el silencio, el negacionismo o la locura. Es lo que tiene ser y saberse
genocida, es lo que tiene que todos seamos Petra Lázsló.