No
tengo ningún indicio que me haga pensar que Mariano Rajoy Brey sea conocedor de
la obra de Max Weber, pero a tenor de lo sucedido el pasado domingo en
Catalunya, sí me atrevería a tildar de weberiano el intento que nuestro
presidente del gobierno ha llevado a cabo contra el procés, con la clara
intención de deslegitimarlo.
Apoyado
en la reglamentaridad que el mismo sistema judicial que confirmó la sentencia
del caso Atxutxa le otorga, el gobierno de España en manos del Partido Popular
ha pretendido dejar claro mediante el uso de la violencia, por ahora
representada en las fuerzas y cuerpos de seguridad, que el único estado viable
a día de hoy en el territorio español es el que representa la realidad jurídica del Reino de España.
Cualquier otra expresión de cultura nacional con visos de constituirse en un
estado independiente, supone para el Partido Popular y sus acólitos una muestra
clara de fuerza ilegítima y criminal que debe ser atajada con el uso legítimo
del monopolio de la violencia que posee el gobierno español.
Una
lógica perversa quizás aceptable en la realidad del Conde-Duque de Olivares o
en los convulsos años de la República Federal Española, pero difícilmente
asumible para la Unión Europea
contemporánea del Brexit o el referéndum de Escocia.
Sí la gestión de la corrupción nos había
señalado a unos cuantos la inoperancia del Partido Popular y la escasa cintura
del gobierno en su trato con los medios de comunicación, la jornada del 1 de
octubre en Catalunya parece haberse encargado definitivamente de exponerle al
mundo la triste ineficacia del ejecutivo español.
Por
desgracia parece que al legislativo todo esto debió de pillarle en un cóctel o
en el cine con sus "compi yogui", con la monarquía nunca se sabe.
Medios internacionales como Le Figaro o
The Telegraph, o The New York Times con su editorial calificando a Rajoy de “matón intransigente” parecen
dejar tras el 1-O a un lado el mito de
la ejemplaridad de la transición española, para centrar sus objetivos en un
estado incapaz de solventar sus crisis sin hacer aflorar de nuevo sus tintes
autoritarios.
Apoyarse
en la Constitución y en una transición que se realizó bajo el ruido de los
sables y la inexperiencia democrática de un pueblo que llegaba a ese momento
crucial de la historia de nuestro país ahogado por la falta de libertad tras treinta y nueve años de
dictadura fascista en España, supone a todas luces un argumento insuficiente
para negarse rotundamente a entablar diálogo con quienes cuestionan la
legitimidad de nuestras normas comunes de convivencia. Después de todo, nadie
puede negar que el fascismo dejó su impronta en nuestra democracia.
Los
cambios de chaqueta fueron numerosos en todos los ámbitos de la vida española,
periodistas, políticos, militares e incluso asesinos pasaron rápidamente a
incorporarse a las élites encargadas de tutelar al pueblo en su camino a la
democracia. Nada cambio en realidad con el régimen del 78, nunca se llegó a
remover el poder cimentado durante la dictadura franquista, sino que
simplemente se buscó legitimar al estado
español ante el mundo bajo una fachada democrática ciertamente deficiente.
Nuestra entrada en organismos internacionales como la ONU o la Unión Europea,
siempre ha estado marcada por un trato distante de los demás miembros,
limítrofe entre lo exótico y lo rentable. Una relación de fuerzas puede que
ciertamente provechosa para el conjunto de España, pero que nunca ha estado
exenta de cierto tipo de vasallaje asumido íntegramente por el pueblo.
Quién
sabe si acostumbrado al habitual control del discurso imperante en nuestro país
o quizás debido a una torpe gestión electoralista de la peculiaridad de poseer
en su seno un importante voto extremista, el Partido Popular simplemente ha
dado por hecho que la puesta en escena a los ojos del mundo de una Catalunya
independiente era en esencia imposible. Claramente se equivocó el Gobierno
español al considerar que el uso desproporcional de la fuerza contra una
población que únicamente deseaba votar no iba a tener repercusiones excesivas.
Una vez más, ha minusvalorado el poder de la imagen y sorprendido ante una
prensa extranjera quizás más contestataria de lo esperado, ha otorgado
definitivamente al Govern de Catalunya el poder que estaban esperando.
Resulta
improbable que los grandes pesos de la arena internacional o la Unión Europea
en su conjunto den excesivo crédito al proyecto unilateral de la República
Catalana, pero no han sido pocos los representantes políticos que horrorizados
ante las imágenes que llegaban desde Catalunya han pedido que se abra
urgentemente un proceso de diálogo. Una
importante victoria para una vía independentista que hasta hace pocas semanas
no contaba con apenas respaldo fuera de las propias fronteras de su proyecto.
Algo
tiene que cambiar. Esa sin duda, podría ser considerada la sensación más
habitual en la cabeza y en los corazones de la mayoría de catalanes y
españoles. La represión sufrida por quienes en una clara actitud no violenta
simplemente reclamaban un derecho tan básico como el de poder decidir su
futuro, ha terminado de resquebrajar un pacto social que en España ya se
encontraba demasiado debilitado por la rigidez política de un régimen heredero
del franquismo y los recortes sociales fruto de un sistema económico que ha
terminado ahogando en exceso al pueblo.
Además
de constituir una reivindicación histórica y social, la independencia en
Catalunya ha supuesto para muchos ciudadanos una vía de escape para demasiada frustración
contenida. Al contrario que el arco parlamentario en Madrid, los políticos
catalanes han logrado apartar sus obvias diferencias para juntos encauzar la
pulsión ciudadana cara a un nuevo proyecto que siendo ciertamente arriesgado,
ha tenido las cosas claras desde el principio.
Tras
el fracaso anunciado de las armas en Euskadi, el desafío independentista se
trasladó a Catalunya con el tacticismo político y la presión social como
principales argumentos frente al estado. Pero en una España en donde el "sin
violencia todo se puede negociar" se había utilizado como firme premisa
frente al terrorismo, la respuesta ante las reivindicaciones catalanas siguió
consistiendo en una firme escalada represiva por parte del gobierno central. El
recurso del PP contra el Estatut de autonomía y la guerra abierta desde aquel
momento contra el Govern dejaron claro a gran parte de la ciudadanía catalana
que la desobediencia civil era el único camino posible.
Tampoco
nos llamemos a engaño, tan solo los más abducidos por el procés podrían esperar
que el 1 de octubre se saldase con unos resultados fiables y legítimos en las
urnas. Ese no parece el objetivo real de una consulta que con toda certeza
sufriría una presión logística y represiva de la que difícilmente podría salir
indemne. Todo parece apuntar a que el movimiento soberanista catalán ha buscado
simplemente sentar a España en la mesa de negociación, para lograr una consulta
legal y consensuada a la que en Moncloa nunca han dado opción alguna.
Desde
el Govern de Catalunya siempre se apuntó a Europa como un interlocutor más pese
a la rotunda negativa inicial a inmiscuirse en asuntos internos de un estado
miembro y a las amenazas de exclusión de la Unión. Pese a ello en todo momento
Puigdemont pareció tener clara la existencia
de una rendija invisible en la impenetrabilidad de las relaciones entre
estados, que en su momento abriría una oportunidad al procés para legitimarse.
Finalmente la torpeza del Gobierno del Partido Popular parece haberle dado la
razón.
Con
la pérdida del uso de la violencia fruto del peso que más de ochocientos
heridos (alguno de ellos graves) tienen en la comunidad internacional, la única
salida viable para el gobierno del Partido Popular es la de sentarse a
negociar, la principal duda que nos asalta, se basa en saber sí un partido
salpicado por la desproporcionalidad en el uso de la fuerza y claramente
inoperante en la negociación política será capaz de liderar un proceso que se
antoja necesario no solo para la propia España, sino también en sus relaciones
con Catalunya y el resto de territorios con reinvindicaciones soberanistas.
Puede
que sin remedio, el 1-O hayamos perdido definitivamente a Catalunya como una
comunidad autónoma más de España, pero gran parte de las esperanzas que nacen
de este desafío al estado español apuntan a la capacidad de la izquierda
estatal para tomar la alternativa en un proceso que suceda lo que suceda, va a
tener que pactarse en Catalunya y en el seno del Estado español.
No
existen ya reductos para las imprecisiones y el electoralismo, hoy cada actor
político debe situarse como parte activa de una nueva concepción del estado o
como pilar fundamental del régimen del 77. No puede la izquierda española
renunciar a la resistencia pacífica por los derechos de los ciudadanos. El 1 de octubre la transición ha muerto en
Catalunya y ahora es la calle e incluso la desobediencia civil en algunos casos
la encargada de traer una nueva libertad plena a la ciudadanía.
El
pueblo catalán ha perdido de forma definitiva el hace tiempo infundado miedo a
la transición y a los ruidos de sable. Deberían entender por su propio bien en
Madrid, que la pérdida del miedo en una sociedad donde impera la precariedad y
los recortes sociales son la norma, puede suponer una peligrosa cuestión si no
se sabe ceder a tiempo lo que ya se ha perdido.
Gamonal,
Murcia, la represión a la minería, las marchas de la dignidad, los
desahucios... Cientos de actuaciones represivas que dejan claro que Catalunya
no es el problema, no puede volver a saldarse sin responsabilidades penales y dimisiones la
actuación policial desmedida tan común para unas fuerzas y cuerpos de seguridad
del estado con ciertos tintes represivos que han mostrado al mundo una clara
necesidad de depuración.
Por
si fuera poco, la Zarzuela se ha unido a La Moncloa y Génova en la apuesta
total y sin ambages por la mano dura contra la Generalitat en su aventura por
la independencia. En una intervención sin precedentes en una monarquía
parlamentaria en la que el rey no tiene poderes políticos –ni puede tenerlos en
Europa en el siglo XXI–, Felipe VI ha pronunciado un discurso durísimo sin
espacio para dar ninguna opción al diálogo con los nacionalistas catalanes en
lo que es en la práctica una declaración de guerra a la Generalitat que preside
Carles Puigdemont.
Lo
único que le faltó al monarca fue ordenar la aplicación del artículo 155, la
detención de los dirigentes de la Generalitat y la convocatoria de nuevas
elecciones en Cataluña. O algo peor. Quizá Rajoy se haya comprometido ya a hacer eso. Si no
es así, el presidente del Gobierno ya sabe por dónde respira la monarquía. Tan
nefasta intervención política de S.M. puede significar el principio del fin, no
solo del gobierno de Rajoy, sino también de la monarquía.
Hoy no es solo
Catalunya, sino la concepción de España lo que está en juego, la historia será
la encargada de medir la altura política y moral de quienes ahora deben dar un
paso al frente.
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