En
los tiempos del franquismo la mentira, la hipocresía y el cinismo camparon a
sus anchas en el discurso político y en los medios de comunicación. No
importaba demasiado: todos lo sabíamos, habíamos aprendido a leer entre líneas
y no era fácil engañarnos.
Después, en la transición, durante un breve tiempo creímos que la mentira podía ser desterrada de la práctica política, y con ella su amiga inseparable: la corrupción.
No
tardamos en darnos cuenta –no todos al principio, pero sí bastantes– de que la
mentira y la corrupción seguían anidando en el corazón del sistema, de que no
se había producido una ruptura completa con los moldes que habían configurado
la vida política del pasado: eran los tiempos del Gal, de Filesa, de las
recalificaciones urbanísticas, de las palmaditas en la espalda dadas por
demócratas –de eso presumían– de CiU o de Alianza Popular a jerarcas locales franquistas
cuando ingresaban en sus filas.
Era
la época en que centenares de jóvenes más o menos revolucionarios aparcábamos nuestras
convicciones para arrimarnos al sol del PSOE, algunos –la mayoría- de buena fe,
creyendo que desde el poder se podía transformar la sociedad; otros mostrando
ya su natural arribista e interesado. Total, la mentira, la corrupción, el
cinismo, siguieron campando a sus anchas, y nosotros, como verdaderos idiotas,
lo hemos consentido.
Y así hemos llegado a donde estamos: a una ciénaga putrefacta en la que se hunde la mayor parte de la gente mientras muchos mentirosos, muchos cínicos, muchos corruptos miran por encima del hombro a esos súbditos enfangados en las arenas movedizas de la crisis recordándoles desenfadadamente que eso les pasa por haber vivido por encima de sus posibilidades. ¡Hay que tener cara!
Porque
nos mienten. Una y otra vez. Nos mienten a la cara y nos hacen peinetas y
cortes de mangas. Unos y otros. Tapándose entre ellos las vergüenzas si pueden,
o poniendo en marcha el ventilador si el asunto se les va de las manos y hay
que entrar en la lógica abyecta del “y tú más”. Y florecen los escándalos de
tal modo, que ahora mismo me pregunto cuántas noticia terribles, cuántas corrupciones
se harán públicas en los ocho o diez días que – de media- tardo en subir un
nuevo “post” a este blog.
Y
mientras el país entero –entero: a nivel nacional y en cada una de sus
autonomías – contempla, atónito e indignado, el fango infecto en que nos
revolcamos, ese mismo país, tripulado por una clase política autista e
insensible al sufrimiento pero muy dada al parloteo, sigue su trayecto
descendiente viendo cómo crece el paro, cómo siguen cerrando miles de pequeñas
empresas, cómo se reducen servicios básicos esenciales, cómo perdemos cada vez
más los derechos de ciudadanía.
Impasible
el ademán, tanto el gobierno como la oposición mayoritaria parecen incapaces –y
esa es una apreciación benévola– de sugerir ideas para enderezar el rumbo. No
saben, o no quieren.
Hace
apenas diez días se celebró (esto se está escribiendo el 2 de marzo) el gran
debate del estado de la nación, y todos pudimos ver con estupefacción que todo
se quedaba en mera retórica y palabrería, con abundantes reproches de unos a
otros y de otros a unos, y poco más.
¿La
salida? Probablemente una crisis de gobierno; algunas caras nuevas para que
todo siga igual... Y la oposición, que no está ni se la espera, sigue sin
ideas. Y el país hundiéndose... Y los sindicatos... ay, los sindicatos... Y más
mentira... Y más corrupción... Y cada vez más gente atravesando la frontera de
la desesperación...
En
definitiva, más de lo mismo: Mentiras, asco e indignación. ¿Hasta cuándo?
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