«Estaba en juego mi existencia, amenazada por el vergonzoso funcionamiento de una administración»
Franz
Kafka, El castillo
Digamos
que gracias al progreso de la medicina, en nuestros tiempos Franz Kafka no
hubiera muerto a los 41 de tuberculosis. Con suerte, hubiera llegado a viejo.
Pero
he aquí que el viejo Kafka, con 92 años, sufre una trombosis y queda atado a
una silla de ruedas y con problemas de toda clase que lo convierten en lo que
hoy llamamos dependiente. La pobre Dora no puede cuidarle en su casa, pues
también está mayor y no tiene fuerzas para levantarle en el paso de la silla de
ruedas a la cama, ni para cambiarle los pañales o ducharle.
Así
que Dora se dirige a la Comunidad de Madrid, necesita que atiendan a su pareja.
Lo primero, le dicen, es determinar su grado de dependencia. Para solicitarlo
presente por favor original y fotocopia de su DNI, tarjeta sanitaria, partes
médicos, historia clínica, documento justificativo de la pensión mínima que
cobra como escritor, documento justificativo de las propiedades a su nombre, en
caso de haberlas. El proceso de determinar el grado de dependencia lleva
alrededor de un año, le dicen. Unos seis meses hasta que un inspector de la CAM
le visite y evalúe su estado, y otros seis meses o más hasta que la comunidad
determine oficialmente su grado de dependencia. Una vez que tenga el grado
determinado, puede solicitar plaza concertada en una residencia. El proceso de
adjudicación de plazas puede llevar otro año, desde que presente la solicitud.
— - ¡Siguiente! —dice el funcionario, tras
una pausa, mirando ya hacia la abarrotada sala de espera.
- ¡Pero me está usted hablando de más de dos años! ¿Qué hago yo ahora? ¿Qué hago mañana? —Dora se echa a llorar.
Puede ingresar en una residencia, pero ocupando una plaza privada, en espera de que le determinen el grado de dependencia. Pero no se preocupe, le dicen: puede solicitar desde ya las ayudas a la dependencia que le cubrirán un porcentaje del coste de la residencia, en función del grado. Para solicitar esa prestación económica solo tiene que presentar original y fotocopia de esto, original y fotocopia por triplicado de aquello, etc. etc.
Dora
se recorre todas las residencias cercanas a su domicilio, aunque su radio de
búsqueda se va ampliando. Hay pocas residencias, y ninguna es 100% pública. Las
pocas pertenecientes al ayuntamiento o la Comunidad son de “gestión privada” y
su lista de espera es eterna. Todas las demás son enteramente privadas, pero no
se preocupe, le dicen, tienen plazas concertadas. Cierto: de 500 plazas, 23
concertadas para grado de dependencia II y otras 23 para grado III. Es decir,
el número mínimo de plazas concertadas para que la empresa privada dueña de la
residencia pueda optar a las subvenciones.
Tras
días de gestiones en los Servicios Sociales, consultas a la unidad de Atención
a la Dependencia, colas, formularios, solicitudes en residencias, visitas al
enfermo, Dora está exhausta. Desesperada, recorre una y otra vez las
instituciones, pero no hay nada que hacer. Los procesos administrativos llevan
su tiempo, le dicen.
Pero
tiempo es lo que no tiene: a sus 92 años, Franz Kafka recibe el alta del
hospital y Dora tiene que reaccionar; lo lleva a una residencia privada que
puede costear, al menos inicialmente. Se encuentra a unos 30 kilómetros de su
casa, pero tiene una combinación de transporte aceptable. Y además, le han
asegurado que, cuando le concedan la prestación, la Comunidad le abonará
retroactivamente lo que le correspondiera desde el minuto cero.
Pero los meses pasan y pese a todas las llamadas y paseos, Dora sigue esperando, impotente frente a la maquinaria burocrática. Un buen día, una funcionaria de la comunidad visita por fin a Franz para evaluar su grado de dependencia.
—
¿Sabe en qué año estamos?
—
¡Qué tontería! Estamos en 1915.
—
¿Quién es el presidente?
—
Ochenta y siete.
Dora
aprieta con ternura la mano de su Franz, contiene las lágrimas como siempre
hace en su presencia.
Agosto,
diciembre, febrero… y otro verano. Ha pasado un año y medio y para hacer frente
al coste de la residencia, hace tiempo que Dora, desesperada, pidió dinero
prestado a una amiga, después a otra y otra. Franz Kafka finalmente fue
declarado dependiente en Grado II y Dora por fin pudo presentar toda la
documentación (por triplicado) necesaria para solicitar plaza. Pero la «Lista
de espera de demanda del servicio de atención residencial» era de 1438
solicitantes… Mil cuatrocientas treinta y ocho personas desesperadas esperando
su plaza, mil cuatrocientas treinta y ocho familias agotando, como ella, sus
recursos, su ánimo, su paciencia. Su esperanza es que cuando le concedan la
prestación que legalmente le corresponde, la Comunidad le abonará todo lo que
ha tenido que desembolsar ella por culpa de la interminable burocracia.
Dicen las malas lenguas que la Comunidad de Madrid dilata la burocracia porque si la persona fallece, ese supuesto «pago retroactivo» ya no se abona: la familia no recibe ni una corona austriaca de lo que haya adelantado, lo que legalmente correspondía a la persona dependiente desde el minuto cero. Pero ella no quiere creerlo, sería demasiado perverso.
Un
día, Dora recibe una notificación. La Comunidad de Madrid concede a Kafka una
plaza concertada en una residencia en Pelayos de la Presa, exactamente a 70,3
kilómetros de su casa. Para cubrir su coste, la Comunidad usará la pensión de
Franz, pero aún tendrá ella que aportar la otra mitad del coste. Dora se
informa y, para visitarle, tendría que coger dos líneas de Cercanías y un
autobús interurbano, en total 1h32 según GoogleMaps. Franz se encuentra a
gusto, hasta donde se puede pedir, en la residencia en que está. La directora
le explica a Dora que podría acogerse a una de las plazas concertadas en esa
misma residencia, que las hay disponibles, solo que para hacerlo, es condición
de la Comunidad de Madrid que primero pase cuatro meses en la residencia
adjudicada. No sabe explicarle el motivo, ¡quién sabría! Trasladarle a un lugar
desconocido, ahora que se ha acostumbrado a las rutinas, a las personas que lo
cuidan aquí, alterarle el universo solo para cuatro meses, y solo para cumplir
una norma estúpida… Dora no está dispuesta, seguirá pidiendo dinero a sus
amistades hasta que le abonen por fin la prestación.
—
Franz, liebling, ¿cómo estás hoy? Huele bien aquí, ¿te acuerdas de lo que
habéis comido? No importa, ya lo preguntaré. Mira, te he traído unas
fotografías y estos libros que escribiste, para que los tengas aquí: El
proceso, El castillo… ¿Te acuerdas? ¿Te acuerdas?
Dora
acude por enésima vez a la Comunidad de Madrid, es urgente que le concedan de
una vez la prestación económica de atención a la dependencia que solicitó dos
años antes, cuando Franz sufrió la trombosis. Le debe dinero a todas sus
amistades, con su pensión y la de Franz no llega de ninguna manera para pagar
la residencia… Pero la burocracia es inexpugnable, un gran muro de indiferencia
se alza, insensible, ante sus llantos. En una de sus incontables visitas se
topa con una funcionaria comprensiva, pero su empatía no sirve de nada: los
reglamentos y protocolos son como son, la falta de inversión pública está
diseñada específicamente para arrojar a la ciudadanía hacia las residencias
privadas.
La mañana del 3 de junio, Franz Kafka exhala su último aliento en la residencia privada concertada donde se encuentra.
A
la mañana siguiente, en la oficina de Atención a la Dependencia de la Comunidad
de Madrid, un funcionario de traje gris, pelo gris y mirada gris, vuelve a su
puesto de trabajo tras recibir las órdenes cotidianas de su superior. Se
acomoda y se pone a rebuscar en uno de los cerros interminables de papelotes
que cubren su escritorio. Levantando una tras otra las gruesas carpetas con
documentación por triplicado, por fin toma en sus manos grises el expediente
RB-54.000065855495/2018, marcado con el nombre FRANZ CUALQUIERA KAFKA, una
carpeta blanca impoluta, pues en estos dos años no ha sido sobada por mano
alguna, y le estampa el sello correspondiente, en tinta roja, el sello de la
victoria de la CAM, una vez más:
FALLECIDO:
PAGO CANCELADO
En
ese mismo instante Dora, arruinada, está recibiendo las pertenencias de su
pareja en la fría recepción de la residencia. Se queda unos minutos absorta
contemplando aquella primera edición de El castillo y, en un ataque de rabia
inconsolable, la despedaza.
NOTA: Esto no es un cuento kafkiano,
es una realidad kafkiana. ¿Hasta cuándo vamos a seguir aguantando?
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