jueves, 30 de agosto de 2012

PSOE, ALTERNATIVAS DE OPOSICIÓN


Cuando el PP perdió las elecciones, en marzo de 2004, enfiló un rumbo entre desesperado e incontinente de bloqueo institucional: desde el primer día del gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero dispusieron un mecanismo de deslegitimación en todos los ámbitos políticos. Aquella escalada virulenta contra todo lo que oliera a cambio progresista recibió el nombre de “estrategia de la crispación”: se trataba de desacreditar el triunfo electoral, de criminalizar al gobierno de Maragall en Cataluña, de sembrar sospechas de complicidad con el atentado terrorista; en definitiva, de explayar la bronca en las instituciones, en los medios de comunicación y, fundamentalmente, en la sociedad. Poco les importaba que la sociedad terminase dividida con tal de que su estratagema saliera triunfante. Por fortuna, ese diseño fue infructuoso.
           
            Si bien es cierto que una vez que Mariano Rajoy asentó su liderazgo interno, desprendiéndose, en parte, del dislate aznarista, atemperó el tono de la crítica; sin embargo, no por ello la derecha abandonó el fragor de la lógica de combate: el intento de demolición y derribo, a costa de lo que fuese, del gobierno del PSOE tuvo su momento culminante a partir de la crisis económica. Nunca dejaron de ver al gobierno de Rodríguez Zapatero como una “pesadilla”. Hasta tal extremo llegó su inquina que, sin rubor alguno, decían sentir nostalgia de Felipe González.

            ¿Qué es lo que realmente les irritaba de la gestión de Zapatero? ¿El talante?, no; ¿el optimismo antropológico?, tampoco; ¿el recambio generacional?, menos aún. Todos estos atributos del nieto de un republicano fusilado cumplimentaban el obsequioso estribillo de que estábamos dirigidos por un sujeto insolvente. ¡Cuidado!, he dicho que Zapatero era descendiente de un republicano fusilado. Y lo insólito, por no decir escandaloso, es que hablara de su abuelo no sólo orgulloso de su legado familiar sino que, lo que era más desafiante para la derecha, enalteciera su figura en la más alta institución democrática: el parlamento.

            ¡El presidente del gobierno ennobleciendo en la Cámara baja la grandeza de los hombres de la república, de los cuales, con emocionado brío, se sentía honrado y legítimo heredero! ¿Qué había hecho la generación anterior? Un pacto de olvido. Dejaron que la república ocupara un lugar en la academia, en los libros de historia, en el cine, en el teatro, en la poesía, en la novela, en las series televisivas, etc. Pero he aquí la perversión de la transición española: la república, en aquel pacto de olvido, no podía volver a tener alcance político ni en el presente ni en el futuro. Esa fue la condición del pacto y por ello toda la transición democrática incuba una herida. Es una aberración conmemorar la Constitución de 1812 y, sin embargo, birlar calladamente la Constitución de 1931. Pero hay una pregunta aún más lacerante: ¿de qué historia es heredero el PSOE? Cuando Rodríguez Zapatero elogia la memoria de su abuelo acaba con el insalubre galimatías que monopoliza a la institución política. Cobra sentido y plenitud política, no únicamente académica como pretendieron sus antecesores, la memoria histórica y, con ella, la revisión del supuesto paradigma de la transición española. Se abre paso un nuevo horizonte que no es sino pensar en la posibilidad del alcance político actual de la república.
           
            El impacto que tuvo semejante osadía en la derecha española no se hizo esperar: salieron a tumba abierta contra aquella ultrajante iniciativa. Zapatero era una amenaza, algo más que un adversario, era un enemigo y como tal tendría que caer. Habían sentenciado que por la vertiente del zapaterismo se ponía en riesgo todo el andamiaje de la transición. Un neófito estaba poniendo en peligro la estructura territorial del Estado, el concepto unívoco de nación, el modelo de transición, el molde eclesial de familia; en fin, sepultando el ideario catecúmeno de la derecha española.

            La crisis económica le vino a la derecha como anillo al dedo: era el momento de atizar el fuego, de subirse al carro del infortunio e instigar a la población con el monótono cántico de que sólo Zapatero era el culpable del descalabro económico. Únicamente él tenía que cargar con toda la minuta. El brebaje les dio resultado: expulsaron de la Moncloa al engendro.


            ¿Y qué pasó mientras tanto en el PSOE?  Se fue arrugando. No lo digo metafóricamente. El ataque de la derecha fue tan intenso que afectó tanto a las ideas como a las personas. Las ideas viraron hacia el pasado, emergieron voces melancólicas de la etapa felipista, el regatón de la década del cambio sonaba como aliciente ante tanta complejidad y decepción. Sólo faltaba poner un rostro que no fuese heredero del error: Alfredo Pérez Rubalcaba. El PSOE se arrugó en papel de plata.

            En los meses anteriores a las elecciones generales cobró aliento la idea del “voto útil”. Fracasó. Después, con el objeto de demostrar de que somos gente responsable, acentuamos el lema de que el PSOE es un “partido de gobierno” y, por tanto, hay que dar pruebas de que, por un lado, somos capaces eludir cualquier muestra de resentimiento respecto al período anterior y, por otro, a fin de superar la crisis, tendemos la mano al gobierno alcanzando pactos de Estado o, si se quiere, llamémosle consensos básicos. Lo exigen el establishment nacional, los medios de comunicación afines y las altas instituciones extranjeras. Estas demandas esponjan a la cúpula del PSOE.

            Pero se ha producido una novedad interna: las elecciones andaluzas. El Partido Socialista de Andalucía e Izquierda Unida forman gobierno. Además salta la espita en Francia: François Hollande es el nuevo presidente de la V República; en Grecia el Pasok se desploma y la Coalición Izquierda Radical (Syriza), una formación semejante a Izquierda Unida, se convierte en el segundo partido más votado y en Alemania la CDU y los liberales pierden el gobierno en el land de Schleswig-Holstein. Estos hechos astillan el programa de la derecha. Todos ellos tienen un mensaje común: embridar la germanización de Europa y situar a Alemania en su sitio, es decir, volver a europeizar a Alemania. Las políticas de Ángela Merkel, además de conducirnos económicamente hacia la recesión y a la depresión, desde un punto de vista estrictamente político nos empuja al desmoronamiento de Europa.

            Las medidas que se están adoptando no son asépticas sino que responden al dogma económico neoliberal cuyo objeto no es otro que socavar las bases del Estado de bienestar y contraer el poder adquisitivo de las clases medias trabajadoras mediante la reducción salarial.


            ¿Qué significa todo ello en España? Romper el pacto de la transición: esta vez no por la supuesta vía republicana que achacaban a Zapatero, sino por la vía del regeneracionismo canovista, es decir, negando que nuestra economía sea social de mercado y nuestro Estado sea social y de derecho. No es lo mismo una economía de mercado que una economía social de mercado y no es lo mismo un Estado de derecho que un Estado social de derecho. Lo pactado en la transición no fue una sociedad de mercado ni tampoco un Estado sin derechos sociales. Pero en el caso español hay un añadido aún más profundo: la derecha propone una profunda revisión del modelo del Estado de las Autonomías. Cuando hablan de racionalizar el gasto y expurgar las duplicidades, en realidad lo que están impulsando es la recentralización del Estado: recortar el patrón autonómico. Esperanza Aguirre lo manifiesta sin recato.

            Si rompen el pacto, tienen que saberlo: rompen con todo. Este es el PSOE que esperamos y el modelo de oposición ha de responder a este desafío. El consenso de la transición fue una transacción: una negociación donde se asumía la Monarquía parlamentaria no por convicción sino porque, a su vez, se contraía el compromiso de que España se constituía en un Estado social y democrático de Derecho y su articulación territorial se vertebraba a través del Estado de las Autonomías con sus respectivos órganos y competencias.

            A los que hablan de consensuar políticas con el PP para demostrar nuestro “sentido de Estado” y que somos un “Partido de Gobierno” yo les pregunto: ¿Qué es lo que queremos consensuar con el PP? Si ya han decretado las medidas oportunas del programa neoliberal; si ya han desarrollado la estrategia del miedo; si ya han presentado a la Comisión Europea su programa de reformas que, por cierto, apenas lo hemos discutido en España; si ya han entregado la soberanía sobre el control financiero a entidades extranjeras de escasa profesionalidad; si ya se han lanzado como verdaderos corsarios al ataque de todo lo que huela a Estado de Bienestar; si …

            No tiene mucho sentido sostener que lo hacemos para “salvar la marca de España”. La marca de España, tal como la entiende el Partido Popular, irá a peor: lo que fue admiración de todos, nuestro modelo de sanidad y educación universal y gratuita, hoy es razón de espanto; lo que fue nuestro modelo de cohesión social, hoy es motivo de indignación, y así un largo etcétera.

            Hemos de volcarnos en mantener a Grecia en el euro, en apoyar a Hollande frente a Merkel, en hacer un frente común con la izquierda europea; en definitiva, debemos tener una posición nítida para confrontar con el PP tanto a escala nacional como europea.

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