El Partit dels
Socialistes de Catalunya (PSC) es un caso notable digno de análisis para los
politólogos. Su origen es fruto del llamado Congreso de Unificación (1978),
donde confluyeron la Federación Catalana del PSOE, el PSC (Congrés) y el PSC
(Reagrupament), las dos facciones escindidas del histórico Moviment Socialista
de Catalunya (MSC) dirigidas por Joan Reventós y Josep Pallach.
La base social
de la Federación Catalana del PSOE estaba formada por trabajadores de los
barrios de la inmigración española; en los dos PSC militaban miembros de las
clases medias catalanistas progresistas e ilustradas. Ello dio lugar a una
precaria soldadura y a una curiosa división del trabajo: la FC del PSOE aportaba
la base militante y los votos, al tiempo que los cuadros procedentes de los dos
PSC copaban la dirección del partido. Al menos hasta el Congreso de Sitges
(1994) cuando, liderados por Josep Mª Sala, los cuadros del área metropolitana,
como José Montilla o Celestino Corbacho exigieron su cuota de representación en
la dirección.
Ahora bien,
mientras los dirigentes del sector catalanista marcaban las líneas maestras de
la orientación ideológica y política del partido, los dirigentes procedentes de
la inmigración se ocupaban de la gestión del aparato, incapaces de generar una
alternativa a la hegemonía del sector catalanista.
Esta
composición dual produjo, en los años del pujolismo (1980-2003), una curiosa
contradicción, inédita en el resto de fuerzas catalanas: mientras el PSC-PSOE
se imponía con claridad en todas las elecciones generales españolas, con una
contribución fundamental en las victorias del PSOE, era sistemáticamente
derrotado por CiU en las elecciones autonómicas catalanas. Este extraño
comportamiento se explica por la abstención de más de una tercera parte de su
electorado en los barrios de la inmigración que no sintonizaba con el discurso
catalanista del PSC.
Esta
abstención dual y selectiva explica la situación de doble poder durante la era
Pujol, cuando los grandes municipios del país, empezando por la ciudad de
Barcelona, estaban gobernados por los socialistas mientras la Generalitat lo
estaba por CiU.
Estos extraños
y delicados equilibrios empezaron a cuestionarse tras la retirada de Pujol y la
investidura en 2003 como president de la Generalitat de Pasqual Maragall, ex
alcalde olímpico de Barcelona y nieto del gran poeta. Maragall, con poco más un
millón de votos, obtuvo el mejor registro histórico del PSC y superó
ligeramente en votos a CiU aunque, por paradojas de nuestra infame ley
electoral, logró cuatro escaños más. Maragall se benefició del profundo
desgaste de la federación nacionalista por sus pactos con el PP de José María
Aznar y de los numerosos escándalos de corrupción que, desde que alcanza la
memoria, han rodeado a CiU.
De este modo,
PSC, ERC y ICV-EUiA suscribieron el Pacte del Tinell, un acuerdo de gobierno
con el compromiso de no pactar con el PP en ninguno de los escenarios de la
vida pública catalana, que fue la contrafigura del Pacte del Majestic entre las
cúpulas de PP y CiU que permitió la investidura de Aznar (1996).
Entonces
muchos analistas pronosticaron la inauguración de una nueva etapa de la
política catalana bajo la hegemonía del PSC y la figura carismática de
Maragall. Quizás esto hubiera sido así si el ex alcalde de Barcelona no hubiese
cometido el error estratégico de centrar su acción de gobierno en la reforma
del Estatut, una reivindicación que, a nivel popular, nadie reclamaba.
Tras 23 años
de pujolismo, dominados por el debate nacionalista, el PSC debió priorizar la
resolución de los graves déficits sociales de la sociedad catalana, como se
apuntó en la Llei de Barris. En cualquier caso, la reforma fue avalada por el
candidato a la presidencia del gobierno José Luis Rodríguez Zapataro en el
famoso mitin en Barcelona donde prometió imprudentemente que apoyaría el
Estatut que elaborase el Parlament de Catalunya.
Maragall y sus
aliados de ERC e ICV pretendieron superar a CiU en su propio terreno. Ello
permitió a CiU recuperar la iniciativa política. En efecto, para aprobar la
reforma del Estatut se precisaba una mayoría de dos tercios del Parlament,
imposible de conseguir sin el apoyo de la federación nacionalista, que impuso
un anteproyecto de máximos claramente anticonstitucional.
Ello situó la
reforma estatutaria en un callejón sin salida que fue resuelto en la célebre
reunión entre Zapatero y Mas en La Moncloa (2006), donde se pactó el contenido
del Estatut y que abrió la tumba política de Maragall, sustituido por Montilla,
el primer presidente charnego de la Generalitat.
El Estatut,
debidamente “cepillado” por Alfonso Guerra, fue aprobado por las Cortes
españolas y sometido a referéndum al pueblo catalán donde la abstención (50,5%)
superó al número de votantes y se registró una anormalmente elevada cifra de votos
en blanco (5,3%), lo cual mostró el escaso interés ciudadano que suscitaba la
reforma.
El Estatut fue
recurrido por el PP ante el Tribunal Constitucional (TC) que tardó cuatro
largos años en emitir la sentencia que laminaba algunos de sus aspectos
fundamentales. La clave de la sentencia, que muy pocos han leído, estriba en la
consideración de que los artículos más polémicos chocaban con la Constitución y
algunas leyes orgánicas. Tanto es así que el alto tribunal recomendaba las vías
jurídicas a recorrer para que los artículos derogados pudiesen ser aceptados.
Más allá de
los argumentos jurídicos, dicha sentencia planteó un choque entre la
legitimidad de la más alta instancia jurídica del Estado y la legitimidad política
expresada por el Parlament de Catalunya, las Cortes españolas y el pueblo
catalán que lo habían refrendado.
Justamente
esta sentencia, cuatro meses antes de las autonómicas de noviembre del 2010,
marcaron el inicio del giro soberanista de CiU y el hundimiento del PSC que,
con 575.233 votos, cedía casi la mitad de su electorado respecto a Maragall.
Nunca podremos
saber qué habría sucedido con esta sentencia si no hubiese coincidido con la
brutal crisis financiera.
Quizás el
rechazo no hubiera ido más allá de los sectores más nacionalmente concienciados
de la sociedad catalana. En cualquier caso sirvió de catalizador al profundo
malestar de las clases medias frente a la caída de su nivel de vida.
Uno de los
efectos políticos más visibles del giro soberanista de CiU es haber provocado
la división interna en los partidos de la izquierda parlamentaria PSC e
ICV-EUiA, precisamente cuando los efectos sociales de la recesión y la gestión
neoliberal de la crisis por CiU les ofrecían una oportunidad inmejorable no
sólo para practicar una oposición frontal a dichas políticas, sino para plantear
un modelo alternativo de país.
Tanto es así
que, antes del giro soberanista, el debate público estaba dominado por las
crecientes movilizaciones contra la política de ajustes y recortes del ejecutivo
de Mas que, en su primer mandato, fue pionero en las políticas de ajustes y recortes.
Así el president de la Ge neralitat hubo de utilizar el helicóptero para entrar
en el Parlament asediado por los jóvenes del 15-M y afrontar dos huelgas
generales.
Ahora la
intensa movilización de las clases medias en torno al objetivo de la
independencia, como demuestra el éxito de la Via Catalana, domina absolutamente
el debate político. El pasaje del autonomismo al soberanismo señala la unificación
ideológica de estos sectores sociales y amplía la hegemonía ideológica del
nacionalismo hacia sectores hasta ahora despolitizados de las clases medias.
La primera
víctima de esta transición del autonomismo al independentismo ha sido el PSC.
En la etapa autonomista pudo contentar a sus dos almas –catalanista y
españolista– poniendo el acento en uno u otro vector según las circunstancias.
Su hegemonía
en los grandes municipios catalanes y la Diputació de Barcelona, así como su
participación en los gobiernos socialistas de Felipe González y Zapatero
facilitaron extraordinariamente esta labor. Los dos tripartitos (2003-2010),
que coincidieron con el septenio de Zapatero (2004-2011), marcaron la edad de
oro del PSC, que no sólo ganaba las generales en Catalunya, sino que presidía
la Generalitat, Ajuntament y Diputació de Barcelona y contaba con su cuota de
ministros en Madrid (Chacón, Corbacho, Montilla o Clos).
Ahora todo se
ha venido abajo. Por primera vez, desde la reinstauración de la democracia, CiU
ha superado al PSC en las generales, lo cual compromete la vuelta al poder del
PSOE, y le arrebata la alcaldía y la Diputació de Barcelona. Además, la nueva
hegemonía ideológica del independentismo ha tensionado al máximo las dos almas
del partido al punto de hacer prácticamente imposible su convivencia. El
federalismo abstracto y monárquico de Pere Navarro no basta para satisfacer las
aspiraciones del sector catalanista del partido.
Navarro inició
su compleja singladura en el partido prometiendo una benévola neutralidad
respecto a la cuestión del referéndum de autodeterminación que se concretaría
en la defensa de una consulta legal y pactada con el gobierno de Madrid y con
la abstención en todas las votaciones parlamentarias donde se plantease el
tema.
Sin embargo,
esta ambigua neutralidad, en un momento de máxima polarización de las pasiones
nacionalistas, impide mantener esta posición que debilita al PSOE en el resto
de España y alimenta en Catalunya el crecimiento de Ciutadans (C’s), que
amenaza con arrebatarle grandes segmentos de su base electoral.
Todas estas
contradicciones se han evidenciado con la ruptura de la disciplina de voto de
los tres diputados del sector catalanista, Marina Geli, Joan Ignasi Elena y
Núria Ventura, en la sesión trascendental del pasado 16 de enero que reclamaba al
Congreso de los Diputados la transferencia de la competencia para convocar
referéndums. Una votación seguida por el manifiesto a favor del referéndum
suscrito por los dirigentes de este sector donde planea la amenaza de la
escisión emprendiendo el camino señalado por Ernest Maragall.
La dirección
socialista de Navarro/Balmón no parece poseer la determinación de romper con el
sector catalanista, a pesar de las numerosas provocaciones recibidas, que les
harían sobradamente acreedores de la expulsión al actuar objetivamente como el
caballo de Troya soberanista en el interior del PSC. La misma falta de decisión
observada para apartar de sus cargos públicos al diputado Daniel Fernández, ex
secretario de organización del partido y a la portavoz adjunta del grupo
parlamentario Montserrat Capdevila, ambos implicados en casos de corrupción.
El PSC se
halla prisionero de una contradicción fatal: si expulsa a los disidentes
catalanistas y se orienta en una línea de nítida oposición a la deriva
soberanista será objeto de duros ataques
políticos y mediáticos que le acusarán de alinearse con los “españolistas” de
PP y C’s, lo cual puede conducirle a perder sus apoyos electorales en la
Catalunya no metropolitana. Pero, si no lo hace y no muestra una postura de
firmeza con los disidentes y con el proceso soberanista, se incrementará el
trasvase de votos hacia C’s en el área metropolitana donde, según las
encuestas, le sobrepasa ya en intención de voto.
Podría argumentarse
que, desde el punto de vista electoral, la mayor parte del voto catalanista del
PSC ya ha emigrado hacia otras opciones partidarias y que ahora se trata de
retener a su electorado metropolitano.
La creciente
polarización de la sociedad catalana en torno a la cuestión de la independencia
dificultará extraordinariamente la permanencia en el partido del sector
filosoberanista.
Quizás esta
sería la mejor opción, pues al concurrir ante la ciudadanía en dos opciones
diferenciadas, nadie se llamaría a engaños y quedaría claro quien posee mayores
apoyos electorales.
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