jueves, 13 de marzo de 2014

EL SOCIALISMO CATALÁN EN LA ENCRUCIJADA SOBERANISTA


El Partit dels Socialistes de Catalunya (PSC) es un caso notable digno de análisis para los politólogos. Su origen es fruto del llamado Congreso de Unificación (1978), donde confluyeron la Federación Catalana del PSOE, el PSC (Congrés) y el PSC (Reagrupament), las dos facciones escindidas del histórico Moviment Socialista de Catalunya (MSC) dirigidas por Joan Reventós y Josep Pallach.

La base social de la Federación Catalana del PSOE estaba formada por trabajadores de los barrios de la inmigración española; en los dos PSC militaban miembros de las clases medias catalanistas progresistas e ilustradas. Ello dio lugar a una precaria soldadura y a una curiosa división del trabajo: la FC del PSOE aportaba la base militante y los votos, al tiempo que los cuadros procedentes de los dos PSC copaban la dirección del partido. Al menos hasta el Congreso de Sitges (1994) cuando, liderados por Josep Mª Sala, los cuadros del área metropolitana, como José Montilla o Celestino Corbacho exigieron su cuota de representación en la dirección.

Ahora bien, mientras los dirigentes del sector catalanista marcaban las líneas maestras de la orientación ideológica y política del partido, los dirigentes procedentes de la inmigración se ocupaban de la gestión del aparato, incapaces de generar una alternativa a la hegemonía del sector catalanista.

Esta composición dual produjo, en los años del pujolismo (1980-2003), una curiosa contradicción, inédita en el resto de fuerzas catalanas: mientras el PSC-PSOE se imponía con claridad en todas las elecciones generales españolas, con una contribución fundamental en las victorias del PSOE, era sistemáticamente derrotado por CiU en las elecciones autonómicas catalanas. Este extraño comportamiento se explica por la abstención de más de una tercera parte de su electorado en los barrios de la inmigración que no sintonizaba con el discurso catalanista del PSC.

Esta abstención dual y selectiva explica la situación de doble poder durante la era Pujol, cuando los grandes municipios del país, empezando por la ciudad de Barcelona, estaban gobernados por los socialistas mientras la Generalitat lo estaba por CiU.

          Estos extraños y delicados equilibrios empezaron a cuestionarse tras la retirada de Pujol y la investidura en 2003 como president de la Generalitat de Pasqual Maragall, ex alcalde olímpico de Barcelona y nieto del gran poeta. Maragall, con poco más un millón de votos, obtuvo el mejor registro histórico del PSC y superó ligeramente en votos a CiU aunque, por paradojas de nuestra infame ley electoral, logró cuatro escaños más. Maragall se benefició del profundo desgaste de la federación nacionalista por sus pactos con el PP de José María Aznar y de los numerosos escándalos de corrupción que, desde que alcanza la memoria, han rodeado a CiU.
De este modo, PSC, ERC y ICV-EUiA suscribieron el Pacte del Tinell, un acuerdo de gobierno con el compromiso de no pactar con el PP en ninguno de los escenarios de la vida pública catalana, que fue la contrafigura del Pacte del Majestic entre las cúpulas de PP y CiU que permitió la investidura de Aznar (1996).

Entonces muchos analistas pronosticaron la inauguración de una nueva etapa de la política catalana bajo la hegemonía del PSC y la figura carismática de Maragall. Quizás esto hubiera sido así si el ex alcalde de Barcelona no hubiese cometido el error estratégico de centrar su acción de gobierno en la reforma del Estatut, una reivindicación que, a nivel popular, nadie reclamaba.

Tras 23 años de pujolismo, dominados por el debate nacionalista, el PSC debió priorizar la resolución de los graves déficits sociales de la sociedad catalana, como se apuntó en la Llei de Barris. En cualquier caso, la reforma fue avalada por el candidato a la presidencia del gobierno José Luis Rodríguez Zapataro en el famoso mitin en Barcelona donde prometió imprudentemente que apoyaría el Estatut que elaborase el Parlament de Catalunya.

Maragall y sus aliados de ERC e ICV pretendieron superar a CiU en su propio terreno. Ello permitió a CiU recuperar la iniciativa política. En efecto, para aprobar la reforma del Estatut se precisaba una mayoría de dos tercios del Parlament, imposible de conseguir sin el apoyo de la federación nacionalista, que impuso un anteproyecto de máximos claramente anticonstitucional.



Ello situó la reforma estatutaria en un callejón sin salida que fue resuelto en la célebre reunión entre Zapatero y Mas en La Moncloa (2006), donde se pactó el contenido del Estatut y que abrió la tumba política de Maragall, sustituido por Montilla, el primer presidente charnego de la Generalitat.

El Estatut, debidamente “cepillado” por Alfonso Guerra, fue aprobado por las Cortes españolas y sometido a referéndum al pueblo catalán donde la abstención (50,5%) superó al número de votantes y se registró una anormalmente elevada cifra de votos en blanco (5,3%), lo cual mostró el escaso interés ciudadano que suscitaba la reforma.

El Estatut fue recurrido por el PP ante el Tribunal Constitucional (TC) que tardó cuatro largos años en emitir la sentencia que laminaba algunos de sus aspectos fundamentales. La clave de la sentencia, que muy pocos han leído, estriba en la consideración de que los artículos más polémicos chocaban con la Constitución y algunas leyes orgánicas. Tanto es así que el alto tribunal recomendaba las vías jurídicas a recorrer para que los artículos derogados pudiesen ser aceptados.

Más allá de los argumentos jurídicos, dicha sentencia planteó un choque entre la legitimidad de la más alta instancia jurídica del Estado y la legitimidad política expresada por el Parlament de Catalunya, las Cortes españolas y el pueblo catalán que lo habían refrendado.

Justamente esta sentencia, cuatro meses antes de las autonómicas de noviembre del 2010, marcaron el inicio del giro soberanista de CiU y el hundimiento del PSC que, con 575.233 votos, cedía casi la mitad de su electorado respecto a Maragall.

Nunca podremos saber qué habría sucedido con esta sentencia si no hubiese coincidido con la brutal crisis financiera.

Quizás el rechazo no hubiera ido más allá de los sectores más nacionalmente concienciados de la sociedad catalana. En cualquier caso sirvió de catalizador al profundo malestar de las clases medias frente a la caída de su nivel de vida.

Uno de los efectos políticos más visibles del giro soberanista de CiU es haber provocado la división interna en los partidos de la izquierda parlamentaria PSC e ICV-EUiA, precisamente cuando los efectos sociales de la recesión y la gestión neoliberal de la crisis por CiU les ofrecían una oportunidad inmejorable no sólo para practicar una oposición frontal a dichas políticas, sino para plantear un modelo alternativo de país.

Tanto es así que, antes del giro soberanista, el debate público estaba dominado por las crecientes movilizaciones contra la política de ajustes y recortes del ejecutivo de Mas que, en su primer mandato, fue pionero en las políticas de ajustes y recortes. Así el president de la Ge neralitat hubo de utilizar el helicóptero para entrar en el Parlament asediado por los jóvenes del 15-M y afrontar dos huelgas generales.

Ahora la intensa movilización de las clases medias en torno al objetivo de la independencia, como demuestra el éxito de la Via Catalana, domina absolutamente el debate político. El pasaje del autonomismo al soberanismo señala la unificación ideológica de estos sectores sociales y amplía la hegemonía ideológica del nacionalismo hacia sectores hasta ahora despolitizados de las clases medias.

La primera víctima de esta transición del autonomismo al independentismo ha sido el PSC. En la etapa autonomista pudo contentar a sus dos almas –catalanista y españolista– poniendo el acento en uno u otro vector según las circunstancias.

Su hegemonía en los grandes municipios catalanes y la Diputació de Barcelona, así como su participación en los gobiernos socialistas de Felipe González y Zapatero facilitaron extraordinariamente esta labor. Los dos tripartitos (2003-2010), que coincidieron con el septenio de Zapatero (2004-2011), marcaron la edad de oro del PSC, que no sólo ganaba las generales en Catalunya, sino que presidía la Generalitat, Ajuntament y Diputació de Barcelona y contaba con su cuota de ministros en Madrid (Chacón, Corbacho, Montilla o Clos).


Ahora todo se ha venido abajo. Por primera vez, desde la reinstauración de la democracia, CiU ha superado al PSC en las generales, lo cual compromete la vuelta al poder del PSOE, y le arrebata la alcaldía y la Diputació de Barcelona. Además, la nueva hegemonía ideológica del independentismo ha tensionado al máximo las dos almas del partido al punto de hacer prácticamente imposible su convivencia. El federalismo abstracto y monárquico de Pere Navarro no basta para satisfacer las aspiraciones del sector catalanista del partido.

Navarro inició su compleja singladura en el partido prometiendo una benévola neutralidad respecto a la cuestión del referéndum de autodeterminación que se concretaría en la defensa de una consulta legal y pactada con el gobierno de Madrid y con la abstención en todas las votaciones parlamentarias donde se plantease el tema.

Sin embargo, esta ambigua neutralidad, en un momento de máxima polarización de las pasiones nacionalistas, impide mantener esta posición que debilita al PSOE en el resto de España y alimenta en Catalunya el crecimiento de Ciutadans (C’s), que amenaza con arrebatarle grandes segmentos de su base electoral.



Todas estas contradicciones se han evidenciado con la ruptura de la disciplina de voto de los tres diputados del sector catalanista, Marina Geli, Joan Ignasi Elena y Núria Ventura, en la sesión trascendental del pasado 16 de enero que reclamaba al Congreso de los Diputados la transferencia de la competencia para convocar referéndums. Una votación seguida por el manifiesto a favor del referéndum suscrito por los dirigentes de este sector donde planea la amenaza de la escisión emprendiendo el camino señalado por Ernest Maragall.

La dirección socialista de Navarro/Balmón no parece poseer la determinación de romper con el sector catalanista, a pesar de las numerosas provocaciones recibidas, que les harían sobradamente acreedores de la expulsión al actuar objetivamente como el caballo de Troya soberanista en el interior del PSC. La misma falta de decisión observada para apartar de sus cargos públicos al diputado Daniel Fernández, ex secretario de organización del partido y a la portavoz adjunta del grupo parlamentario Montserrat Capdevila, ambos implicados en casos de corrupción.

El PSC se halla prisionero de una contradicción fatal: si expulsa a los disidentes catalanistas y se orienta en una línea de nítida oposición a la deriva soberanista será objeto de  duros ataques políticos y mediáticos que le acusarán de alinearse con los “españolistas” de PP y C’s, lo cual puede conducirle a perder sus apoyos electorales en la Catalunya no metropolitana. Pero, si no lo hace y no muestra una postura de firmeza con los disidentes y con el proceso soberanista, se incrementará el trasvase de votos hacia C’s en el área metropolitana donde, según las encuestas, le sobrepasa ya en intención de voto.

Podría argumentarse que, desde el punto de vista electoral, la mayor parte del voto catalanista del PSC ya ha emigrado hacia otras opciones partidarias y que ahora se trata de retener a su electorado metropolitano.

La creciente polarización de la sociedad catalana en torno a la cuestión de la independencia dificultará extraordinariamente la permanencia en el partido del sector filosoberanista.

Quizás esta sería la mejor opción, pues al concurrir ante la ciudadanía en dos opciones diferenciadas, nadie se llamaría a engaños y quedaría claro quien posee mayores apoyos electorales.


La hipotética ruptura sería la expresión de la profunda división de la sociedad catalana desencadenada por el giro soberanista que está haciendo imposible la convivencia en una misma organización política de los dos vectores sociológicos (clase trabajadora castellanopalante /clases medias catalanoparlantes) que articulan a la sociedad y a la izquierda catalana

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