Algo
debe significar el hecho de que en este 2022 de los 184 países miembros de la
Organización de Naciones Unidas solamente 19 no tengan como foma de Estado una
República, sino un reino, un emirato, un principado o un gran ducado: la
inmensa mayoría, 165, son repúblicas. Asimismo, de las 27 naciones integrantes
de la Unión Europea únicamente seis no están constituidas en repúblicas,
siéndolo 21, cifra sin duda aplastante. A lo largo de la historia la sociedad
política ha ido evolucionando desde la primitiva autoridad, basada en el poder
de la fuerza bruta en las tribus de carácter familiar, hasta la elección del
líder político más aceptado por el conjunto de la sociedad organizada
geográficamente.
El
hecho cierto de que la inmensa mayoría de la población mundial esté constituida
por repúblicas demuestra que deseamos agruparnos libremente, para facilitar la
convivencia. En un sistema republicano cada ciudadano tiene asignada una
función, conectada con las restantes para lograr un funcionamiento óptimo de
las actividades cohesionadas.
La República es el sistema político mejor adaptado a las necesidades de la convivencia entre personas y entre naciones. Se apoya doblemente en la libertad individual y en la colectiva, porque todos los ciudadanos participan libremente en la toma de decisiones concernientes a la organización de la convivencia. Puesto que es imposible que todos los seres humanos opinemos de la misma forma, aceptamos que se impongan los criterios de la inmensa mayoría sobre las opiniones de la minoría, pero sin pretender aniquilarlas, sino al contrario, respetándolas, siempre que sean democráticas. Lo que no puede admitirse es que, precisamente por acatar todos los criterios, se toleren ideologías extremistas deseosas de imponerse sobre las demás.
Hemos de aprender de la historia, y no conceder libertad a quienes pretenden eliminar la libertad colectiva. Es una vieja costumbre española. El ultramontano Ramón Nocedal, fundador del Partido Católico Nacional y director del periódico integrista El Siglo Futuro, le advirtió en el Congreso a Gumersindo de Azcárate, uno de los fundadores de la Institución Libre de Enseñanza y presidente del Instituto de Reformas Sociales: “No discuta conmigo, porque lleva las de perder: usted, con sus ideas, tiene que respetar las mías, mientras que yo, con las mías, le puedo aplastar tranquilamente.”No
debe ser así. No se puede respetar a quienes no son capaces de respetar a los
demás. Comprendemos que todas las ideas son considerables, siempre que no
intenten avasallar las ajenas, ya que de esa forma se cae en la dictadura,
incompatible con la República, el sistema político defensor de todas las
libertades populares. Impedir el desarrollo de una consigna totalitaria es
democrático, por cuanto evita que llegue a destruir la armonía en conjunto de
las libertades colectivas.
Con
frecuencia nos replican que en España no es viable la República, tal como lo
demuestra el fracaso de las dos experiencias anteriores en fechas distantes,
1873 y 1931, y por lo mismo en circunstancias diferentes. Pero aunque las
fechas y las circunstancias fuesen distintas, el motor que impulsó la reacción
contra el sistema implantado por la voluntad popular era el mismo: la conjura
de unos militares muy favorecidos en sus ascensos y honores por la monarquía.
Las dos intentonas republicanas no fracasaron, sino que las cortaron unos
militares monárquicos, con intención de restaurar la dinastía borbónica que tan
favorable les resultaba.
Es
cierto que el cambio del régimen político resultó problemático, debido a que
algunos colectivos impacientes no se resignaban a seguir una evolución
ordenada. Eso era lo aconsejable, dado que se había producido pacíficamente en
los dos casos, ante la huida repentina del país acordada por los respectivos
monarcas. No fue necesario disparar ni un solo tiro, sino que el cambio llegó
con absoluta tranquilidad en todo el reino. No hubo ninguna revolución, no fue
necesario apelar a las armas. El pueblo tomó las calles para demostrar su
alegría mediante cánticos y vivas, sin ejercer ninguna violencia. Así debía
haber continuado el paso de un sistema político a otro, en una evolución
ordenada. Sin embargo, algunos elementos preferían una revolución violenta, lo
mismo entre los civiles que entre los militares.
Y en ambas situaciones históricas los gobiernos respectivos no supieron estar a la altura de su responsabilidad histórica. No se atrevieron a actuar con mano de hierro, para imponer su autoridad sobre los revoltosos de ambos extremos. Estaba justificado, porque se trataba de salvar a la República del riesgo de su desaparición, pero no intervinieron a tiempo, cuando hubiera sido posible evitar el mal mayor, y cuando lo hicieron ya era tarde. En las dos ocasiones se repitió el suceso: unos militares golpistas pusieron fin con sus armas a la experiencia democrática iniciada por el pueblo español. En ambos casos el resultado fue el mismo: la restauración por mano militar de la dinastía borbónica.
Las
dos experiencias republicanas no fracasaron. Los que fracasaron fueron algunos
militares que juraron defender el nuevo régimen. Debe tenerse muy en cuenta que
los militares organizadores de la Gloriosa Revolución que expulsó del trono a
la supercorrupta Isabel II de Borbón en 1868 eran monárquicos, asqueados de las
liviandades de la soberana, pero deseosos de continuar el sistema monárquico
con otro soberano más digno de serlo que la
reina. Por ello le buscaron un sustituto real, que fue Amadeo de Saboya.
Su abdicación inesperada el 11 de febrero de 1873 hizo necesaria la
proclamación de la República como recurso inmediato. Los militares transigieron
por el momento, sin convicción.
Otro
tanto ocurrió el 14 de abril de 1931: Alfonso XIII de Borbón huyó de Madrid a
la máxima velocidad de su automóvil, dejando a toda la familia desconcertada en
palacio, y para cubrir de inmediato el vacío político un Gobierno provisional
proclamó la República. También esta vez los militares transigieron por el
momento, con reservas mentales.
Es una realidad constatada que los militares han dirigido la política española desde el siglo XIX. El hecho cierto de haber tomado la iniciativa de enfrentarse al ejército de Napoleón, ante la deserción de toda la familia borbónica, refugiada en Francia, les hizo creerse los salvadores de la patria, ese papel que tanto les gusta y al que tantas veces recurren. Se consideran con derecho a intervenir violentamente cuando sucede algo que no les parece conveniente para sus intereses. La guerra civil mantenida durante el siglo XIX entre isabelinos y carlistas fue debida a dos ejércitos compuestos por soldados españoles. Los militares son los árbitros de la política.
Los
que pusieron fin a las dos experiencias republicanas se hicieron con el poder
político. En ninguno de los dos casos se les juzgó por rebelión militar, sino
al contrario, fueron recompensados. Por sus intervenciones fracasaron las dos
repúblicas. Es preciso difundir esta historia tal como sucedió, para que nadie pueda
suponer que la República es inviable en España, debido al fracaso de las dos
experiencias anteriores. Si en el mundo actual coexisten 165 repúblicas, nadie
con sentido común se atreverá a decir que se trata de un régimen político
erróneo o inviable. Más correcto será suponer que están equivocadas las
monarquías en cualquiera de sus formatos.
La
situación de la monarquía actual española es anómala. Fue instaurada por el
militar golpista que se apropió del poder en 1939, al finalizar la guerra
provocada por él mismo y otros traidores, dando lugar a una sanguinaria
dictadura fascista absolutamente ilegal. Pero fue reconocida como Gobierno de
España por las instituciones políticas internacionales, y se mantuvo en el
poder hasta la muerte del titular, tras ordenar los últimos crímenes. Para
perpetuar su régimen genocida designó sucesor a título de rey a Juan Carlos de
Borbón. Todo esto es ilegal, como lo era la dictadura, porque es costumbre
aceptada no reconocer a gobiernos salidos de un golpe de Estado, y en el caso
de España existió un golpe causante de una guerra y una represión criminal.
Pero al parecer el eslogan adoptado por la dictadura, “España es diferente”,
resulta muy real, o borbónico. Aquí no parece haber sucedido nada anormal.
Dos países europeos con una experiencia semejante, Italia y Grecia, padecieron sendas dictaduras, pero a su fin se celebraron refrendos institucionales en los dos países, para que el pueblo eligiera la forma de Estado preferida. En Italia, tras la dictadura fascista de Mussolini, tuvo lugar el 2 de junio de 1946, con una participación del 89,08 por ciento del censo. Triunfó la opción republicana con el 54,26 por ciento de los votos.
En
Grecia, tras la dictadura de la Junta de los coroneles fascistas, se celebró un
referéndum constitucional el 8 de diciembre de 1974, con participación del 75,6
por ciento del censo. También aquí triunfó la opción republicana, con el 69,8
por ciento de los votos.
A
los españoles no se nos permite expresar libremente nuestra preferencia institucional.
El deseo del mayor traidor y criminal de la historia de España se ha cumplido
exactamente, y la monarquía instaurada por él es reconocida por las
organizaciones internacionales, pese a ser completamente ilegal. La República
está desprestigiada oficialmente, siguiendo el ejemplo impuesto durante la
dictadura. Se nos dice que en España no es viable la República, porque ya
fracasó dos veces. Y dado que los republicanos estamos divididos en tribus
opuestas y enemigas, no existe un partido republicano con fuerza suficiente
para hacerse escuchar en los organismos internacionales, y denunciar la
ilegalidad de la monarquía del 18 de julio. Todos somos culpables, y por ello
no podemos repetir el grito de los revolucionarios de 1868: “¡Viva España con
honra! ¡Abajo los borbones!”
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