Una
banda de “malandros”, como canta el incisivo y premonitorio poema de Chico
Buarque -“malandro oficial, malandro candidato a malandro federal, malandro con
contrato, con corbata y capital”- acaba de consumar, desde su madriguera en el
Palacio Legislativo de Brasil, un golpe de estado (mal llamado “blando”) en
contra de la legítima y legal presidenta de Brasil Dilma Rousseff. Y digo “mal
llamado blando” porque como enseña la experiencia de este tipo de crímenes en
países como Paraguay y Honduras, lo que invariablemente viene después de esos
derrocamientos es una salvaje represión para erradicar de la faz de la tierra
cualquier tentativa de reconstrucción democrática.
El
tridente de la reacción: jueces, parlamentarios y medios de comunicación, todos
corruptos hasta la médula, puso en marcha un proceso pseudo legal y claramente
ilegítimo mediante el cual la democracia en Brasil, con sus deficiencias como
cualquier otra, ha sido reemplazada por una descarada plutocracia animada por
el sólo propósito de revertir el proceso iniciado en el 2002 con la elección de
Luiz Inacio “Lula” da Silva a la presidencia.
La
voz de mando es retornar a la normalidad brasileña y poner a cada cual en su
sitio: el “povao” admitiendo sin chistar su opresión y exclusión, y los ricos
disfrutando de sus riquezas y privilegios sin temores a un desborde “populista”
desde el Planalto. Por supuesto que esta conspiración contó con el apoyo y la
bendición de Washington, que desde hacía años venía espiando, con aviesos
propósitos, la correspondencia electrónica de Dilma y de distintos funcionarios
del estado, además de Petrobras.
No
sólo eso: este triste episodio brasileño es un capítulo más de la
contraofensiva estadounidense para acabar con los procesos progresistas y de
izquierda que caracterizaron a varios países de la región desde finales del
siglo pasado.
Al
inesperado triunfo de la derecha en la Argentina se le agrega ahora el manotazo
propinado a la democracia en Brasil y la supresión de cualquier alternativa
política en el Perú, donde el electorado tuvo que optar entre dos variantes de
la derecha radical.
No
está de más recordar que al capitalismo jamás le interesó la democracia: uno de
sus principales teóricos, Friedrich von Hayek, decía que aquella era una simple
“conveniencia”, admisible en la medida en que no interfiriese con el “libre
mercado”, que es la no-negociable necesidad del sistema. Por eso era (y es)
ingenuo esperar una “oposición leal” de los capitalistas y sus voceros
políticos o intelectuales a un gobierno aún tan moderado como el de Dilma.
De
la tragedia brasileña se desprenden muchas lecciones, que deberán ser aprendidas
y grabadas a fuego en nuestro país. Menciono apenas unas pocas:
Primero, cualquier concesión a la derecha por
parte de gobiernos de izquierda o progresistas sólo sirve para precipitar su
ruina. Y el PT desde el mismo gobierno de Lula no cesó de incurrir en este
error favoreciendo hasta lo indecible al capital financiero, a ciertos sectores
industriales y a los medios de comunicación más reaccionarios.
Segundo,
no olvidar que el proceso político no sólo transcurre por los canales
institucionales del estado sino también por “la calle”, el turbulento mundo
plebeyo. Y el PT, desde sus primeros años de gobierno, desmovilizó a sus
militantes y simpatizantes y los redujo a la simple e inerme condición de base
electoral.
Cuando
la derecha se lanzó a tomar el poder por asalto y Dilma se asomó al balcón del
Palacio de Planalto esperando encontrar una multitud en su apoyo apenas si vio
un pequeño puñado de descorazonados militantes, incapaces de resistir la
violenta ofensiva “institucional” de la derecha.
Tercero,
las fuerzas progresistas y de izquierda no pueden caer otra vez en el error de
apostar todas sus cartas exclusivamente en el juego democrático. No olvidar que
para la derecha la democracia es sólo una opción táctica, fácilmente
descartable.
Por
eso las fuerzas del cambio y la transformación social, sin mencionar los
sectores radicalmente reformistas o revolucionarios, tienen siempre que tener a
mano “un plan B”, para enfrentar a las maniobras de la burguesía y el imperialismo
que manejan a su antojo la institucionalidad y las normas del estado
capitalista. Y esto supone la organización, movilización y educación política
del vasto y heterogéneo conglomerado popular, cosa que el PT no hizo.
Conclusión:
cuando se hable de la crisis de la democracia, una obviedad a esta altura de
los acontecimientos, hay que señalar a los causantes de esta crisis. A la
izquierda siempre se la acusó, con argumentos amañados, de no creer en la
democracia. La evidencia histórica demuestra, en cambio, que quien ha cometido
una serie de fríos asesinatos a la democracia, en todo el mundo, ha sido la
derecha, que siempre se opondrá con todas la armas que estén a su alcance a
cualquier proyecto encaminado a crear una buena sociedad y que no se arredrará
si para lograrlo tiene que destruir un régimen democrático.
Para
los que tengan dudas allí están, en fechas recientes, los casos de Honduras,
Paraguay, Brasil y, en Europa, Grecia. ¿Quién mató a la democracia en esos
países? ¿Quiénes quieren matarla en Venezuela, Bolivia y Ecuador? ¿Quién la
mató en Chile en 1973, en Indonesia en 1965, en el Congo Belga en 1961, en Irán
en 1953 y en Guatemala en 1954?
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