Hay
muertes que espantan. Que estremecen a los vivos. Morir de hambre. Morir de
frío. Morir quemado. Porque te están matando. Porque es una muerte injusta en
un Estado social. Injustificable.
Se
cuentan por miles los suicidios vinculados directamente con la pobreza. Con la
impotencia depresiva que te señala como culpable de no haber podido sacar
adelante a tu familia. Con la desesperanza insalvable tras recibir la
notificiación judicial para el lanzamiento de tu vivienda.
Muchos mueren
quemados por dentro. Hartos de esperar que la misma administración que tolera
dispendios y amnistías millonarias pague la limosna de la medicina que curaría
la enfermedad que te está matando. Cansados de escuchar que la economía se
recupera mientras todo se hunde a tu alrededor, sin empleo, sin ayuda, sin
esperanza. Y ahora, además, quemados por fuera.
El
invierno pasado mató a varias familias que no tenían los recursos adecuados
para matar el frío. ¿Cuántos matará este invierno?
Han
regresado los braseros de picón y las estufas de butano ante la incapacidad
material de pagar la factura de la luz. Sólo que ni las casas, ni las personas,
ni los aparatos estaban preparados para soportar tanta desolación.
Recuerdo
a mis abuelos prender con destreza el brasero en el patio y como lo colocaban
cuidadosamente debajo de la mesa camilla. Hoy muchas casas que han ardido no
tenían más espacio exterior que el quicio de la ventana. Algunas de las estufas
que han estallado llevaban años apagadas. Como la luz de los ojos que las
encendían.
Los
incendios de la pobreza confirman el fracaso del austericidio y el peligro de
muerte que corre el Estado social.
Cuando me hablan de reformar con urgencia la
Constitución, suelo contestar que ya lo han hecho sin pedirnos permiso. Ya no
queda nada del artículo primero que nos proclamaba como un Estado social y
democrático de derecho que tenía la libertad, la igualdad, la justicia y el
pluralismo político como valores superiores.
La
democracia es sólo el decorado de la tragedia que ha supuesto el genocidio de
nuestros derechos y libertades fundamentales. Vivimos en un Estado de alerta,
de desigualdades, de indefensión, injusto. La coartada de la crisis ha
reabierto la herida identitaria entre los pocos que nos pisan y los muchos que
nos sentimos pisoteados. Y la caridad como la última solución a nuestros males.
Cuidado.
A medida que aumenta la caridad, languidece la justicia social. La caridad es
vertical y necesita de la desigualdad para justificar su existencia. No es un
derecho exigible sino la dádiva del poderoso al que se le rinde sumisión y
pleitesía.
Como
decía William Cobbett, pobreza e independencia son términos incompatibles. La
finalidad de un Estado social es reducir la caridad a la mínima expresión. Por
supuesto, siempre habrá que agradecer a quien ayuda desinteresadamente. Pero un
modelo democrático no puede fomentar que eso ocurra como un elemento vertebral
del sistema. Son los mecanismos de garantía social del Estado los únicos que
deben permitir que parados, enfermos o ancianos puedan subsistir en condiciones
dignas. No la caridad.
Después
de haber consolidado en Europa los pilares del Estado social, en apenas unos
años las políticas ultraliberales de quienes nos gobiernan en la sombra han
provocado su ruina.
Una
vez escuché que el pobre es un extranjero en su patria. Ciudadanos sin ciudadanía. Humanos sin
derechos humanos. Marginados del sistema. Las víctimas de esos poderosos que se
aprovechan del mismo mal: vivir al margen del sistema.
El
modelo fiscal debe cambiar. El Estado social no puede sostenerse en las rentas
controladas de quienes no tenemos, sino en las incontrolables fortunas y
patrimonios que no declaran ni tributan. Mientras eso no ocurra, seguirán
ardiendo por fuera los quemados por dentro. Y no podemos permitir que sea
demasiado tarde para apagar el fuego.
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