A medida que la pugna
en el seno del Partido Socialista se desliza hacía un vergonzante “prietas las
filas”, como corresponde a un lobby ideológico convertido en agencia de
colocación, parece necesario dejar de llamar partido político a lo que en la
práctica supone una congregación de fieles.
Porque
esa es la característica principal que define a una organización que, como el
PSOE dinástico, enarbola una fantasmagórica “disciplina de voto” como norma
suprema. Solo las órdenes monásticas y las bandas fascistas piden a sus
miembros parecida disciplina.
Las
primeras, exigiendo tomar los votos (de pobreza, castidad, obediencia, etc.) a
su grey para ser admitida, y las segundas, ejerciendo la obediencia debida
caiga quien caiga. En este último caso, ciertamente, hasta que los Juicios de
Núremberg fallaron que esa fe ciega no eximia de responsabilidad a quienes
habían jaleado los crímenes de los jerarcas nazis.
Desde
que la ilustración secularizó la política, creíamos estar a salvo de algunos
aquelarres más propios de los conjurados de la devotio ibérica que de quienes
actúan como legítimos representantes de la ciudadanía.
¿Cómo
puede confiarse en un partido que cercena la libertad de conciencia de sus
integrantes para gobernar una sociedad democrática? ¿Con semejantes atributos
despóticos, dónde queda el enunciado constitucional que prescribe a los
partidos una estructura y funcionamiento democrático (art.6.C.E.)? ¿No supone
ya una flagrante vulneración de esa Constitución que, en vez activar el
artículo 36 de los Estatutos del PSOE para convocar un Congreso extraordinario
que devuelva la decisión a las bases, se forme una gestora conculcando su
propia normativa?
Agencia
de colocación, obediencia debida, disciplina de voto, es el pautado del partido
concebido como aparato de poder autorreferencial. Pero hay más y peor. Ocurre
que, al considerarlos “un instrumento fundamental para la participación
política” (art.6. C.E.), lo que hagan necesariamente nos afecta. Representantes
y representados van encadenados como una cuerda de presos, y sus virtudes y sus
vicios terminan siendo parte de su acervo común. Por capilaridad, ósmosis o
simple mimetismo, todos están concernidos.
Y
eso se demuestra en el hecho absurdo y patético de que sus propias fechorías
terminan siendo secundadas por parte de la sociedad a la que dicen servir. Se
trata de la gota malaya por la que la corrupción obtiene recompensa en las
urnas y se acepta sin demasiado reproche que la cúpula del primer partido de la
oposición funcione con una cuadrilla de bribones.
Tantos
años denunciando el modelo en que una minoría privilegiada somete a la mayoría
social, para al final verlo reproducido en aquellos que lo criticaban. Ni
siquiera los escasos 180.000 afiliados del PSOE serán los que con su abstención
vayan a dar el gobierno sobre 46 millones de españoles al Partido Popular de la
trama Gürtel.
Esa
pirueta la hará posible un grupo de notables interpretando a su favor la
opinión de los más de 5 millones de votantes que creyeron en el programa
socialista para echar al PP de la Moncloa. Y todo ello con trolas y falsedades
que sonrojarían a cualquier persona con dos dedos de frente y un átomo de
decencia. Sin importarles el grado de desfachatez e impostura.
Se
puede escuchar al número dos de Susana Díaz argumentar que el acta del diputado
pertenece al partido, sin parar en que la Constitución prohíbe el mandato
imperativo (art. 67, 2). O toparse con un titular a cuatro columnas de un
diario de referencia afirmando que “los votantes del PSOE creen que al partido
le conviene abstenerse” aunque la encuesta en que se basa diga todo lo
contrario: que el 49 % de los votantes socialistas prefieren evitar un gobierno
de Rajoy frente al 47% que piensan que lo óptimo es impedir nuevas elecciones”
(El País, 15 de octubre, págs. 1 y 15).
Dudo
mucho que, como acaba de escribir, el profesor Javier Pérez Royo, estemos en la
antesala de la Tercera República. Precisamente porque actualmente no existe un
bloque de centro izquierda capaz de un nuevo Pacto de San Sebastián que
entierre a esta Segunda Restauración. Por más que desde el punto de vista de su
adecuación a la realidad social hace tiempo que el régimen de la Transición es
un cadáver exquisito.
Lo
que si puede afirmarse con toda seguridad es que desde este momento el PSOE ya
forma parte del problema, junto a los sindicatos CCOO y UGT que han asistido al
putsch de los barones desde la barrera. Todos a una porque “la indisoluble
unidad de la Nación Española, patria común e indivisible de todos los
españoles” (art.2 C.E.), puede verse comprometida por el derecho a decidir en
Catalunya.
Pienso
más bien que nos encontramos en los prolegómenos de algo parecido a los que
ocurrió en las Cortes de Cádiz (180-1814), cuando los comisionados americanos
defendieron para sus circunscripciones un nuevo estatus fundado en la igualdad,
la autonomía y en el reconocimiento de su especificidad republicana.
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