Permitidme
lectoras y lectores una confesión: siento vergüenza. Como ciudadano de la Unión
Europea, siento vergüenza.
Sentí
vergüenza ante el comportamiento de las élites políticas europeas con Grecia.
Los líderes de esta nuestra Europa se mostraron como lo que son: socios –o
siervos– del gran capital financiero internacional, y no les temblaron las
piernas para pasar como apisonadoras por encima de los derechos y las
reivindicaciones de los ciudadanos griegos, aplastando su voluntad expresada claramente
en las urnas.
A los jerarcas
que están al mando les daba igual que la gente sufriera, que padeciera una
situación injusta, que no fuera responsable, sino víctima, del latrocinio de
las arcas públicas realizado impunemente durante años con la complicidad de los
que ahora exigen cobrar hasta el último céntimo. A pagar, y basta de tonterías,
dijeron los mandamases.
Y ahora siento
vergüenza por la forma en que los jerifaltes están actuando ante la riada de
fugitivos de las guerras, ante familias completas que se arrastran por los
caminos entre la angustia y la desesperación, ante el aluvión de jóvenes que
tratan de esquivar la muerte en conflictos que no han creado y en los que se
les reserva el papel exclusivo de cuerpos para el cementerio.
Siento
vergüenza, una vergüenza apenas atenuada por la emocionante actitud de tantos
ciudadanos que intentan ayudar, a título personal y a espaldas de sus
gobiernos, a seres humanos desvalidos, atrapados entre las bombas y las
concertinas.
Y siento más
vergüenza aún cuando recuerdo el grado de responsabilidad que Occidente en
general, y la Unión Europea en particular, tienen en la gestación de este
tsunami. Tiramos la piedra, y ahora escondemos la mano.
Porque, ¿cómo
se inició esta guerra? ¿cuáles fueron sus orígenes? ¿quién y cómo la alentó?.
Remontémonos
en el tiempo: primero fue Afganistán. Después la invasión de Iraq. El
resultado: dos países en los que aún hay que mirar dónde se pisa para que una
mina no se te lleve la pierna al paraíso. Un productivo caldo de cultivo de
yihadistas y redentores varios.
Y llegamos a
Siria. El régimen de Al Asad era autoritario, con características de estado
policial, y no le hacía ascos a la represión cuando le convenía, pero
simultáneamente era socializante, laico y tolerante con la diversidad religiosa
del país. Desde el punto de vista occidental (singularmente desde el estadounidense)
tenía dos aristas que lo convertían en enemigo objetivo: sus magníficas
relaciones con Hez - Bolá y con Rusia. Y, aunque el tema de los Altos del Golán
se mantenía en un stand-by poco amenazador, Israel estaba permanentemente con
la mosca en la oreja.
Y eso sin
contar con la alargada sombra de Irán, en unos tiempos en los que se vaticinaba
un probable ataque sobre Teherán por parte de EEUU o de Israel (o de ambos).
De modo que
estaba claro: había que desprenderse de Al Asad e instaurar un régimen
“democrático” al estilo del iraquí. Increíblemente nadie parecía tener en
cuenta que la única base militar rusa fuera de su territorio estaba,
precisamente, en Siria.
La ocasión
apareció con unas protestas iniciales en las que se reclamaba más democracia,
rápidamente manipuladas por el exilio exterior y los servicios secretos
occidentales. Surgieron distintas facciones rebeldes armadas que combatieron al
ejército sirio, y las víctimas en la población civil comenzaron a proliferar.
Enquistado el
conflicto, divididos los líderes de la rebelión, había que tomar iniciativas
para lograr derrocar el régimen de Al Asad. Y las tomaron. Recojo aquí las
palabras del coronel Pedro Baños –experto en geopolítica y buen conocedor de
los entresijos de esa guerra–, publicadas recientemente en un periódico : según
Baños, la idea era crear un ejército islámico sunita que fuera capaz de acabar
con el gobierno alauita (chíita) de Al Asad. Y quien se puso manos a la obra
fue el servicio secreto turco, con la ayuda de Arabia Saudí. Y no cabe en
ninguna cabeza que los servicios de un país de la OTAN no obtuvieran el permiso
de ésta para proceder. Extrañamente, mil presos sunitas desaparecieron del
lugar de máxima seguridad en el que estaban encarcelados, y resucitaron en
Siria, convenientemente entrenados y pertrechados
.
Y ese fue el
origen del ISIS, Daesh, Estado Islámico, EI o como quiera que decidamos
llamarlo.
Con una
recaudación que según distintas fuentes oscila entre 500 y 2.000 millones de
dólares, obtenidos por la venta de petróleo y objetos artísticos previamente
expoliados, el Califato Islámico (por nombres que no quede) ha creado ya un
ejército de 50.000 hombres, bastante bien armado, y que se oculta en las ciudades,
con lo que la guerra alcanza de pleno a la población civil, bombardeada por el
ejército sirio y degollada por los yihadistas. Un verdadero infierno.
Evidentemente,
a todo esto no se habría llegado sin la complicidad, o al menos la
displicencia, de EEUU y la Unión Europea. A nosotros, europeos, nos alcanza una
buena cuota de responsabilidad en este asunto (porque, además de su origen, y
entre otras cosas, ¿dónde vende el Daesh el petróleo y las piezas artísticas? ¿quién
lo compra? ¿por qué mecanismos se paga? ¿por qué estamos ignorando lo que
sucede en Yemen? ¿por qué le hacemos la pelota a Qatar concediéndoles la
organización de mundiales deportivos y aceptando su patrocinio futbolero? ¿por
qué no se proclama a las claras el papel de Turquía en esta historia? ¿por qué
los bombardeos se hacen con la complacencia occidental sobre militantes kurdos
que están combatiendo al Daesh? etc. etc.).
Baños
opina que un ejército de 50.000 hombres sin aviación y sin defensas antiaéreas
es fácilmente destruible aunque, eso sí, llevándose por delante a muchos
civiles en las ciudades.
Pero habría un
método sencillo: cortando las vías de financiación que permiten retribuir a los
miles de soldados sunitas de la yihad. ¿Por qué no se hace?.
Rusia, por su
parte, ha dejado claro que va a apoyar hasta el final a Al Asad. Después de lo
acontecido en Georgia y Ucrania, Rusia no va a ceder espacios en el mapa
geopolítico. Ya hay sobre el terreno “consejeros militares” rusos en labores de
asesoría, algunos tanques y aviones que entran en combate arrasando poblaciones
y asesinando civiles con sus bombas.
Si unimos a
eso que la propaganda yihadista –ampliamente difundida en Occidente– ha
mostrado un salvajismo repugnante, el fin del Daesh se perfila en el horizonte,
y el pacto de Occidente con Al Asad parece cada día más posible.
Eso sí, habrá
quedado un país destruido, decenas de miles de muertos y centenares de miles de
expatriados.
Vidas
deshechas por doquier.
.
¿Valió la
pena? ¿Para quién?
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