Existe
un cierto desconcierto ante la palabra ‘liberalismo’ entre aquellos que
llevamos varias décadas en la lucha por la emancipación y la justicia social.
Los militantes de la izquierda que vivimos la Transición nos encontramos con
que, hace cuarenta años, ser liberal era de izquierdas y ahora la derecha
enarbola la bandera del liberalismo como propia. Este desconcierto ha hecho que
la izquierda se haya visto en la necesidad de buscar nuevos odres para viejos vinos.
Llamar
liberales a aquellos que defienden la ecuación “democracia más libre mercado”
no parece descabellado. El problema está en que a la generación que luchamos
por la libertad durante los últimos estertores del franquismo, también nos
corresponde con justicia el calificativo de liberal. Al fin y al cabo,
reclamábamos las libertades cívicas básicas.
En
una España en la que la moral católica permitía un único estilo de vida, luchábamos
por el derecho de cada cual a elegir su propio camino para alcanzar la
felicidad. Ser liberal se convirtió así en sinónimo de persona que sigue un
estilo de vida independiente de la moral tradicional. Esas mismas personas que
en el pasado nos declarábamos liberales solemos sentir escalofríos cuando vemos
cómo los viejo-nuevos librecambistas enarbolan la bandera de la libertad para
cercenar el Estado de bienestar.
Los
que pertenecen a generaciones posteriores también suelen sentir ese
desconcierto. De un lado, han sido educados en el valor de la libertad y, de
otro, han asistido al incremento sostenido de las desigualdades sociales y del
sufrimiento global en nombre del liberalismo.
Ésta
ambigüedad se debe a que estamos tratando con dos tipos de liberalismo
distintos, el político y el económico. Aunque haya gente interesada en
presentarlos como inseparables, lo cierto es que son dos teorías o doctrinas
políticas totalmente distintas.
El
liberalismo político postula el derecho a la máxima libertad de cada cuál para
elegir cómo vivir su vida. En ella se incluyen las libertades civiles clásicas
como las de conciencia, expresión, asociación y reunión. La principal función
del Estado liberal sería la de garantizar la libertad de todos. Se trataría de
un Estado que nos protege de las injerencias de los demás en nuestra libertad
y, al mismo tiempo, está limitado en su propio poder por el derecho de los
ciudadanos a la libertad.
En
cambio, el liberalismo económico sostiene básicamente la necesidad de que los
Estados no intervengan en los procesos de mercado. Este tipo de liberalismo
incluye la libertad de los agentes económicos para fijar los precios y
autorregularse junto con la idea de que hay que limitar los Estados a su mínima
expresión.
El
Estado -arguyen los librecambistas- no debe prestar servicios que sean
susceptibles de ser prestados por la iniciativa privada. Hacerlo sería una
interferencia injustificada en la libre competencia. Más aún, piensan que los
servicios públicos, que tengan por función igualar los puntos de partida
redistribuyendo la riqueza, constituyen un ataque intolerable contra los
derechos elementales a la libertad y la propiedad privada.
No
sólo son teorías distintas sino que son independientes entre sí. No se
necesitan ni se implican mutuamente. Un régimen puede ser liberal en lo
económico pero no en lo político (el Chile de Pinochet), liberal en lo político
pero no en lo económico (las socialdemocracias escandinavas), liberal en lo
político y en lo económico (el ideal al que aspira EE.UU).
Además,
no sólo son independientes en la práctica, sino también en el plano teórico.
Alguien puede defender cualquiera de ellos sin comprometerse con el otro porque
se trata de dos teorías que tienen fundamentos filosóficos distintos. El
neoliberal querría que no fuese así. Querría que la libertad política y la
económica pudiesen defenderse como una única cosa para así poder tachar de
totalitarista a cualquiera que critique el libre mercado.
De
hecho, en algunos contextos, criticar las injusticias generadas por el libre
mercado suele aparecer como algo equivalente a defender los gulag, la
persecución político-religiosa o cualquier otra suerte de atropello a la
libertad individual. La lógica del neoliberal en este asunto es aplastante: si
dudas de la bondad del libre mercado, entonces eres como Stalin o peor. Si quieren
algún ejemplo de cómo se aplica esta apisonadora ideológica no tienen más que
ver alguna tertulia en la TDT Party.
Retomando
el hilo, decíamos que liberalismo político y económico son dos teorías
independientes entre sí porque se fundamentan en concepciones filosóficas
distintas. Empecemos por el liberalismo político. Existen dos lineas clásicas
de fundamentación del principio de que el Estado debe garantizar la máxima
libertad posible para todos. La primera de ellas es la que se basa en la
existencia de un derecho natural e inalienable a la libertad. Siendo así que la
libertad nos pertenece por el hecho de nacer humanos, la función del Estado no
puede ser otra que la de garantizar tal derecho.
El
más célebre de los fundadores de esta doctrina fue John Locke. Según este
filósofo, la libertad es un derecho tan natural que aun en el caso de que no
existiese ninguna institución y el género humano viviese en la más absoluta
anarquía, seguiría perteneciéndonos. Tendríamos derecho a la máxima libertad
aunque no existiese ninguna institución que la reconociese.
El problema con los derechos, así al natural,
es que cualquiera puede vulnerarlos. Por ello se hace necesaria la existencia
de alguna institución que castigue a los que violan el derecho a la natural
libertad de los seres humanos. Para Locke, no es que el derecho a la libertad
exista porque haya algún Estado que lo garantice, sino que los Estados existen
porque existen unos derechos naturales que hay que garantizar. Esa es su razón
de ser y su función fundamental. Ahora bien, garantizar el derecho a la
libertad de todos implica poner límites a la misma.
El
Estado debe reprimir la conducta de aquellos que, en el ejercicio de su libre
albedrío, impidan o dificulten el ejercicio de la libertad de otros. Por ello,
Kant, que en estas cosas pensaba de un modo muy parecido a Locke, plantea que
en el Estado se da una cierta paradoja: el Estado, por su misma naturaleza,
debe ejercer una coacción sobre la libertad individual que debe estar al
servicio de la libertad de todos. Kant y Locke coincidirían en una cosa: sólo
debemos limitar la libertad individual cuando se pongan en peligro los derechos
de los demás. Este es el principio básico del liberalismo político y así lo
reconocieron los franceses tras la revolución:
“La libertad consiste en poder hacer todo aquello
que no cause perjuicio a los demás. El ejercicio de los derechos naturales de
cada hombre, no tiene otros límites que los que garantizan a los demás miembros
de la sociedad el disfrute de los mismos derechos.” (Declaración
de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, 1789).
La
otra línea de fundamentación del principio liberal es la que se basa en las buenas
consecuencias de la libertad para los seres humanos. Se trataría de argumentar
que la existencia de las libertades civiles clásicas es indispensable para la
felicidad, la realización personal y el progreso del ser humano. Este es el
camino que siguen filósofos como J. S. Mill, quien considera la libertad no
como un don divino o un derecho natural, sino como algo que es beneficioso para
lo que él llama “los intereses permanentes del hombre como un ser progresivo”.
Por
otro lado, en defensa del liberalismo económico también podemos encontrar dos
grandes familias de argumentos. De modo análogo a lo que ocurría con el
liberalismo político, podemos encontrar una defensa del liberalismo económico
basada en el derecho a la propiedad y otra basada en los maravillosos
beneficios que tiene para la humanidad el libre mercado.
Liberalismo
económico y político se asientan en fundamentos distintos. Uno se basa en el
derecho a la libertad y otro precisa para fundamentarse del derecho a la
propiedad privada, uno se basa en las condiciones ideales que precisa el ser
humano para su autorealización y otro en la eficiencia de los mercados. No
existe ninguna necesidad que nos lleve de la aceptación de las libertades
civiles y políticas a la completa desregulación económica. A la inversa,
defender que los Estados deben proporcionar una serie de servicios públicos y
mantener un cierto control sobre los mercados, tampoco conduce a un Estado
totalitario. Quizás sea al revés. Quizas la completa desregulación de los
mercados y el empequeñecimiento de los Estados causen más daño a la libertad
individual que su contrario.
Como
hemos visto más arriba, los teóricos del liberalismo político tuvieron mucho
cuidado de fijar unos límites muy estrictos a la libertad. Ésta debía estar
limitada por la posibilidad de vulnerar el derecho a la libertad de los otros o
causar algún perjuicio a sus derechos fundamentales.
Parece
que los neoliberales no tienen los mismos escrúpulos a la hora de defender las
libertades económicas. Permitir que un hatajo de irresponsables especulen y
jueguen con la deuda pública de los países europeos, es defender la libertad de
unos pocos para joder a una gran mayoría. Permitir que las multinacionales se
lucren con mano de obra semiesclava no es en modo alguno defender la libertad,
sino la esclavitud. Desmantelar los servicios públicos básicos en nombre de la
libertad para hacer negocio con ellos, significa privar de derechos a mucha
gente. Deberíamos preguntar a toda esa gente que está siendo conducida a la
exclusión social por el capitalismo triunfante si realmente se sienten más
libres por el hecho de que los mercados financieros estén cada vez más
liberalizados y desregulados.
No
poner límites a la libertad conduce inevitablemente a la ley del más fuerte y
esto, amigos míos, es lo contrario de la civilización.
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