Secretarios,
interventores, aparejadores, arquitectos municipales, estuvieron dotados en
otro tiempo de autoritas. Bendita democracia, ahora ya son tan víctimas de
mobbing y acoso como cualquiera. Empieza a ser común que se les aparte de sus
funciones y se los someta al escarnio popular. La acusación de que “paralizan
el funcionamiento del ayuntamiento” por la “excesiva burocracia” es frecuente.
Los ciudadanos los ven como unos tiquismiquis que le ponen pegas a todo e
impiden el flujo de inversiones. Lo cierto es que lo único que paralizan, de un
modo muy limitado, es la adjudicación ilegal. Cuando “todo” se paraliza,
simplemente es porque “todo” es ilegal. Secretarios e interventores, que son el
único débil dique ante la corrupción, son demonizados entre los ciudadanos.
Aprenden con el tiempo a pelear sólo las batallas que pueden ganar y a dejar
pasar algunas cosas para poder discutir otras. Saben que su fiscalización es
casi siempre inútil.
Cuando
los ayuntamientos realizan gastos que no se ajustan a la ley, el interventor
pone un “reparo”. El reparo se levanta por medio de un decreto que firma el
alcalde. Habitualmente ni se molestan en motivarlos y son de copia y pega. En
un ayuntamiento mediano el número de “reparos” que se levantan en una
legislatura puede llegar a varios centenares. Estos “reparos” se comunican al
Tribunal de Cuentas, donde llegan por decenas de miles. Nunca ocurre nada.
De
todos modos, siempre es mejor que los informes estén a favor. Para eso se
contrata como personal laboral a asesores externos. Si tu arquitecto o tu
aparejador es demasiado escrupuloso con la legalidad, siempre habrá otro al que
se contrate a dedo y al que no le importe decir que hay un pantano donde se
eleva un monte. Los funcionarios con oposición están aislados en despachos a
los que no llega ni un triste expediente, mientras los contratados informan
positivamente todo lo que se les pone en las manos. Lo mismo ocurre con
interventores y secretarios.
Es
necesario hablar de las políticas de contratación de personal que son el
verdadero soporte del sistema. El poder se encarga de quitarle importancia a
estos asuntos. Se ven como algo disculpable, algo que está en la naturaleza
humana. “¿Acaso tú no enchufarías a tu hermano si está en paro? ¿Quién no lo
haría?”, vienen a decir. La realidad, desgraciadamente, es menos amable. Los
puestos de trabajo valen dinero. El más cotizado es el de funcionario. Pongamos
que enchufamos de auxiliar administrativo a un chaval de 27 años. Cobrará
21.000 euros al año durante 40 años hasta su jubilación. Eso, con aumentos y
trienios, supone que a lo largo de su vida ganará cerca de un millón de euros.
¿Y alguien regala un millón de euros? Ese valor hay que compensarlo: tiene un
precio. Por eso es tan habitual ver en los ayuntamientos a los hijos balas
perdidas de los empresarios locales. Aquellos tarambanas que no fueron capaces
de otra cosa encuentran su acomodo en la administración previo pago de las
aportaciones que sean necesarias. También influye el tamaño de la unidad
familiar. Enchufar a un chaval soltero garantiza un voto: el suyo. Enchufar a
uno con pareja, con padres y hermanos ambos cónyuges garantiza más de una
decena. Puede parecer banal, pero no lo es: todo se estudia, todo se cuida.
Se
puede afirmar que no hay ni un solo puesto de trabajo que dependa de las administraciones
locales pequeñas y medianas que no se dé de modo arbitrario. Ni uno. La
inexistencia de control es total. Los exámenes o las preguntas se le
proporcionan al premiado. Por si acaso aún así falla (no se trata precisamente
de lumbreras) se deja para el final una entrevista en la que se le valora
subjetivamente. Previamente se han adecuado los méritos a su perfil. Los
puestos de trabajo se cuidan de igual modo que la compra de grapadoras. Todo
debe recaer en alguien “del pueblo”. Desde un humilde contrato de dos meses
para abrir la caseta de turismo, hasta un arquitecto contratado. Cada puesto
tiene un precio y un coste. Por la caseta de turismo quizá solo se exija
subordinación y fidelidad. Por ser arquitecto, bastante más. Cada ayuntamiento tiene
a una cuadrilla de funcionarios, siempre los mismos, que se encargan de valorar
todas las oposiciones del año. Este negociete apenas conocido puede reportar de
250 a 300 euros por cada examen. Al cabo del año la cifra no es desdeñable y
supone un buen sobresueldo por colaborar con tus jefes corruptos.
En
los últimos tiempos, con la caída de la oferta de plazas de funcionario, se ha
generalizado otro modo de hacer fijos a los contratados laborales. Los
ayuntamientos encadenan más de tres contrataciones parciales consecutivas para
la misma función con lo que, si el trabajador denuncia, la ley obliga a hacerle
un contrato fijo. Así, este empieza a ser el modo habitual de “contratación” y
los ayuntamientos están en pleitos permanentes que pierden una y otra vez,
pagando indemnizaciones a los enchufados que les han “denunciado” y
sosteniendo, de paso, a los bufetes de abogados amigos que hacen su agosto por
perder juicio tras juicio. En el colmo de la desfachatez el ayuntamiento
encarga trabajos (por ejemplo, informes de arquitectura) a los mismos
trabajadores que “ha despedido” y le “han denunciado” y con los que todavía
está pleiteando. El trabajador temporal cobra sus informes mientras “está
despedido”; recibirá más adelante la indemnización; será readmitido como fijo;
y los abogados amigos pasarán sus minutas. Todo el mundo gana.
Con
el tiempo, si una fuerza política es hegemónica, la diversidad ideológica de
los funcionarios desaparece y el ayuntamiento se divide entre los directamente
cómplices de la arbitrariedad y los que prefieren tomar un perfil plano, lo más
invisible que se pueda para no meterse en líos. Los escasos héroes que se
enfrentan al sistema padecen un acoso salvaje. Así se entiende por qué no hay
controles sobre lo que surten los proveedores amigos. Los trabajadores que
hacen de lacayos cada día informan favorablemente facturas falsas, otras
desorbitadas u otras con conceptos falsos que ocultan el verdadero gasto. Si
los suministros tienen calidades pésimas y se rompen, no importa, ya se comprarán
más. Los funcionarios honrados se asombran de que los cartuchos de tinta de la
fotocopiadora se agoten en dos días. Los que se encargan de su compra saben que
la obsolescencia forma parte del negocio.
Los
trabajadores públicos colocados a dedo por el poder son el engranaje necesario
para que el flujo del dinero corra. El enchufismo no es una solidaridad mal
entendida. No: se trata de una organización en la que el nepotismo y la
arbitrariedad en la contratación de personal son imprescindibles para el saqueo
generalizado del dinero público.
Pierden
todos. La población sabe esto. Los votantes, mal que bien, lo saben. Pero han
aceptado la justificación del poder según la cual, al fin y al cabo, las
irregularidades sirven para que hasta el último euro recale “en el pueblo”. De
hacer las cosas legalmente, quién sabe, entrarían trabajadores de otros lugares
o las obras las acometerían empresas foráneas. Piensan, al fin, que tal estado
de cosas es necesario. Que sin él las cosas irían peor. Y si bien es cierto que
algunos se benefician mucho más que otros, así es como el dinero fluye.
Sin
embargo, las cosas no son así y ésta es únicamente la justificación que los
corruptos han hecho crecer en una población resignada. Voy a poner un ejemplo
muy gráfico: dos pueblos celebran los carnavales. En el primero, el concurso de
disfraces es justo y gana el mejor. Grupos de todas partes, algunos
multitudinarios, participan. Compiten charangas enormes y espectaculares. Las
calles se atestan de visitantes y el comercio y la hostelería lo agradecen. En
el segundo pueblo, el jurado cuida de que los premios recaigan en los grupos
locales. Los foráneos dejan de acudir. El nivel cae y con los años el desfile
se convierte en un paseo de algunos tipos con disfraces comprados en los chinos
por calles semidesiertas.
Esto
mismo puede aplicarse a todo: a la industria y al comercio. Los adalides de la
libre competencia sostienen un sistema en el que algunos privilegiados no
necesitan competir y juegan con cartas marcadas. Los nuevos proyectos no pueden
enfrentarse exitosamente a empresas que reciben el flujo constante de las
inversiones públicas por hacer un trabajo más caro y peor. El nivel general
baja. La usurpación de todos los puestos de trabajo por parte de incapaces penetra
en la subcultura dominante del lugar (el meme) acentuando la idea de que son
sólo los mediocres los que prosperan. El talento huye. Las buenas ideas son
incapaces de crecer. El hecho de que el mérito no sea un factor para contratar
a las personas con responsabilidades hace que las personas de mérito emigren. Se
crean menos cosas y son peores. Hay menos músicos, menos actores, menos
emprendedores de cualquier cosa. La sociedad civil se degrada, pierde
vitalidad, el talento solo emerge fuera. Se crean distinciones para honrar a
los exitosos exiliados y poder vivir durante un día en la ensoñación de que
forman parte del cuerpo social que los exilió.
El
lugar se anquilosa, se revela incapaz de ser polo de atracción por nada.
Gobernado por una mafia que se rige únicamente por una lógica de comisiones
cortoplacista mira como si fueran marcianos a otros lugares que innovan, ya en
el urbanismo, en la energía o en los servicios. Si el concejal de medio rural
escribe “violojía”, ¿promoverá la agricultura biológica? El comercio y la
industria agonizan, la población decrece, los ingresos por impuestos menguan,
el flujo de dinero disminuye, con lo que cada vez es menos lo que llega fuera
del círculo de poder. La espiral de degradación se acentúa entonces, cada vez
más y más.
Anigo, ¿conoces algún
lugar así?
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