De
vez en cuando en televisión un rojillo afirma: “La corrupción es sistémica”.
Entonces alguien, generalmente del PP, se cubre con la máscara de la
indignación y, desde el pedestal ético construido por su partido, contesta:
“¿Estás llamando corruptos a los 26.000 concejales de mi partido? ¿A esas miles
de personas abnegadas que están en pueblos pequeños trabajando y desviviéndose
por sus vecinos?”. El rojillo se la envaina y dice: “No, no, a esos claro que
no”. Aunque en su fuero interno piensa: “Sí, a todos. Del primero al último”.
Lo
primero que llama la atención es que parece que nadie se ha parado a pensar que
cuando únicamente se ponen como ejemplo de abnegación y honradez los concejales
“de los pueblos pequeños”, parece deducirse que nada bueno se puede decir de
los “de los pueblos grandes”. No seré yo quien niegue esto. Si los propios
adalides del PP dan por hecho que los concejales y alcaldes de ciudades y
capitales son indefendibles y están enfangados hasta el tuétano, no es cosa de
llevarles la contraria. Hablaré solo de “los pequeños”.
Un
ayuntamiento es posiblemente el actor económico más importante de su
territorio. Su influencia como generador de riqueza en el tejido local no es
comparable a ninguna otra empresa o entidad. Por poner un ejemplo, un
ayuntamiento de un pueblo de 20.000 habitantes puede recibir al cabo del año
entre 5.000 y 6.000 facturas de todo tipo: productos de limpieza, herramientas,
mobiliario, material de obras y oficina, repuestos mecánicos, ropa de trabajo,
productos de ofimática, papelería, imprenta. Materiales de carpintería,
construcción, fontanería, electricidad, trofeos, camisetas, gomas de borrar,
carteles y trajes de rey mago.
Tal
vez nosotros no imaginemos la enormidad de esta lista. Pero el alcalde la
conoce muy bien. Sabe que uno de los pilares fundamentales de su reelección es
el cuidado con que realice cada uno de estos gastos. Y ni uno solo se deja al
azar: todos los jefes de servicio saben en qué comercios se deben adquirir estos
objetos.
Hasta
importes de 18.000 euros, estas facturas no necesitan de ningún procedimiento
de fiscalización previa. Los ayuntamientos medianos, en sus bases de
presupuesto, establecen una cantidad (suele ser una cercana a los 1.200 euros)
a partir de la cual el gasto debería ser aprobado previamente. Pero este
trámite se suele soslayar y, además, no implica control alguno. Es mero
papeleo. En la práctica eso significa que el 100% del gasto corriente en
suministros se hace de modo arbitrario. Todo desagua en los establecimientos de
familiares, militantes o donantes del partido. Las facturas acostumbran a tener
un sobrecoste. Algunos son razonables y otros disparatados. Nadie controla si
lo que se adquiere está en los precios de mercado y ni siquiera que se
suministren las cantidades u objetos que se facturan. ¿Quién va a mirar si
había 20 sacos de cemento o 15? Eso sí, en la factura sí había 20. En algunos
negocios, el peso del ayuntamiento como comprador es tan importante que no es
extraño que un cambio de gobierno traiga aparejado un cambio de dueño en
establecimientos tan estratégicos como imprentas, droguerías o ferreterías y
éstas acaben en manos de familiares o amigos cercanos de los nuevos gestores.
Alcaldes y concejales aleccionan a los funcionarios sobre dónde se puede
adquirir cada cosa. Desde almacenes de materiales de construcción a tiendas de
Todo a Cien. Todo suma. Todo vale.
Es
habitual que se le pregunte al encargado de la compra: “¿Es para ti o para el
ayuntamiento?”. Si es para este último el precio se eleva. Puede parecer banal
que una grapadora le cueste a una institución pública el doble que a un
particular. Pero cuando multiplicamos esa diferencia por las miles de facturas
que se pagan al año, la cuestión deja de ser tan baladí. Por supuesto, alcaldes
y concejales tienen un trato preferente. Habría que ser un mezquino para
cobrarle un cambio de aceite a quien envía a tu taller toda la flota municipal
de vehículos. Y como eso, todo. Reformas en su casa, muebles, ordenadores
gratis. Cualquier cosa, hasta la más ínfima, se les regala. Se acostumbran a no
pagar por nada, a comer de gorra en los restaurantes. Los comerciantes
beneficiarios también son generosos donantes de las campañas. Tanto en metálico
como en especie. Las imprentas, las empresas de megafonía, de alquiler de
carpas, de organización de eventos, les hacen gratis la campaña electoral.
Previamente ya habrán pasado alguna factura desorbitada por cualquier otra
cosa.
La
red mafiosa se extiende por todo el comercio y la industria local. De haber
varios proveedores del mismo ramo a los que premiar, se reparte en función de
lo que aportan a la causa. Hay muchas decenas de miles de euros que fluyen
incesantemente, muchas familias, muchos empleados viviendo del dinero público.
En los días previos a las elecciones se pronuncian veladas amenazas: “Si
pierden estos, nos bajan los ingresos y tendré que despedir gente”.
Comerciantes y empresarios reparten las papeletas de votación a sus empleados
en sobre cerrado. Estos siempre tienen la sospecha de que “tienen un tono de
color diferente” para que los apoderados del partido que vigilan las mesas las
reconozcan el día de la votación. Las empresas señaladas como de la facción
política contraria subsisten como pueden castigadas por una competencia
desleal. Muchas se rinden y tienden puentes: aceptan el chantaje. También están
dispuestas a pagar, a donar, a subvencionar. O eso, o la ruina.
Alcaldes
y concejales buscan que hasta el último euro que gestionan recaiga en “el
pueblo”. O al menos en el reducido círculo de beneficiarios que ellos
consideran “pueblo”. Jamás se compra nada a una empresa foránea a menos que
haya un comisionista local. No importa si esto encarece el presupuesto.
Pongamos que hay que comprar unos focos para el teatro que sólo pueden surtir
empresas especializadas. En ese caso, si se puede, mejor es que los compre la
tienda de bombillas local, propiedad de algún amigote, y luego los revenda al
ayuntamiento.
Como
en los supermercados, todo acaba en 9. Existen números mágicos que se repiten
en las adjudicaciones de toda España.
Las
obras y servicios valen por norma general 49.000 euros. La razón es que hasta
50.000 se dan a dedo a quien se quiera. Si sobrepasan esa cantidad entonces
pasan a costar 199.000. Entre 50.000 y 200.000 euros la adjudicación se hace
por el llamado procedimiento negociado sin publicidad. O lo que es lo mismo, es
el ayuntamiento el que elige a tres empresas a las que le solicita
presupuestos. En estos casos lo habitual es que sea la empresa a la que se va a
favorecer la que aporta los otros dos presupuestos que obliga la ley. Pueden
ser del mismo dueño, empresas pantalla u otras reales con las que se llegó a un
acuerdo de reparto o de subcontratación. En otras ocasiones, la mesa de contratación
municipal busca dos empresas que, ya sea por su pequeño tamaño, por su
inexperiencia o por su falta de solvencia, sabe positivamente que presentarán
la documentación incompleta o errónea.
En
los ayuntamientos pequeños son raras las obras que sobrepasan los 200.000
euros. Cuando es así, deberían adjudicarse por el “procedimiento negociado con
publicidad”. Es decir, que cualquiera podría optar a ellas. Para evitarlo,
habitualmente se fraccionan las obras en fases de 199.000. Esto es ilegal y fraude
de ley, pero nadie lo suele denunciar. Todo se puede hacer en fases: desde
tejados hasta aceras. Las explicaciones rayan en lo cómico. Así, el concejal de
obras de Málaga aportó esta nueva genialidad a la historia de la contratación
pública: “No hay fraccionamiento porque lo que se ha dividido no es el contrato
para construir un parque en el Benítez, si no el dinero del que se disponía”.
Exacto, el papel del contrato seguía de una pieza. Ahí estaba el folio enterito
para quien quisiera comprobarlo.
Existe
otra modalidad: los contratos de servicio que cuestan 119.000. La razón es que
a partir de 120.000 existe la “exigencia de clasificación” a las empresas. Por
debajo de esa cifra, puede ser cualquiera.
Aprovecho
para animar a quien esto lea a que busque las cantidades de las adjudicaciones
en sus villas y pueblos. Se sorprenderá de la frecuencia con que aparecen estas
cantidades.
¿Cuándo
se gasta? Las elecciones municipales son siempre en mayo. Ese año, en los
primeros días de enero, los concejales peregrinan al Departamento de
Intervención para que les apunten con una flechita las cantidades que se pueden
gastar de las partidas de sus presupuestos. Desde entonces, en una carrera
contrarreloj, tienen cuatro meses para vaciarlas todas. Es lo habitual verlos
preguntándose: “¿Qué podemos pintar?”, ¿hay que comprar algo para el
polideportivo?”. El qué se compra es lo de menos. Las partidas deben agotarse.
El mayor flujo de dinero posible debe revertir en “el pueblo”. Puede ser la
última oportunidad para las comisiones. Es la mejor época para los gastos
absurdos o las ideas disparatadas. Ningún concejal es tan estúpido como para
dejar dinero en el presupuesto que podría gastarse otro si ganase las
elecciones. Incluso aunque su propio partido pudiese ganar, no siempre es
seguro que fuese a ocuparse de la misma responsabilidad. Mejor no dejar nada.
Esto
ocurre cada cuatro años. En un año no electoral, el mismo proceso se da en los
meses de otoño, cuando se está a punto de cerrar el presupuesto. Tras el verano
se produce la misma peregrinación y todos solicitan informes del estado de las
partidas para vaciarlas a conciencia. El objetivo es llegar a 31 de diciembre a
cero. O mejor aún, en negativo. En la lógica municipal, cuando un concejal deja
un año una partida presupuestaria sin gastar, esta desaparece del presupuesto
del año siguiente. Puesto que no se usó, no debe ser importante. Así se anima
al gasto irreflexivo y al cortoplacismo: cuánto más se gasta, más puede crecer
la partida presupuestaria el año siguiente.
Todo
esto es impune, en primer lugar, porque existe un pacto tácito de no agresión
entre los partidos del régimen. Si tú no hurgas en mis cosas yo no hurgo en las
tuyas. Pero es que, además, no es tan sencillo. Si la mayoría de las
ilegalidades tiene como beneficiarios a vecinos de la localidad, ir contra la
ilegalidad es ir, de facto, contra los vecinos. La acusación de que se ponen en
peligro puestos de trabajo por “peleas políticas” está siempre en el aire. Para
la oposición, en este terreno pantanoso hay mucho que perder y poco que ganar.
Interventores
y secretarios carecen ya de capacidad para controlar todo este flujo enorme de
malgasto y cohecho. Dirigen departamentos con escasez de medios y personal. En
los ayuntamientos más pequeños ni siquiera se contrata a interventores, pues la
ley no lo obliga, y es el secretario quien, en teoría, debería realizar ambas
funciones. Puesto que carece de tiempo material para controlar todas y cada una
de las decenas de facturas que entran cada día, sólo pide explicaciones cuando
existen sobrecostes escandalosos. Aún así, siempre hay modo de justificarlos.
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