Parecía
que la reforma de la Constitución iba en serio, pero no. Pedro Sánchez,
secretario general del PSOE presentó en el Congreso de los Diputados la
petición de una subcomisión de estudio para la reforma. El PP ha dado un “no”
categórico previo, por entender la petición como un «disparate», inoportuna e
innecesaria, además de “frívola”. No quieren solucionar nada. Lo cierto es que
la reforma es más necesaria que nunca, ante la grave crisis política e
institucional que tenemos encima.
Las
propuestas del PSOE, me parecen valiosas, pero insuficientes. Llegan en un
momento en el que no solo hay que cambiar la Constitución, sino el Sistema y el
modelo de la forma política del Estado, mediante un Proceso Constituyente, que
ponga fin a los postulados de la Transición. El PSOE pretende renovar el modelo de convivencia
territorial y recomponer los “consensos rotos”, blindar los derechos sociales y
ciudadanos e introducir medidas de regeneración democrática. En mi opinión, no
debe de ser una reforma de adaptación, sino una ruptura con el modelo; que si
en un principio pudo haber dado resultado, ahora está agotado.
La
Constitución que ha cumplido treinta y seis años, ha tenido dos reformas. En
1992, para reformar el artículo 13.2, e introducir la expresión “y pasivo”
referida al ejercicio del derecho de sufragio de los extranjeros en elecciones
municipales, por imperativo legal tras la firma del Tratado de Maastricht. La
del 2011, sin acuerdo mayoritario, ni político, ni social, para reformar el
artículo 135, e introducir el concepto de “estabilidad presupuestaria” y la
prioridad absoluta del pago de la deuda y sus intereses. Este tiene que
derogarse. Si se reformó por intereses económicos y presión de los mercados,
ahora hay que reformarla por intereses sociales y de calidad democrática.
La
historia del constitucionalismo español, está cargada de inestabilidad y falta
de continuidad. Hoy, pese a lo que dicen, tampoco hay estabilidad
institucional, sino todo lo contrario. Las dos últimas constituciones de 1876 y
1931, terminaron mal y en ambos casos se dieron situaciones políticas,
institucionales, económicas o sociales insostenibles, que significaron el fin
de un régimen. 1868, coincidió con las «catástrofes» coloniales y con que los
liberales, demócratas y republicanos, opositores a la monarquía, consiguieron
expulsar del trono a Isabel II y promover la elaboración de una nueva
constitución que superara a la de 1845. La Constitución de 1876, fue de las más
avanzadas de su época y representó un cambio de tendencia en la política
española.
La
dictadura de Primo de Rivera, apoyada e instigada por el rey Alfonso XIII, fue
el preludio al proceso constituyente de 1931. La unión de las fuerzas
republicanas y socialistas, junto con los sindicatos de clase, posibilitaron
que las elecciones municipales de abril significaran el fin de la monarquía.
Las elecciones posteriores a la proclamación de la Segunda República fueron
constituyentes. La ruptura con el pasado fue total: se progresa en democracia,
se cambian los símbolos, el modelo político del estado, se introducen derechos
y se cambian estructuras y modos de funcionamiento. Todo desapareció con el
golpe de estado fascista del general Franco.
El
nacimiento de la Constitución en 1978 estuvo cargado de dificultades y
obstáculos. Las Cortes surgidas de las elecciones del 15 de junio de 1977, sin
saberlo fueron Constituyentes. Tras la muerte del dictador, se abrió en España
una nueva era, cuyo proceso constitucional se inició con la Transición, que hoy
sabemos no fue modélica. El proceso no fue sencillo, la crisis económica y el
terrorismo lo dificultaron, el régimen estaba intacto y todo “atado y bien
atado”. Salíamos de una larga y cruenta dictadura, con peligros de involución,
que culminaron con el golpe de estado del 23F en 1981. Gobierno y oposición
entendieron que era necesario redactar una constitución aceptada por la mayoría
de las fuerzas políticas. El rey heredero de Franco, el ejército y el gobierno
tenían el poder, la oposición la legitimidad democrática y se avinieron.
El
consenso político y la redacción expresamente ambigua, permitieron resolver los
temas más conflictivos del momento. Hoy esa misma ambigüedad y la
interpretación interesada, permite al actual gobierno, subvertir principios y
valores y llevar a cabo una política antisocial, antidemocrática y
reaccionaria. Entonces permitió dar respuesta a la forma de estado y de
gobierno, modo de elección, la cuestión religiosa, el modelo económico y la
descentralización territorial. Hoy es distinta la situación, pero los mismos
temas siguen presentes. El debate está abierto.
La
Constitución de 1869, convivió con el golpe de estado y la dictadura de Primo
de Rivera. La de 1931, terminó criminalmente por el golpe de estado, la guerra
y la dictadura, entre otras causas por el problema territorial histórico que
sigue sin resolverse. Las diferentes señas de identidad, históricas y
culturales, la multiculturalidad y la diversidad, son valores que enriquecen la
identidad común y así tiene que reconocerse y permitir su propio desarrollo.
Estos hechos tienen que quedar plasmados en la Constitución, en el marco de un
estado federal, que junto con el derecho a decidir, queden clarificadas las
competencias, se fije un modelo fiscal y se establezcan mecanismos de
cooperación y solidaridad. Un modelo que venga a dar estabilidad política, que
sea viable económicamente y justo socialmente.
Mi
recuerdo emotivo a la Constitución de la Segunda República. Declaraba que todos
los españoles son iguales ante la ley; que el estado español no tiene religión
oficial, y estará integrado por Municipios mancomunados en provincias y por las
regiones que se constituyan en régimen de autonomía. España renunció “a la
guerra como instrumento de política nacional”. Se rompía con la tradición
bicameral y eliminaba el Senado. El Congreso tenía la facultad de destituir al
Jefe del Estado (con mandato de siete años), que era elegido de forma mixta:
por los parlamentarios y a través de compromisarios elegidos por sufragio universal.
La República se declaraba laica, garantizando la libertad de culto y
prohibiendo a las órdenes religiosas ejercer la enseñanza, desvinculando al
Estado de la financiación de la iglesia. Significó una ruptura radical y un
foco de tensión, que costó la vida a la República.
La
Constitución republicana, reconocía la libertad de expresión, reunión,
asociación y petición; el derecho de libre residencia, de circulación y
elección de profesión; inviolabilidad del domicilio y correspondencia; igualdad
ante la justicia; protección a la familia, derecho al divorcio, al trabajo, a
la cultura y la enseñanza, así como el derecho de voto a todos los ciudadanos
de más de 23 años y a las mujeres; toda una revolución democrática. Se suprimía
los privilegios de clase social y de riqueza; y se abría la posibilidad de
socialización de la propiedad y de los principales servicios públicos.
Pasado
el tiempo, sigue siendo necesario dar solución definitiva a la cuestión
religiosa en España. La Constitución declara que “Ninguna confesión tendrá
carácter estatal” y esto no se cumple en la práctica. En un estado laico, se ha
de dar una efectiva y real separación entre el estado y las iglesias. Los
fondos públicos no pueden dedicar su esfuerzo ni a la iglesia católica ni a
ninguna otra. La religión tiene que salir de la escuela para nunca volver y
todo tiene que quedar plasmado en la próxima Constitución. El Concordato y los
acuerdos de privilegio con el Vaticano deben derogarse, enmarcando las
relaciones en el ámbito diplomático de reciprocidad.
No
quiero terminar este análisis sin destacar lo que echo en falta en la propuesta
socialista. No cuestionan la forma política de Estado (artículo 1.3) ni la
forma de elección del jefe del Estado, pero sí ven la necesidad de modificar la
Constitución, para eliminar la preferencia del varón sobre la mujer en la
sucesión de la Corona, por suponer una discriminación por razón de sexo. Aquí
hay una contradicción; cierto que existe discriminación; pero hay que tener en
cuenta que la mayor discriminación se da en el propio régimen monárquico, donde
existe el privilegio de la sangre y la discriminación por razón de herencia en
el acceso a la jefatura del Estado y por el disfrute de privilegios perpetuos,
que solo la familia real mantiene. La monarquía está muy alejada de los
principios de igualdad ante la ley y de igualdad de oportunidades. El acceso a
la Jefatura del Estado, como a cualquier otro órgano de representación, no
puede tener carácter hereditario, sino sometido a la libre y democrática concurrencia
ciudadana. No cabe la persona del rey inviolable y no sujeta a responsabilidad.
Cuando finalice el Proceso Constituyente que se propone, tendrá que abandonar
el trono.
El
sistema electoral actual, impide que una parte de las formaciones políticas y ciudadanas
accedan a las instituciones representativas, favoreciendo el bipartidismo, como
se previó. Hay que establecer un sistema general electoral que permita listas
abiertas, desbloqueadas, así como la eliminación de la barrera electoral del
3%. El sistema de la Ley d’Hont, que prima a los partidos más votados, debe
cambiarse para que se garantice la proporcionalidad y equidad del voto y la
igualdad de oportunidades para todas las formaciones políticas y ciudadanas.
La
fractura social provocada por la desigualdad sistémica, hace necesaria la
ruptura con el Sistema y con la Constitución que le sustenta. Convóquese un
referéndum, que permita abrir un Proceso Constituyente amplio y abierto, que
diseñe un proyecto de Estado Republicano democrático avanzado de convivencia,
que dé respuestas a los retos actuales.
Un
nuevo Poder Judicial, un nuevo Senado, un nuevo papel para el mundo local. Un
nuevo país que recupere la justicia social. Con la creación del Estado
Republicano, se han de recuperar las instituciones para la mayoría social,
quienes con el fruto de su trabajo, hacen que el futuro sea posible, al
servicio del interés general y de la soberanía que reside en el pueblo.
Un
Estado Republicano, plurinacional, solidario, participativo y laico, debe
contar con una nueva estructura territorial federal, con un modelo de
financiación y de política fiscal viable; que incorpore mecanismos que
garanticen el Estado social, en el que la universalidad de los servicios
públicos esté sustentado por principios y valores de libertad, igualdad,
justicia social y solidaridad, que fortalezca y amplíe los derechos
fundamentales de los ciudadanos, equiparando derechos civiles y políticos
blindados, para evitar que los gobiernos de turno, ataquen los fundamentos del
Estado de Derecho.
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