jueves, 8 de enero de 2015

UNA CONSTITUCIÓN PARA UN NUEVO MODELO DE ESTADO

Parecía que la reforma de la Constitución iba en serio, pero no. Pedro Sánchez, secretario general del PSOE presentó en el Congreso de los Diputados la petición de una subcomisión de estudio para la reforma. El PP ha dado un “no” categórico previo, por entender la petición como un «disparate», inoportuna e innecesaria, además de “frívola”. No quieren solucionar nada. Lo cierto es que la reforma es más necesaria que nunca, ante la grave crisis política e institucional que tenemos encima.

Las propuestas del PSOE, me parecen valiosas, pero insuficientes. Llegan en un momento en el que no solo hay que cambiar la Constitución, sino el Sistema y el modelo de la forma política del Estado, mediante un Proceso Constituyente, que ponga fin a los postulados de la Transición. El PSOE  pretende renovar el modelo de convivencia territorial y recomponer los “consensos rotos”, blindar los derechos sociales y ciudadanos e introducir medidas de regeneración democrática. En mi opinión, no debe de ser una reforma de adaptación, sino una ruptura con el modelo; que si en un principio pudo haber dado resultado, ahora está agotado.

La Constitución que ha cumplido treinta y seis años, ha tenido dos reformas. En 1992, para reformar el artículo 13.2, e introducir la expresión “y pasivo” referida al ejercicio del derecho de sufragio de los extranjeros en elecciones municipales, por imperativo legal tras la firma del Tratado de Maastricht. La del 2011, sin acuerdo mayoritario, ni político, ni social, para reformar el artículo 135, e introducir el concepto de “estabilidad presupuestaria” y la prioridad absoluta del pago de la deuda y sus intereses. Este tiene que derogarse. Si se reformó por intereses económicos y presión de los mercados, ahora hay que reformarla por intereses sociales y de calidad democrática.

La historia del constitucionalismo español, está cargada de inestabilidad y falta de continuidad. Hoy, pese a lo que dicen, tampoco hay estabilidad institucional, sino todo lo contrario. Las dos últimas constituciones de 1876 y 1931, terminaron mal y en ambos casos se dieron situaciones políticas, institucionales, económicas o sociales insostenibles, que significaron el fin de un régimen. 1868, coincidió con las «catástrofes» coloniales y con que los liberales, demócratas y republicanos, opositores a la monarquía, consiguieron expulsar del trono a Isabel II y promover la elaboración de una nueva constitución que superara a la de 1845. La Constitución de 1876, fue de las más avanzadas de su época y representó un cambio de tendencia en la política española.

La dictadura de Primo de Rivera, apoyada e instigada por el rey Alfonso XIII, fue el preludio al proceso constituyente de 1931. La unión de las fuerzas republicanas y socialistas, junto con los sindicatos de clase, posibilitaron que las elecciones municipales de abril significaran el fin de la monarquía. Las elecciones posteriores a la proclamación de la Segunda República fueron constituyentes. La ruptura con el pasado fue total: se progresa en democracia, se cambian los símbolos, el modelo político del estado, se introducen derechos y se cambian estructuras y modos de funcionamiento. Todo desapareció con el golpe de estado fascista del general Franco.

El nacimiento de la Constitución en 1978 estuvo cargado de dificultades y obstáculos. Las Cortes surgidas de las elecciones del 15 de junio de 1977, sin saberlo fueron Constituyentes. Tras la muerte del dictador, se abrió en España una nueva era, cuyo proceso constitucional se inició con la Transición, que hoy sabemos no fue modélica. El proceso no fue sencillo, la crisis económica y el terrorismo lo dificultaron, el régimen estaba intacto y todo “atado y bien atado”. Salíamos de una larga y cruenta dictadura, con peligros de involución, que culminaron con el golpe de estado del 23F en 1981. Gobierno y oposición entendieron que era necesario redactar una constitución aceptada por la mayoría de las fuerzas políticas. El rey heredero de Franco, el ejército y el gobierno tenían el poder, la oposición la legitimidad democrática y se avinieron.

El consenso político y la redacción expresamente ambigua, permitieron resolver los temas más conflictivos del momento. Hoy esa misma ambigüedad y la interpretación interesada, permite al actual gobierno, subvertir principios y valores y llevar a cabo una política antisocial, antidemocrática y reaccionaria. Entonces permitió dar respuesta a la forma de estado y de gobierno, modo de elección, la cuestión religiosa, el modelo económico y la descentralización territorial. Hoy es distinta la situación, pero los mismos temas siguen presentes. El debate está abierto.

La Constitución de 1869, convivió con el golpe de estado y la dictadura de Primo de Rivera. La de 1931, terminó criminalmente por el golpe de estado, la guerra y la dictadura, entre otras causas por el problema territorial histórico que sigue sin resolverse. Las diferentes señas de identidad, históricas y culturales, la multiculturalidad y la diversidad, son valores que enriquecen la identidad común y así tiene que reconocerse y permitir su propio desarrollo. Estos hechos tienen que quedar plasmados en la Constitución, en el marco de un estado federal, que junto con el derecho a decidir, queden clarificadas las competencias, se fije un modelo fiscal y se establezcan mecanismos de cooperación y solidaridad. Un modelo que venga a dar estabilidad política, que sea viable económicamente y justo socialmente.

Mi recuerdo emotivo a la Constitución de la Segunda República. Declaraba que todos los españoles son iguales ante la ley; que el estado español no tiene religión oficial, y estará integrado por Municipios mancomunados en provincias y por las regiones que se constituyan en régimen de autonomía. España renunció “a la guerra como instrumento de política nacional”. Se rompía con la tradición bicameral y eliminaba el Senado. El Congreso tenía la facultad de destituir al Jefe del Estado (con mandato de siete años), que era elegido de forma mixta: por los parlamentarios y a través de compromisarios elegidos por sufragio universal. La República se declaraba laica, garantizando la libertad de culto y prohibiendo a las órdenes religiosas ejercer la enseñanza, desvinculando al Estado de la financiación de la iglesia. Significó una ruptura radical y un foco de tensión, que costó la vida a la República.

La Constitución republicana, reconocía la libertad de expresión, reunión, asociación y petición; el derecho de libre residencia, de circulación y elección de profesión; inviolabilidad del domicilio y correspondencia; igualdad ante la justicia; protección a la familia, derecho al divorcio, al trabajo, a la cultura y la enseñanza, así como el derecho de voto a todos los ciudadanos de más de 23 años y a las mujeres; toda una revolución democrática. Se suprimía los privilegios de clase social y de riqueza; y se abría la posibilidad de socialización de la propiedad y de los principales servicios públicos.

Pasado el tiempo, sigue siendo necesario dar solución definitiva a la cuestión religiosa en España. La Constitución declara que “Ninguna confesión tendrá carácter estatal” y esto no se cumple en la práctica. En un estado laico, se ha de dar una efectiva y real separación entre el estado y las iglesias. Los fondos públicos no pueden dedicar su esfuerzo ni a la iglesia católica ni a ninguna otra. La religión tiene que salir de la escuela para nunca volver y todo tiene que quedar plasmado en la próxima Constitución. El Concordato y los acuerdos de privilegio con el Vaticano deben derogarse, enmarcando las relaciones en el ámbito diplomático de reciprocidad.

No quiero terminar este análisis sin destacar lo que echo en falta en la propuesta socialista. No cuestionan la forma política de Estado (artículo 1.3) ni la forma de elección del jefe del Estado, pero sí ven la necesidad de modificar la Constitución, para eliminar la preferencia del varón sobre la mujer en la sucesión de la Corona, por suponer una discriminación por razón de sexo. Aquí hay una contradicción; cierto que existe discriminación; pero hay que tener en cuenta que la mayor discriminación se da en el propio régimen monárquico, donde existe el privilegio de la sangre y la discriminación por razón de herencia en el acceso a la jefatura del Estado y por el disfrute de privilegios perpetuos, que solo la familia real mantiene. La monarquía está muy alejada de los principios de igualdad ante la ley y de igualdad de oportunidades. El acceso a la Jefatura del Estado, como a cualquier otro órgano de representación, no puede tener carácter hereditario, sino sometido a la libre y democrática concurrencia ciudadana. No cabe la persona del rey inviolable y no sujeta a responsabilidad. Cuando finalice el Proceso Constituyente que se propone, tendrá que abandonar el trono.

El sistema electoral actual, impide que una parte de las formaciones políticas y ciudadanas accedan a las instituciones representativas, favoreciendo el bipartidismo, como se previó. Hay que establecer un sistema general electoral que permita listas abiertas, desbloqueadas, así como la eliminación de la barrera electoral del 3%. El sistema de la Ley d’Hont, que prima a los partidos más votados, debe cambiarse para que se garantice la proporcionalidad y equidad del voto y la igualdad de oportunidades para todas las formaciones políticas y ciudadanas.

La fractura social provocada por la desigualdad sistémica, hace necesaria la ruptura con el Sistema y con la Constitución que le sustenta. Convóquese un referéndum, que permita abrir un Proceso Constituyente amplio y abierto, que diseñe un proyecto de Estado Republicano democrático avanzado de convivencia, que dé respuestas a los retos actuales.

Un nuevo Poder Judicial, un nuevo Senado, un nuevo papel para el mundo local. Un nuevo país que recupere la justicia social. Con la creación del Estado Republicano, se han de recuperar las instituciones para la mayoría social, quienes con el fruto de su trabajo, hacen que el futuro sea posible, al servicio del interés general y de la soberanía que reside en el pueblo.


Un Estado Republicano, plurinacional, solidario, participativo y laico, debe contar con una nueva estructura territorial federal, con un modelo de financiación y de política fiscal viable; que incorpore mecanismos que garanticen el Estado social, en el que la universalidad de los servicios públicos esté sustentado por principios y valores de libertad, igualdad, justicia social y solidaridad, que fortalezca y amplíe los derechos fundamentales de los ciudadanos, equiparando derechos civiles y políticos blindados, para evitar que los gobiernos de turno, ataquen los fundamentos del Estado de Derecho.

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