viernes, 17 de octubre de 2014

NADA POR AQUÍ... NADA POR ALLÁ...

A la manida frase de que todos los políticos son iguales, le ha salido una respuesta posideológica opositora: ni de izquierdas ni de derechas. Ambos eslóganes se mueven dentro del sistema capitalista, aunque en teoría quieren representar en el ámbito social actitudes sociales radicalmente diferentes.

En el caso de España, desde la transición de la dictadura al régimen actual, las izquierdas mayoritarias vienen esgrimiendo como autojustificación de los límites democráticos la coletilla se hizo lo que se pudo dada la correlación de fuerzas existentes a la muerte de Franco.

Después del triunfo del PSOE, la izquierda española perdimos la virginidad, nuestros orígenes, nuestras costumbres, el pensamiento crítico, la utopía revolucionaria y el ímpetu transformador. Europa nos homologó como democracia vigilada por la OTAN, EE.UU. y los mercados internacionales.

El nuevo statu quo se asentó en la alternancia estética de PP y PSOE, dejando resquicios testimoniales a las derechas nacionalistas de Euskadi y Cataluña, con un diminuto espacio contestatario al PCE, más tarde atrapado dentro de las siglas IU. A todo ello hay que añadir un diseño mediático cerrado, representando El País la modernidad socialdemócrata y el resto copado por grupos económicos de la derecha (grandes empresas, poderes fácticos e iglesia católica principalmente).

La transición impidió una salida alternativa que propusiera un país más escorado a la izquierda y un Estado social más vertebrado desde los intereses de la clase trabajadora. Los sindicatos tuvieron que adecuarse al nuevo escenario, reduciendo sus programas sociopolíticos a la negociación colectiva en recesión y a la defensa jurídica de cada conflicto concreto. Sus aspiraciones de cambio no tuvieron jamás referente político poderoso.

Mucho ha llovido desde entonces, pero el precipitado actual, además de a razones internacionales que sobrepasan la casuística doméstica exclusiva, hunde sus raíces en aquellos mimbres hoy en cuestión. La corrupción actual no es un mero síntoma de descomposición de un modo de hacer política o un desgaste institucional, dos ideas que se quieren trasladar desde las elites para retomar el pulso hacia el futuro permaneciendo el sistema intacto, sino que la tan manoseada corrupción es inherente al régimen capitalista.

La crisis es capitalista y global, no un accidente más o menos grave en su devenir histórico. Lo que sucede es que la izquierda española ha dejado de creer en sí misma, no teniendo modelo efectivo que oponer al neoliberalismo de nuestros días. Tanto tiempo sintiéndose minoría ideológica y conviviendo con el adversario en disputas florentinas de salón han anulado su capacidad crítica para ver más allá del contexto de la realidad inmediata.

Hoy los sindicatos operan a la defensiva, sin horizontes donde llegar a ser, mientras tanto IU se ha acomodado a su condición de outsider permanente que nunca despega hacia metas políticas más ambiciosas. Desde 2008, el vendaval derechista a escala mundial ha puesto de manifiesto la escasa capacidad de movilización de las izquierdas clásicas adosadas al Estado del Bienestar capitalista tejido después de 1945 tras la caída del nazismo.

Con la crisis que ahora estamos viviendo, el que todos los políticos son iguales favorece a las derechas y acólitos a su izquierda nominal porque también alcanza su efecto devastador a las izquierdas tradicionales que, al menos en sus discursos, aspiran a una transformación más acusada del sistema capitalista.

Demasiado tiempo en las proximidades vicarias del poder corrompen a cualquiera, tal vez solo a unos pocos políticos venales de la izquierda, pero suficientes para encajar en ese imaginario popular, que ante la impotencia democrática para hacer frente a los recortes, las reformas laborales y el desmantelamiento de lo público, se cobija en la igualdad corrupta de todos los políticos, sean del signo que sean.

La derechas siempre van a cosechar su parte masiva de votos (otros irán a la abstención pasiva) gracias a la influencia hegemónica de sus medios de información y a la vieja dinámica amo-esclavo que en situaciones agudas de desencanto y crisis material y existencial siempre se decanta en una mayoría suficiente por los representantes del poder establecido, aquellos que en la realidad objetiva tienen los resortes de dar y quitar: el cacique, el conseguidor de prebendas, el empresario, el jefe, el líder espiritual y figuras de corte semejante.

Todos estos iconos son de derechas, cuando no reaccionarios, pero ellos tienen la sartén por el mango. Y a la izquierda, nada hay, porque la ideología capitalista se ha encargado de volatilizar la conciencia de clase y el pensamiento crítico autónomo e independiente.

La irrupción de populismos y movimientos ciudadanos alternativos tiene su caldo de cultivo en este campo de batalla tan complejo, desplazando la categoría de trabajador por vetusta y antigua y poniendo énfasis en el concepto ciudadano, donde todos los cualquieras anónimos tienen un papel relevante si así lo desean. Se trata de una exaltación individualista a ultranza sin raíces en la historia real, una suma de voces y luchas dispares que todavía no han hallado un camino colectivo que otorgue cohesión a sus reivindicaciones particulares. De ahí, que Podemos y otros movimientos más locales se definan en negativo como ni de izquierdas ni de derechas.

Lo dicho anteriormente no significa que no existan causas objetivas para el nacimiento de esta nueva ilusión política. El espacio transformador de la izquierda ha quedado huérfano desde hace mucho tiempo y las estructuras partidarias tradicionales no han sabido ver lo que se venía encima. Por decirlo en términos coloquiales, ya no tienen gasolina en su depósito ideológico para alcanzar destinos de largo recorrido. La han dejado en la cuneta del posibilismo y del contacto permanente con el sistema imperante. Actualmente no tiene distancia para analizar la realidad con miradas críticas y rebeldes.

A los datos objetivos reseñados cabría añadir otro aspecto muy importante. El hueco dejado por las izquierdas tradicionales no ha sido un vacío que se haya llenado desde la espontaneidad absoluta. El régimen sabe muy bien (léase la derecha y los poderes económicos) que una de sus bazas principales es dividir a la izquierda. Divide y vencerás sigue funcionando a las mil maravillas. Por esa razón, ha aupado mediáticamente a los altares a líderes de nuevo cuño con publicidad y alevosía manifiesta. No hace falta citar nombres, son de dominio público. La estrategia de la derecha es artera, pero muy efectiva.

Ni de izquierdas ni de derechas puede ser una táctica que a corto plazo pueda obtener resultados electorales convincentes, aunque cuesta creer que los adalides de tal estrategia lleguen a reunir una mayoría pujante que trastoque los planes y proyectos del sistema capitalista. Es cierto que parten de un dato objetivo incontestable: la masa trabajadora no tiene conciencia de clase activa y está inmersa o colonizada por tics capitalistas muy sólidos. El ideario capitalista penetra los tuétanos y las mentes de la inmensa mayoría. Esto es obvio e irrefutable.

Ante este panorama tan desalentador y propicio a aventuras políticas transformadoras originales, lo mejor es (sería) hacer de la necesidad virtud y aprovechar el tirón de oportunidad que ofrece la crisis para plasmar mayorías de conveniencia rápidas sin entrar en escabrosas discusiones ideológicas de fondo. La jugada parece inteligente, sin embargo una pregunta surge de inmediato como puñetazo en pleno rostro: ¿son tan tontos los poderes hegemónicos y las derechas como para quedarse inmóviles ante una argucia que podría despojarlos de sus posiciones consolidadas y su estatus preferente?

En ese sentido, los populismos al alza que basan su programa en la indefinición ideológica diciendo a la gente lo que desea oír sin desgranar su programa político, sus bases ideológicas de partida y el modelo de sociedad que pretenden, más bien parece ingenuidad y posibilismo estético que un proyecto serio y duradero de transformación de la sociedad.

Da la sensación a priori de que la categoría ciudadano/a carece de peso específico para nutrir ideológicamente un programa político radical hondo y auténtico. La suma de cualquieras individuales y dispersos en una hipotética igualdad de condiciones de partida no parece ser un nexo demasiado fuerte para formar un colectivo que tenga conciencia de sí propia y con porvenir a largo plazo. Desalojar el concepto trabajador/a de la noche a la mañana, sin sustento ideológico previo y razonado, arroja interrogantes muy profundos sobre los populismos y movimientos nacientes o en ciernes.

Olvidar que todo el edificio capitalista se levanta desde la explotación laboral es caer en la falacia posmoderna del relato individual biempensante. Los derechos no surgen de la nada ni de la espontaneidad inocente ni son obra de éticas formidables e irrefutables de orden natural. ¿Para qué queremos derechos si no tenemos un trabajo digno? ¿De dónde surgirán los derechos si no creamos riqueza social desde el trabajo personal y colectivo? El ser ciudadano/a es una entelequia evasiva mientras que ser trabajador/a es una realidad ineludible.

        “Ni de derechas ni de izquierdas” y “todos los políticos son iguales” no son más que frases hechas que eluden el conflicto social de mayor calado: la explotación capitalista de la mano de obra ajena. Ahí reside el quid crucial de la cuestión. En la plusvalía capitalista residen todos los gérmenes de injusticia y desigualdad. Todos los derechos constitucionales y liberales son mentiras y añagazas del poder instituido para encubrir esa realidad tan intangible y evanescente. De ahí nace todo el tinglado capitalista.

domingo, 12 de octubre de 2014

CATALUÑA: ¿Y AHORA QUÉ?

Hemos llegado a la fase final de un proceso, el catalán, en el que nadie es capaz de vaticinar como se saldrá. Aunque temo que cualquiera de las salidas va a ser dolorosa.  Pero lo que uno ha ido escuchando y leyendo en los últimos tiempos tiene más de monólogo para convencimiento propio que de un verdadero intento de buscar soluciones.

Me molesta, me ha molestado siempre, el discurso independentista convencional. El de presentar a Catalunya (o cualquier otro territorio) como un paraíso mancillado por los de fuera y al proyecto de nación independiente como una especie de utopía que se logrará con simplemente tener fronteras propias.

 Un discurso que funda su legitimidad histórica en una reinterpretación de una historia que seguramente ocurrió de otra forma (la Guerra de Sucesión era sobre todo una guerra dinástica en la que cada cual jugó en función de sus intereses y donde el vencedor aplicó la lógica de la época: reprimir sin miramientos a sus adversarios e imponer un modelo de estado absoluto en todas partes, más o menos lo que habían hecho sus mismos parientes en su Francia original).

Me molesta sobre todo cuando este discurso monocorde se utiliza para tapar las vergüenzas propias (hace pocos días tuve una discusión sobre el caso Pujol en que mi interlocutor me espetó que lo de esa corrupción era simplemente una deriva del hecho de estar en España). Y me preocupa cuando alguien trata de imponer al conjunto su visión de lo que es ser catalán (o español, o francés...). Porque estoy seguro de que yo mismo y la mayoría de la gente a la que quiero escapa a la mayoría de items que conforman el “código del buen patriota”.

     Pero hay algo que me resulta igual o más molesto. Y son los argumentos de los opositores a la demanda de consulta y sus argumentos. De hecho el más extendido es simplemente formal: la consulta es ilegal, la democracia es el imperio de la ley y por tanto la consulta es antidemocrática.

Lo de la ley como patrón de medida universal es más que discutible. Un repaso a las hemerotecas permite ver que es el mismo tipo de discurso que empleaba el franquismo para legitimar sus desmanes y machacar a la oposición. Si algo tuvo el viejo régimen, aparte de militares, curas y empresarios ligados al poder, fue juristas (muchos de ellos relacionados con la Asociación Católica Nacional de Propagandistas) que realizaron un ímprobo trabajo para dar una cobertura formal a la dictadura. Las leyes dan seguridad en muchas acciones (de hecho gran parte de las leyes actuales de propiedad lo que dan es seguridad a los capitalistas y a los ricos a costa de desproteger al resto, como bien pone en evidencia el movimiento contra los desahucios). 

Pero las leyes son cambiables y, en muchos casos, están abiertas a interpretaciones diferentes. Decir que la consulta es ilegal es una forma de decir que no queremos negociar el tema, ni entenderlo, ni discutirlo, porque tenemos un arma con la que podemos machacar al oponente. Si los españoles nos hubiéramos atenido a la “legalidad” franquista jamás habríamos salido de la dictadura.

Un segundo argumento que me parece poco sostenible es decir que la constitución que nos hemos dado todos establece una especie de bien público que es ilícito romper. Considerar que la constitución se estableció de esta forma es otra falsificación grosera de la historia. De hecho, el debate constitucional entre las élites políticas nació acotado por quienes detentaban el poder real (no sólo en lo que respecta a la cuestión territorial, también en otros muchos ámbitos, como la Monarquía, la bandera....).

Además, gran parte del contenido social de la Constitución ha sido vaciado por las posteriores reformas y su desguace culminado con la reforma exprés aprobada por PP y PSOE para convertirnos en servidores perpetuos del capital financiero.

La historia de España, como la de cualquier otro estado, es el producto de procesos históricos azarosos y las fronteras son siempre el resultado de carambolas curiosas (por ejemplo en Catalunya está integrada la Valh d’Aran, un territorio occitano situado al otro lado del Pirineo y cuya ciudad más cercana es Toulouse; en cambio la Alta Cerdanya es francesa, con la excepción del enclave de Llívia, y el poco poblado alto valle del Noguera Ribargoçana que se reparte entre Catalunya y Aragón). Y siempre parecería deseable que los procesos que dieran lugar a nuevas fronteras fueran producto de decisiones democráticas y no de las tradicionales acciones bélicas del pasado.

Un tercer argumento trata de presentar la consulta como una acción de salida unilateral. Cuando redacto estas notas, el titular de el País “Respuesta al desafío secesionista” la trata de presentar en estos términos. De entrada, todo el mundo es consciente de que en el ordenamiento español no existe un derecho de referéndum vinculante. Además, la celebración de la consulta en Catalunya no excluye que después se pueda votar una propuesta de resolución de la cuestión a nivel de todo el estado (que tampoco sería vinculante).

Trampear con esto es otra forma de manipulación. Lo que no se quiere es que la ciudadanía tenga derecho a opinar sobre el tema. Seguramente porque se teme que pudiera salir el Si-Si y que la propuesta de independencia refrendada por la mayoría de la población generara un proceso indeseado. 

Siempre he pensado que la gente que votaría por la independencia difícilmente ganaría (es curioso pero el resultado del referendum escocés es parecido al que tuvimos aquí con la OTAN, quizás porque el miedo al cambio siempre acaba por reunir a más personas), aunque coincido con otras muchas personas en ver que las respuestas que vienen de los “unionistas” han ayudado a ampliar las posiciones independentistas. O quizás es que simplemente hay una enorme aversión en las élites de poder a que la gente corriente pueda opinar sobre el meollo de las estructuras políticas, como puso en evidencia la reforma de la Constitución con nocturnidad y alevosía.

Y un cuarto argumento es que todo el giro independentista es el mero resultado de una persistente campaña de adoctrinamiento nacional lanzada por CiU y ERC. Nadie pone en duda que los nacionalistas son insistentes, en todas partes (no hace falta hilar muy fino, basta con escuchar o ver los programas de deportes). Y que se han basado en eslóganes simplistas para ganar audiencia. Pero esto no permite explicar porque una gran parte de las capas medias urbanas que tradicionalmente votaban al PSOE se han decantado cada vez más por el independentismo. Ni tampoco por qué en Catalunya esta situación se vive con tan poca tensión interior, (El PP ha obtenido más réditos electorales en algunas ciudades obreras cuando ha explotado la vena racista que con el tema de España).

El viraje nacionalista se ha decantado fundamentalmente desde las campañas anticatalanas del PP y la desastrosa gestión del Estatut (si alguna vez se consiguiera la independencia se le debería dar algún tributo a la figura de José María Aznar). El auge independentista es el resultado de un proceso múltiple en el que hay que anotar tanto el acierto de sus promotores, como el maltrato de sus oponentes, como el descrédito de las izquierdas como referencia utópica, como el hartazgo con las políticas del PP.

Para mucha gente, romper hoy con España es romper con Rajoy, con la gran banca, con Florentino y sus colegas. Por ello, también una parte de la izquierda más radical se apunta animosa al proyecto con la esperanza de que la ruptura territorial pudiera alimentar otras dinámicas sociales. Se puede ser contrario a la independencia, pero no se puede negar que democráticamente la ciudadanía votó a favor de opciones políticas que aceptaban su realización y que ha sido el PSC la fuerza más castigada electoralmente por su posicionamiento.

Hemos llegado a la fase de definición y todo apunta a que tendremos un final sin desenlace. El PP simplemente confía en que su demostración de poderío (la que le permitió controlar el Tribunal Constitucional y otros muchos organismos estatales) deshinchará la tensión y derrotará a CiU (el giro independentista de CDC se produjo precisamente cuando vió rebasada su línea política tradicional). Pero es jugar con fuego, puesto que lo que va a conseguir es reforzar el sentimiento de que no hay nada que hacer con las élites centralistas. Posiblemente el tema nacional quedará tan enconado que solapará otros muchos debates necesarios para Catalunya y para el resto.

El PSOE espera recuperar protagonismo con su propuesta federal, pero para ser creíble debería ser una verdadera apuesta de poder. Y hoy por hoy, en Catalunya es casi imposible que recupere los votos que ha perdido por sus políticas sociales y nacionales. Su federalismo suena más a truco de tahúr que a un verdadero giro en su concepción del estado. Entre otras cosas porque un giro verdaderamente federalista exigiría un trabajo cultural ante sus propias bases que le obligaría incluso a cambiar de modelo de partido. Y sin un gran partido “nacional” dispuesto a ofrecer un cambio en la estructura de estado el debate nacional quedará bloqueado para mucho tiempo.

Los nacionalistas tampoco lo tienen fácil. Es dudoso que provoquen una escalada que conduzca a un enfrentamiento abierto, del tipo de suspensión de la autonomía (o incluso detención de sus líderes). Entre otras cosas porque la ausencia de un mínimo respaldo internacional a sus posiciones la convierte en opción muy arriesgada. Han tenido la osadía de hacer un juego contundente pero todo apunta a que nadie tiene claro cómo continuarlo (excepto los más dogmáticos, que siempre tienen respuestas simples para cuestiones complejas y son incapaces de valorar los efectos de las mismas).

La izquierda real es como siempre la más compleja. En todas las organizaciones de izquierdas la cuestión nacional es transversal, hay gente independentista convencida (cada cual es hijo de lo que es), hay independentistas circunstanciales (los que piensan que es sobre todo una oportunidad para otra ruptura), hay laicos para los que la cuestión nacional es un tema secundario, hay quienes piensan que es simplemente una forma de desviar el conflicto social, y hay antiindependentistas convencidos (por parecidos motivos sentimentales y personales que los que están en el otro bando).

En general esto no genera ningún problema grave porque es gente que coincide en otras muchas cosas. Y en muchos casos es la gente que sabe distinguir entre qué es la demanda de un derecho a votar y qué una posición concreta de voto. En esta ambigüedad se ha mantenido ICV-EUiA y gran parte de los movimientos sociales alternativos. El peligro está en que el cierre a las bravas del proceso puede dar lugar a una radicalización del debate que ponga en cuestión esta compleja, y necesaria, alianza social.

Van a ser tiempos complicados. Pero, tal como están las cosas, a mi entender no queda otra opción que la de seguir exigiendo un sistema participativo, discursivo, democrático, para resolver la participación. Si alguien tiene una propuesta federal tiene que ser consciente de que sólo será aceptable si lo es realmente (o sea, si se explica, se defiende y se practica igual en Catalunya que en el resto, si genera una nueva visión del marco estatal donde se entienda que el Estado es al final un encaje entre gente en algunos aspectos diversa). Y se debe proponer un procedimiento de consulta con opciones claras, reglas de juego justas y compromiso de aceptar los resultados. Lo contrario es seguir apostando por mantener enconada la situación, por perpetuar un ambiente de rencor que cuando estalla es catastrófico.

Ahora estamos en un cul de sac. Tal vez el saco se rompa, o tal vez nos quedamos sin salir de él por mucho tiempo. Pensar que la cuestión catalana es el mero resultado de una manipulación nacionalista por arriba es engañarse. Se ha generado una situación enconada y solo se podrá salir con otro tipo de respuestas. Y esto es, también, una necesidad para la izquierda no nacionalista.

lunes, 6 de octubre de 2014

CONCEPTOS DISOLVENTES DE LA IDEOLOGÍA DE IZQUIERDAS (Parte 5 y última)

6) Ciudadanos: Es otro concepto que actúa como disolvente del antagonismo de clase entre trabajadores y burguesía.

Pero es que además, por tratarse de un concepto universal -ciudadanos son todos y cada uno de los miembros de una comunidad poseedores de derechos y deberes. Desde usted, que está leyendo este texto, hasta los ciudadanos/as Emilio Botín, Esther y Alicia Koplowitz, Amancio Ortega, Florentino Pérez, la familia Entrecanales, José Manuel Lara (Corporación Atresmedia) y tantos otros- hace tabla rasa de la existencia de clases sociales en su interior.

El concepto ciudadanos es muy pertinente cuando se refiere a las relaciones de la persona con el Estado, sus instituciones.

Pero carece de sentido cuando alude a las relaciones sociales de producción entre esos ciudadanos. ¿Son acaso los ciudadanos los que hacen huelgas generales? ¿Los empresarios contratan a ciudadanos? ¿Los despedidos de una empresa son ciudadanos? ¿El antónimo de empresario/capitalista es ciudadano? No. La característica principal que define a todos ellos es ser trabajadores. Incluso la persona que busca su primer empleo lo hace en tanto que futura trabajadora, siempre que no lo haga como empresaria.

Cuando dos personas mantienen entre sí relaciones salariales, una de ellas como realizadora de un trabajo y otra como empleadora, la primera es trabajadora y la segunda empleadora.

Carece de sentido, por tanto, hablar de ciudadanos cuando, en lo que los pensadores liberales llaman “sociedad civil”, existen relaciones sociales de producción entre empleados y empleadores, entre trabajadores y empresarios. Y éstas son claramente desiguales.

¿Por qué, entonces se habla tanto de ciudadanos/as y apenas de trabajadores/as? Sencillamente porque se intenta ocultar que las sociedades están divididas en clases sociales, que esas divisiones son, en esencia, irreconciliables en intereses y hay un interés no explícito de dirigir las demandas sólo hacia la esfera de lo político y no de lo socioeconómico. O dicho de otro modo porque, en el actual contexto de la crisis capitalista, lo que se intenta es ocultar la auténtica fuente de la desigualdad, la explotación de unos seres humanos por otros y quiénes son los auténticos responsables del paro y la brutal transferencia de las rentas del trabajo hacia las del capital. El plano de lo político acaba por convertirse en el señuelo para evitar que se cuestione el de lo económico.

Todo partido, organización o movimiento que aluda al término de ciudadanos como el colectivo al que apela actúa desde un discurso de derechas, se autocalifique a sí mismo como quiera, porque ocultar la existencia de clases sociales y de la lucha de clases y tratar de que nos olvidemos de lo que sucede en el marco de la actividad económica es, de facto, justificar la opresión de clase.

Cuestiones finales:
Después de todo este paquete infumablemente largo -no sé escribir más corto si tengo mucho que decir- quizá diga usted, con razón: ¡colega, para hablar de la lucha de clases y de que en la economía se libra la batalla contra el capitalismo, podrías haberlo hecho más corto!

Muy cierto. Pero si uno pretende desmontar todo el conjunto de heces que buscan legitimar a través de su palabrería hueca el capitalismo, hay que decir algo de cada una más allá del consabido y conciso "no soy partidario" que suelen decir por el norte.

La ofensiva sin precedentes por acabar con la dualidad política izquierda-derecha tiene en la involución ideológica su más decisiva arma de destrucción masiva.

Los motivos fundamentales de que ello esté sucediendo, por encima de la ofensiva de la derecha en el pensamiento político, se encuentran principalmente en la izquierda.

La crisis de marxismo de la que éste aún no se ha recuperado, por mucho que Marx y otros pensadores marxistas hayan regresado con gran fuerza editorial, explica mucho del brío con el que los fundamentos del pensamiento de la izquierda están siendo atacados y del modo con el que se intenta negar la dualidad, primero de la terminología izquierda-derecha, después de su oposición histórica fundamental.
 
Hoy muy pocos teóricos políticos relevantes se consideran marxistas. En el mundo universitario esta corriente se encuentra en franca retirada y los pensadores marxistas actuales tienen un escaso nivel frente al de sus predecesores de hace tan sólo tres o cuatro décadas.

Aquellos supuestos marxistas que han sido puestos de moda por medio de editoriales, conferencias y aparatos ideológicos del capital lo son más bien de un marxismo esotérico (Žižek , Holloway,...), por no decir otra cosa, o bien están ya dentro de corrientes postmarxistas, lo admitan o no (Negri).

No hablemos ya del pedorreo que algunas corrientes políticas se traen con “pensadores” del tipo de Derrida, Foucault, Deleuze o Guattari, entre otros. La búsqueda de lo raro, lo incomprensible (apuesto a que la gran mayoría de sus fans no los entienden), “pour épater la bourgeoisie”,  no es más que la pataleta inocua del pensamiento middle class que se degrada cuanto más se aleja del “análisis concreto de la situación [y de la realidad] concreta”.

El caso contrario, el dogmatismo en el pensamiento que trata de encarcelar al marxismo en una colección de citas de autoafirmación para revolucionarios en horas bajas, lo ha esclerotizado, destruyendo su potencial transformador.

Por en medio, el gran grueso, del posibilismo, del oportunismo, del-llamémoslo-de-otro-modo-para-que-no-asuste-la-gente-porque-al-fin-y-al-cabo-hablamos-de-lo-mismo, no es otra cosa que la forma vergonzante y ultrarreformista de negar los atributos configuradores de lo que es la identidad de la izquierda porque no se trata de una mera permutación de palabras sino de categorías del análisis de la realidad y un modo de ir borrando las huellas de lo que se fue en el pasado tras los pasos de a dónde se va.


En este cambio de escenario hacia, primero el populismo transversal, luego hacia la derecha porque es ésta la que niega que el motor de la historia es la lucha de clases, y luego, luego...hasta el infinito y más allá, que diría Buzz Light Year, el factor generacional ha hecho estragos.