A
la manida frase de que todos los políticos son iguales, le ha salido una
respuesta posideológica opositora: ni de izquierdas ni de derechas. Ambos
eslóganes se mueven dentro del sistema capitalista, aunque en teoría quieren
representar en el ámbito social actitudes sociales radicalmente diferentes.
En
el caso de España, desde la transición de la dictadura al régimen actual, las
izquierdas mayoritarias vienen esgrimiendo como autojustificación de los
límites democráticos la coletilla se hizo lo que se pudo dada la correlación de
fuerzas existentes a la muerte de Franco.
Después
del triunfo del PSOE, la izquierda española perdimos la virginidad, nuestros
orígenes, nuestras costumbres, el pensamiento crítico, la utopía revolucionaria
y el ímpetu transformador. Europa nos homologó como democracia vigilada por la
OTAN, EE.UU. y los mercados internacionales.
El
nuevo statu quo se asentó en la alternancia estética de PP y PSOE, dejando
resquicios testimoniales a las derechas nacionalistas de Euskadi y Cataluña,
con un diminuto espacio contestatario al PCE, más tarde atrapado dentro de las
siglas IU. A todo ello hay que añadir un diseño mediático cerrado,
representando El País la modernidad socialdemócrata y el resto copado por
grupos económicos de la derecha (grandes empresas, poderes fácticos e iglesia
católica principalmente).
La
transición impidió una salida alternativa que propusiera un país más escorado a
la izquierda y un Estado social más vertebrado desde los intereses de la clase
trabajadora. Los sindicatos tuvieron que adecuarse al nuevo escenario,
reduciendo sus programas sociopolíticos a la negociación colectiva en recesión
y a la defensa jurídica de cada conflicto concreto. Sus aspiraciones de cambio
no tuvieron jamás referente político poderoso.
Mucho
ha llovido desde entonces, pero el precipitado actual, además de a razones
internacionales que sobrepasan la casuística doméstica exclusiva, hunde sus
raíces en aquellos mimbres hoy en cuestión. La corrupción actual no es un mero
síntoma de descomposición de un modo de hacer política o un desgaste
institucional, dos ideas que se quieren trasladar desde las elites para retomar
el pulso hacia el futuro permaneciendo el sistema intacto, sino que la tan
manoseada corrupción es inherente al régimen capitalista.
La
crisis es capitalista y global, no un accidente más o menos grave en su devenir
histórico. Lo que sucede es que la izquierda española ha dejado de creer en sí
misma, no teniendo modelo efectivo que oponer al neoliberalismo de nuestros
días. Tanto tiempo sintiéndose minoría ideológica y conviviendo con el
adversario en disputas florentinas de salón han anulado su capacidad crítica
para ver más allá del contexto de la realidad inmediata.
Hoy
los sindicatos operan a la defensiva, sin horizontes donde llegar a ser,
mientras tanto IU se ha acomodado a su condición de outsider permanente que
nunca despega hacia metas políticas más ambiciosas. Desde 2008, el vendaval
derechista a escala mundial ha puesto de manifiesto la escasa capacidad de
movilización de las izquierdas clásicas adosadas al Estado del Bienestar
capitalista tejido después de 1945 tras la caída del nazismo.
Con
la crisis que ahora estamos viviendo, el que todos los políticos son iguales
favorece a las derechas y acólitos a su izquierda nominal porque también
alcanza su efecto devastador a las izquierdas tradicionales que, al menos en
sus discursos, aspiran a una transformación más acusada del sistema
capitalista.
Demasiado
tiempo en las proximidades vicarias del poder corrompen a cualquiera, tal vez
solo a unos pocos políticos venales de la izquierda, pero suficientes para
encajar en ese imaginario popular, que ante la impotencia democrática para
hacer frente a los recortes, las reformas laborales y el desmantelamiento de lo
público, se cobija en la igualdad corrupta de todos los políticos, sean del
signo que sean.
La
derechas siempre van a cosechar su parte masiva de votos (otros irán a la
abstención pasiva) gracias a la influencia hegemónica de sus medios de
información y a la vieja dinámica amo-esclavo que en situaciones agudas de
desencanto y crisis material y existencial siempre se decanta en una mayoría
suficiente por los representantes del poder establecido, aquellos que en la
realidad objetiva tienen los resortes de dar y quitar: el cacique, el
conseguidor de prebendas, el empresario, el jefe, el líder espiritual y figuras
de corte semejante.
Todos
estos iconos son de derechas, cuando no reaccionarios, pero ellos tienen la
sartén por el mango. Y a la izquierda, nada hay, porque la ideología
capitalista se ha encargado de volatilizar la conciencia de clase y el
pensamiento crítico autónomo e independiente.
La
irrupción de populismos y movimientos ciudadanos alternativos tiene su caldo de
cultivo en este campo de batalla tan complejo, desplazando la categoría de
trabajador por vetusta y antigua y poniendo énfasis en el concepto ciudadano,
donde todos los cualquieras anónimos tienen un papel relevante si así lo
desean. Se trata de una exaltación individualista a ultranza sin raíces en la
historia real, una suma de voces y luchas dispares que todavía no han hallado
un camino colectivo que otorgue cohesión a sus reivindicaciones particulares.
De ahí, que Podemos y otros movimientos más locales se definan en negativo como
ni de izquierdas ni de derechas.
Lo
dicho anteriormente no significa que no existan causas objetivas para el
nacimiento de esta nueva ilusión política. El espacio transformador de la
izquierda ha quedado huérfano desde hace mucho tiempo y las estructuras
partidarias tradicionales no han sabido ver lo que se venía encima. Por decirlo
en términos coloquiales, ya no tienen gasolina en su depósito ideológico para
alcanzar destinos de largo recorrido. La han dejado en la cuneta del
posibilismo y del contacto permanente con el sistema imperante. Actualmente no
tiene distancia para analizar la realidad con miradas críticas y rebeldes.
A
los datos objetivos reseñados cabría añadir otro aspecto muy importante. El
hueco dejado por las izquierdas tradicionales no ha sido un vacío que se haya
llenado desde la espontaneidad absoluta. El régimen sabe muy bien (léase la
derecha y los poderes económicos) que una de sus bazas principales es dividir a
la izquierda. Divide y vencerás sigue funcionando a las mil maravillas. Por esa
razón, ha aupado mediáticamente a los altares a líderes de nuevo cuño con
publicidad y alevosía manifiesta. No hace falta citar nombres, son de dominio
público. La estrategia de la derecha es artera, pero muy efectiva.
Ni
de izquierdas ni de derechas puede ser una táctica que a corto plazo pueda
obtener resultados electorales convincentes, aunque cuesta creer que los
adalides de tal estrategia lleguen a reunir una mayoría pujante que trastoque
los planes y proyectos del sistema capitalista. Es cierto que parten de un dato
objetivo incontestable: la masa trabajadora no tiene conciencia de clase activa
y está inmersa o colonizada por tics capitalistas muy sólidos. El ideario
capitalista penetra los tuétanos y las mentes de la inmensa mayoría. Esto es
obvio e irrefutable.
Ante
este panorama tan desalentador y propicio a aventuras políticas transformadoras
originales, lo mejor es (sería) hacer de la necesidad virtud y aprovechar el
tirón de oportunidad que ofrece la crisis para plasmar mayorías de conveniencia
rápidas sin entrar en escabrosas discusiones ideológicas de fondo. La jugada
parece inteligente, sin embargo una pregunta surge de inmediato como puñetazo
en pleno rostro: ¿son tan tontos los poderes hegemónicos y las derechas como
para quedarse inmóviles ante una argucia que podría despojarlos de sus
posiciones consolidadas y su estatus preferente?
En
ese sentido, los populismos al alza que basan su programa en la indefinición
ideológica diciendo a la gente lo que desea oír sin desgranar su programa
político, sus bases ideológicas de partida y el modelo de sociedad que
pretenden, más bien parece ingenuidad y posibilismo estético que un proyecto
serio y duradero de transformación de la sociedad.
Da
la sensación a priori de que la categoría ciudadano/a carece de peso específico
para nutrir ideológicamente un programa político radical hondo y auténtico. La
suma de cualquieras individuales y dispersos en una hipotética igualdad de
condiciones de partida no parece ser un nexo demasiado fuerte para formar un
colectivo que tenga conciencia de sí propia y con porvenir a largo plazo.
Desalojar el concepto trabajador/a de la noche a la mañana, sin sustento
ideológico previo y razonado, arroja interrogantes muy profundos sobre los
populismos y movimientos nacientes o en ciernes.
Olvidar
que todo el edificio capitalista se levanta desde la explotación laboral es
caer en la falacia posmoderna del relato individual biempensante. Los derechos
no surgen de la nada ni de la espontaneidad inocente ni son obra de éticas
formidables e irrefutables de orden natural. ¿Para qué queremos derechos si no
tenemos un trabajo digno? ¿De dónde surgirán los derechos si no creamos riqueza
social desde el trabajo personal y colectivo? El ser ciudadano/a es una
entelequia evasiva mientras que ser trabajador/a es una realidad ineludible.