Cuando se acerca un cambio de ciclo político es
habitual escuchar decir a la gente que si los de tal partido lo han hecho tan
mal, es hora de votar a los otros a ver si lo hacen mejor.
Desde
que tengo conciencia de la alternancia de partidos en el poder ha sido así.
Siempre hay un trasvase de votos entre partidos, no sabría decir si grande o
pequeño, por parte de aquellos que consideran que el partido en el gobierno lo
ha hecho muy mal y que sería buena cosa probar a votar a los otros. Parece algo
normal y saludable. Algún entusiasta cursi incluso lo calificaría como el
triunfo de la democracia.
Sin
embargo, no es así. Cuando la gente cambia su voto no rigiéndose por ideas
políticas, sino por un ‘hacerlo mejor o peor’ absolutamente despolitizado,
estamos presenciando otra cosa. Asistimos más bien al triunfo del objetivo
neoliberal de dar muerte a la política, de matarla bien muerta.
Démosle
algunas vueltas al asunto. Si alguien considera que el partido al que ha votado
ha hecho las cosas mal y decide votar a otro partido, está suponiendo que lo
que importa no son las ideas y valores políticos de los partidos, sino que sean
buenos gestores. Entiende la política como gestión sin más y con ello implica
que hay una buena manera de gestionar las cosas con independencia de las ideas
políticas. Es la muerte de las ideologías y de la política. No porque mueran
todas las ideologías, sino porque se impone una sola pero disfrazándose de
no-ideología, de no-política.
En
esta situación, los partidos se lanzan a colonizar un centro inexistente desde
el que presentarse a los electores como buenos gestores que ya han trascendido
las viejas y caducas ideologías políticas.
No hace mucho, un partido
obtuvo mayoría absoluta haciendo una campaña electoral de extremo centro
consistente en decir que harían lo que hubiese que hacer. El mensaje no era que
harían políticas de izquierdas o de derechas, sino que harían lo que fuese
necesario hacer. Otro partido en alza intenta deslindarse en la medida de lo
posible de cualquier posición ideológica y se presenta a los electores como un
partido que hace “propuestas sensatas” y presuntamente desideologizadas.
En política es imposible actuar sin partir de determinados valores o ideales. No puede existir nada parecido a una buena gestión neutra. Para que algo se pueda considerar como una buena gestión debe serlo con respecto a una determinada escala de valores. No hay políticas que sean buenas sin más. No es lo mismo una buena gestión al servicio de valores como la igualdad y la justicia social que una buena gestión al servicio de la flexibilidad laboral y la competencia. No es lo mismo una buena gestión al servicio de los intereses de la clase dominante que una buena gestión al servicio de las clases explotadas.
En política es imposible actuar sin partir de determinados valores o ideales. No puede existir nada parecido a una buena gestión neutra. Para que algo se pueda considerar como una buena gestión debe serlo con respecto a una determinada escala de valores. No hay políticas que sean buenas sin más. No es lo mismo una buena gestión al servicio de valores como la igualdad y la justicia social que una buena gestión al servicio de la flexibilidad laboral y la competencia. No es lo mismo una buena gestión al servicio de los intereses de la clase dominante que una buena gestión al servicio de las clases explotadas.
Los
que se pretenden situar en esa posición neutra y desideologizada, los que
pretenden que gobiernan haciendo sólo lo que es necesario hacer, en realidad
intentan esconder que tras sus medidas hay una ideología y unos intereses de
clase muy determinados. Enmascaran su propia ideología disfrazándola de
no-ideología, de necesidad histórica, y así es como se convierten en gestores
de la necesidad.
Los políticos convertidos en
agentes del sentido común, de lo necesario, de lo sensato y del gobierno como
Dios manda. Con ello se convierten a sí mismos, y a la política en general, en
algo absolutamente irrelevante. Para hacer lo que es necesario hacer no hacen
falta ni políticos ni política, sólo buena gestión. Lo que aún no se muestra
con claridad es el siguiente paso lógico: si la política no es necesaria,
tampoco lo es la democracia.
La
muerte de las ideas políticas lleva en sí el germen de la muerte de la
democracia. Hace poco, una encuesta del CIS reveló que el 63% de los ciudadanos
preferiría un gobierno de expertos sin filiación política. Semejante dato no
causó el terror que cabría esperar. Piensenlo bien: ¡una gran mayoría social
preferiría una dictadura tecnocrática a una democracia! Es un pensamiento que
debería quitar el sueño a los demócratas pero no es más que la consecuencia
lógica de la muerte de las ideologías.
Si los valores políticos ya no
importan, si lo único que importa es que los gobernantes sean buenos gestores y
hagan las cosas “como Dios manda”, ¿por qué dejar el gobierno en manos de los
políticos? ¿No sería más razonable que gobernasen los expertos? ¿No sería mejor
que tomasen las riendas aquellas personas que no se dejan llevar por valores
políticos sino que se conducen exclusivamente por un saber técnico? Un saber que
se presenta como no siendo ni de izquierdas ni de derechas, sino todo lo
contrario.
¿Por qué esa búsqueda tan
desesperada de la posición neutra políticamente? La opresión necesita
ocultarse, presentarse como una situación natural, para poder sobrevivir. Es
por ello por lo que la doctrina neoliberal intenta ocultar su naturaleza
política. Para poder prosperar necesita presentarse como una posición neutra
que trasciende las viejas ideas políticas. De lo contrario, las políticas que
están al servicio de la élite empresarial y financiera jamás podrían imponerse
en regímenes democráticos.
La clase minoritaria sólo puede
ganar la lucha de clases ocultando que tal lucha existe. Los intereses de esta
minoría sólo pueden obtener el respaldo de amplias mayorías en las urnas si
consiguen presentarse como si fuesen los intereses de la sociedad en su
conjunto.
Las políticas de la austeridad
sólo son asumibles socialmente si se presentan como medidas técnicas,
apolíticas e inevitables. Los think tank y los medios de comunicación a su
servicio ganan la batalla cuando consiguen vestir los intereses de la clase
dominante con el disfraz de lo inevitable y denunciar cualquier alternativa
como política o ideológica.
Los gestores de la necesidad
tienen muy clara su estrategia: ellos no hacen política, aplican el sentido
común. Sin embargo, los que se oponen a su gestión son acusados de estar
motivados por ideologías políticas.
La estrategia de denunciar la
oposición como política a veces es llevada al paroxismo. Un ejemplo de ello es
lo que está ocurriendo con las huelgas. En los últimos tiempos, cuando se
convoca una huelga, la prensa de derechas, la CEOE e incluso algún ministro, se
apresuran a calificarla de “huelga política”. El problema es que no se trata de
la mera expresión de una obviedad, pues la huelgas son políticas por
definición, sino de un intento de descalificar y desactivar la huelga.
El adjetivo ‘político’
utilizado en sentido peyorativo por el señor Wert nos pone ante un extraño
escenario en el que los mismos políticos descalifican la palabra ‘política’ y
la pronuncian como si estuviesen mascando mierda.
No sólo no se preocupan del
creciente desprestigio social de la política sino que les interesa fomentarlo.
Cuanto más degradada esté la política en el imaginario popular, más fácil será
pasar el rodillo tecnocrático al servicio de la doctrina neoliberal.
La genuina discusión política
entre valores e ideas es la principal enemiga de la tecnocracia. Allá donde hay
verdadero debate entre valores e ideas políticas, siempre se dejan entrever
distintas alternativas. Justo lo contrario del discurso político de extremo
centro que presenta sus medidas como dolorosas pero necesarias e inevitables.
Allá donde se da la verdadera
confrontación política, siempre aparece como trasfondo la lucha de clases.
Justo lo que intenta evitar el discurso neoliberal al procurar que confundamos
los intereses de la élite financiera y empresarial con los intereses de la
sociedad en su conjunto.
Del mismo modo que el
neoliberalismo necesita degradar la imagen de los impuestos
y de los servicios
públicos como mecanismos redistributivos y de justicia social,
también necesita deteriorar la imagen de la política como búsqueda de la mejor
forma de organizar la convivencia social.
El debate político es peligroso
porque si se intensifica puede acabar despertando a la sociedad del plácido
sueño de la gestión de lo inevitable. Por ello, es preferible que el pueblo
asocie la política con un turbio escenario de corrupción y luchas de poder.
Como suele ocurrir, los
principales valedores de las ideologías legitimadoras de la opresión son los
mismos oprimidos: “todos los políticos son iguales”, “yo no soy ni de
izquierdas ni de derechas”, “son todos unos ladrones”, “si yo estuviese en su
lugar también echaría mano a la saca”, “¿cuándo han hecho los políticos algo
por mí?”, etc. Un pueblo hastiado de la política en general deja el camino
despejado a los gestores de la necesidad y a la muerte de la democracia por
inanición.
Debemos invertir la situación.
Ante el desprestigio de la política lo que hace falta es más política. Ante el
déficit democrático de nuestras instituciones lo que hace falta es más
democracia.