Un
punto vital de cualquier Constitución política es la definición del carácter
del Estado en el cual la sociedad se compromete a vivir. Dentro de ello, en los
actuales momentos, llama la atención la resistencia a lograr la declaratoria de
Estado laico, frente a lo cual se crea un fuerte debate en el que no faltan los
absurdos de pretender que se trata de un ataque a todos los creyentes.
El
laicismo, por el contrario, llama a una postura universalista de respeto al
pensamiento de cada quien y, particularmente, de su creencia religiosa o del
hecho de no tener ninguna. La igualdad de los ciudadanos independientemente de
su postura frente al fenómeno religioso, es parte indisoluble de la igualdad
ante la ley y de un Estado de Derecho en el cual la legislación está por encima
de los intereses particulares.
El
Estado Laico implica además la autonomía del Estado, la independencia entre la
ley civil y las normas religiosas o filosóficas particulares, por lo que el
laicismo es parte de la soberanía del país. Caso contrario, nos ponemos por
debajo de las decisiones de un organismo distinto a los elegidos en votación
universal como es el caso de los organismos que dirigen de cualquier culto
particular, muchas veces de carácter extranjero, como puede ser el caso del estado
del Vaticano.
Una
falsedad mantenida es que el laicismo es una imposición. Absurdo, pues permite,
por el contrario, la libertad de conciencia y de cultos, no los impide ni pone
uno de ellos por encima de otros sino que los garantiza, por supuesto siempre y
cuando no atenten a los derechos humanos y a las leyes penales, pues no se
puede justificar asesinatos o pedofilia como si se tratase de un asunto de fe.
Así, toda fe religiosa y filosófica, incluyendo las ateas, agnósticas y otras,
tendrán la misma posibilidad de expresar su pensamiento, de practicar sus
ritos, si los tuvieren, y de sentirse en plena igualdad de condiciones con las
demás.
El
creyente de un credo, no sentirá la amenaza de que se le quiera imponer otra
religión, pero tampoco podrá imponer la propia. El laicismo asegura la
existencia de todos en la casa común, sin que nadie se sienta aislado o
segregado y para ello se determina la separación entre el Estado y las
organizaciones religiosas, en donde una iglesia (mayoritaria o minoritaria, eso
no importa) no determine las acciones del Estado y donde el Estado no
interfiera en las acciones de las agrupaciones religiosas.
Pero en España hay centenares de miles de compatriotas que se sienten relegados, desde el momento mismo en que en el artículo 16.3 de la Constitución que proclama la aconfesionalidad (que no laicidad) del Estado, añade un segundo párrafo que dice: “Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones.”. Cabe preguntarse qué ocurre
con los católicos agrupados bajo la orientación de la teología de la liberación
o si esta cooperación solo será con los
católicos ligados a la historia del fascismo y agrupados en el Opus Dei. ¿Y los
ateos y agnósticos, quedan fuera del amparo de esa Constitución? Una invocación
de ese tipo es de por sí un acto excluyente contra todos los que no se sientan
plenamente representados en ella y la Constitución se entiende que es para
todos y todas, sin exclusión de ninguna especie.
La
única igualdad real se puede dar si el Estado se mantiene defendiendo el
interés común de todos y sin distinción, pero no en trampas burocráticas de
supuesta igualdad que resultan en la sola presencia de la fe mayoritaria (si es
que hay un solo catolicismo, lo que muchos religiosos han puesto en duda).
Lo
más grave es que pretenden que la moral que ellos dicen defender es la única
válida, descalificando en los peores términos a las prácticas sexuales
diversas, a los defensores de los derechos sexuales y reproductivos, a los
integrantes de otras religiones calificadas indiscriminadamente como sectas o
herejías.
Los
opuestos al laicismo creen poseer la verdad indiscutible y se sienten con el
derecho de imponerla a los demás. Los opuestos al laicismo tienen, por tanto,
una inclinación autoritaria que explica que Bush acuda al nombre de Dios para
invadir Irak, que Al-qaida también recurra al nombre de Dios para sus actos
terroristas o que la cúpula del Vaticano haya pactado con Hitler, al que nunca
desmintió cuando decía que mataba a judíos en cumplimiento de un mandato
bíblico.
El
debate es, entonces, entre laicismo o autoritarismo. Y todos sabemos que el
autoritarismo no es democracia. Y que los creyentes que rechazan el uso
político de la religión, por parte de Bush, Hitler o Al-qaida, saben bien la
necesidad de que su fe sea respetada y no mezclada en los asuntos de la
política.
El
laico, por el contrario, estará dispuesto a poner todo en la mesa de discusión,
menos el derecho a disentir, a pensar diferente, a asumir como derecho personal
y privado el derecho a ser parte o no de un credo. El laicismo no impone ni la
fe ni la falta de fe, solo garantiza la separación entre una creencia personal
y el Estado que nos debe cobijar a todos, con la diversidad que sea.
Uno
de los derechos humanos es precisamente el de la libertad de culto. Siendo el
Estado el obligado a garantizar la vigencia de los derechos humanos, la única
forma de hacerlo es declarándose laico y eso significa neutral y separado de
toda fe religiosa, sin apoyar a ninguna ni económicamente ni de otro modo,
fortaleciendo la educación laica, renunciando al uso de todo símbolo religioso,
ratificando la separación de las prácticas públicas y privadas, sosteniendo la
igualdad ante la ley y evitando los conflictos de origen religioso que se dan
cuando hay sentido de imposición de una fe sobre otra.
Una
última aclaración es que el laicismo es una propuesta clara, que pone a todos
los credos filosóficos y religiosos en la misma condición y la idea de que la
ley debe cobijar a todos. Esto no puede expresarse como “Estado
Multiconfesional” porque este termina siempre en una suerte de comunidades
cerradas, mientras el laicismo abre el diálogo y mutuo respeto.
En
resumen, el laicismo es garantía de derechos humanos fundamentales, es
condición indispensable de la vida democrática, componente de nuestra soberanía
y respeto real a las distintas posiciones de pensamiento. Por ello, la Constitución
debe expresamente dar ese carácter al Estado español, que respete los derechos
y trabaje con una visión integradora para todos y todas, sin ningún tipo de
exclusión.