Ser
radical es ir a la raíz de las cosas. Despojarlas de disfraces y
embaucamientos, y verlas en su verdad desnuda. Dejarse de medias tintas y otras
zarandajas, e ir al fondo del asunto, sin adornos ni rodeos.
Así
que, para nuestro propio bien, para saber quién somos, qué somos y dónde
estamos, seamos radicales. Para analizar nuestras penas, nuestros problemas,
para vislumbrar posibles soluciones, abandonemos los paños calientes, las
falsas esperanzas y el mirar para otro lado. Claro que, mirar de frente,
provoca alguna que otra náusea.
Estamos
en un país en el que unos señores –y señoras– de un organismo llamado FMI se
atreven a decir, sin que se les caiga la cara de vergüenza, que hay que bajar
aún más los salarios, trabajar más años y reducir la ya muy reducida
indemnización por despido. Y nos quedamos tan campantes.
Estamos
en un país en el que desde el gobierno se nos anuncian nuevos brotes verdes al
mismo tiempo que se nos dice, de la forma más cínica imaginable, que no van a
tener repercusión en el empleo. Vivimos en el país del toma el dinero y corre,
que si te pillan ya se alargarán las cosas para que –si perteneces a la élite
oligárquica que nos maneja– el delito prescriba, y si es preciso siempre podrá
recurrirse a un discreto indulto.
Nos
hallamos en el país de los problemas irresueltos (el territorial, entre otros),
con una opacidad rampante, bajo la mentira constante, la falacia y el disimulo.
Y estamos en un país en el que abundan las gentes desnortadas, resignadas,
confundidas, derrotadas.
Es
cierto que hay mareas, protestas, plataformas, movilizaciones puntuales, y que
cada vez hay más personas a las que ya no se las puede seguir engañando. Pero
no es suficiente. Es hora de decir basta, pero de verdad. Es hora de poner
patas arriba este entramado perverso en el que están atrapados millones de
ciudadanos. Es hora de ser radicales y señalar claramente cuál es la madre de
todos los problemas. Mucha gente ya lo sabe: en lo inmediato, proceden de una
construcción europea en la que el poder lo ejerce realmente una oligarquía que
no se presenta a las elecciones, y de la que los gobiernos europeos,
principalmente los del sur, son sus simples vasallos. Una oligarquía que
encontró con el euro la más eficaz herramienta para someter a las clases
trabajadoras y arrancarles conquistas que costaron sudor, mucha sangre y no
pocas lágrimas.
Seamos pues radicales: para
desembarazarnos de esa oligarquía no podemos ir con pequeños cambios, reformas
hechas a toda prisa para evitar males mayores, proyectos a medio o largo plazo,
gobiernos de gran coalición visibles o invisibles: hay que ir a la raíz, a la
columna vertebral que sostiene este sistema. Que es, no me cabe la menor duda,
la institución monárquica.
El
pasado 14 de abril, Madrid vio en sus calles una oleada de banderas
republicanas, agitándose en las manos de miles de jóvenes, en una manifestación
que congregó a decenas de miles de personas.
Fue la
expresión, una más, de la insatisfacción popular que asiste, temerosa y
esperanzada, a la descomposición de una democracia limitada, a la agonía de un
reinado que nació sobre la tumba de Franco y que concentró una corte de
besamanos ridículos, de negocios turbios y de privilegios obscenos, amparada
por una prensa acomodadiza, aduladora y servil.
El
sistema político surgido de la transición, tras la muerte del dictador, está en
crisis abierta. A los desoladores efectos de la crisis económica, del robo de
propiedades públicas, de los recortes de derechos laborales y ciudadanos, a la
corrupción y a la forzada conversión de la deuda privada de bancos y cajas de
ahorro en deuda pública, se une la profunda desconfianza de la población en los
partidos políticos e instituciones, y la extendida convicción ciudadana de que
las elecciones no sirven para nada, a la vista de que, en Madrid y Barcelona,
los gobiernos aplican medidas que ni siquiera aparecían en los programas
electorales.
Y
ahora la caída de todas las barreras, públicas y privadas, que protegían a la
monarquía de Juan Carlos de Borbón, ocultando sus desmanes, el derroche, la
vida parasitaria de una familia que España ya ha soportado durante demasiado
tiempo. La caída en picado de la popularidad de Juan Carlos de Borbón, según
revelan todas las encuestas de opinión pública, ha dejado en evidencia el
agotamiento y el hastío que buena parte de la población siente hacia el rey.
Pese
al control de los medios de comunicación, de la televisión, la radio y la
prensa, que han sostenido un adulador, y falso, mito sobre las bondades democráticas
de Juan Carlos de Borbón, primero como supuesto “motor del cambio”, y, después,
como “salvador de la democracia” y excepcional agente de la economía y las
empresas españolas, lo cierto es que las constantes transgresiones, abusos,
aventuras, negocios turbios, amistades peligrosas y vida disoluta y ociosa, han
estallado finalmente, sin que la grotesca Casa Real haya podido impedirlo.
El
rédito de la gran farsa de la operación del 23-F de 1981, un golpe de Estado
que no fue tal, se ha terminado. En apenas un año se ha pasado de la lisonja y
el silencio ante la corrupción y el despilfarro de Juan Carlos de Borbón a la
constante aparición de justificadas críticas por la vergonzosa vida del
monarca. No es para menos, porque la lista de abusos y atropellos que se
atribuyen al rey es interminable: desde los negocios petroleros al cobro de
porcentajes (¡como un vulgar comisionista!) sobre operaciones económicas, al
dudoso comportamiento de sus testaferros como Manuel Prado y Colón de Carvajal
o Javier de la Rosa, pasando por un comportamiento moroso por créditos no
devueltos, a sus líos de faldas siempre a cargo del presupuesto público en una
desvergonzada corrupción, y consiguiendo finalmente la acumulación de una
enorme fortuna.
Ese
monarca que mancha al país (¡como si no hubiera suficientes personajes que
agotan la paciencia de los ciudadanos!), es el hombre que, en un ejercicio
constante de hipocresía, reclama cada año a los ciudadanos en su mensaje
navideño lo que él no hace: trabajo duro, honestidad, sacrificio, austeridad, y
que, además, no duda en mantener una hipócrita fachada familiar mientras se
suceden los lios de faldas.
Durante
el último año la sucesión de escándalos ha sido constante, desde la cacería de
Boswana, a donde Juan Carlos de Borbón fue a matar elefantes, pasando por las
revelaciones sobre esa singular amiga Corinna y su aprovechamiento de los
recursos del Estado, hasta el despilfarro de vacaciones de lujo de Felipe de
Borbón y Letizia Ortiz pagadas por el presupuesto público mientras se suceden
los recortes a la población, hasta las últimas revelaciones sobre los turbios
negocios de Iñaki Urdangarín, amparados por el monarca, y obviamente conocidos
por la infanta Cristina de Borbón.
Es
esta una monarquía “legitimada” por la constitución de 1978, pero nunca
refrendada por la población, presentada durante años como garantía y
salvaguarda de la libertad y la democracia, que ve caer todos los velos,
desaparecer las trincheras que la protegían, y que no puede evitar que sea
vista como un foco de corrupción y de privilegios insultantes en el momento más
duro de la vida reciente del país.
Los
límites éticos de esta monarquía se constatan cuando, casi cuarenta años
después de la muerte de Franco, las familias de las víctimas siguen esperando
la anulación de los consejos de guerra y de las penas de muerte dictadas por el
fascismo, siguen sin ver enterrados con dignidad y sin reparación alguna a las
decenas de miles de personas asesinadas durante la guerra civil y arrojadas en
fosas comunes en las cunetas de las carreteras.
La
transición estuvo dirigida por el franquismo reconvertido, que, en lo esencial,
impuso su programa, mantuvo el dominio del aparato del Estado, salvaguardó los
intereses de los grandes empresarios. La reconversión política de los sectores
que se beneficiaron de la dictadura franquista se culminó sin mayores
contratiempos facilitada por el cambio generacional y por la adopción de nuevos
disfraces políticos (el caso catalán es paradigmático: las cuatrocientas
familias que, según el estafador del Palau de la Música, Fèlix Millet,
controlan hoy la vida económica y social catalana, son, sustancialmente, las
mismas que medraron bajo el franquismo).
Ese
franquismo crepuscular que adoptó las maneras democráticas, también creó una corte
de aduladores de la monarquía y de Juan Carlos de Borbón que se extendió por
todos los medios de comunicación, ejerciendo durante décadas una severa censura
sobre cualquier aspecto desfavorable al monarca, ocultando, de hecho, la vida
que llevaba.
Los elogios
desmedidos a la Constitución de 1978 fueron de la mano del radical
incumplimiento de los aspectos sociales que recogía, y que, hoy, cuando el país
ha superado los seis millones de parados, muestra su agotamiento y su
inutilidad práctica para afrontar la crisis. El conservadurismo político ha
mantenido su hegemonía durante las tres décadas democráticas, tanto con
gobiernos socialdemócratas como conservadores, porque el poder de las grandes empresas,
de la banca y de la iglesia católica no se ha visto mermado.
La
monarquía se convirtió así en la clave de bóveda del sistema capitalista
español, organizado en torno al poder financiero, con redes empresariales
corruptas que incautaban en beneficio propio buena parte de los recursos
públicos, con subvenciones, concesiones, negocios más o menos turbios, acompañada
de unas instituciones que, si bien facilitaron el cambio de piel del país,
apenas permitieron que la izquierda política tuviera una influencia marginal, y
que han perdido hoy la confianza de la población, que constata la inutilidad de
organismos ineficaces y prescindibles, como el Senado, y que soporta un injusto
y antidemocrático sistema electoral que, además, se revela inútil, porque la
soberanía y la capacidad de decidir han sido secuestradas por el poder económico.
En la práctica, la soberanía no reside en el pueblo.
Por
añadidura, el sistema bipartidista, que limita el futuro del país, se ha
revelado cómplice de las peores prácticas del viejo clientelismo y se ha
apoderado de muchos resortes del Estado para provecho de una casta asociada al
despilfarro de la propiedad pública.
Esa es
la situación, y mientras la crisis económica destruye los cimientos de la
confianza en el futuro, España asiste al ocaso de un monarca de excepción. La
monarquía está agotada, es incapaz de justificar su propia existencia más allá
del interés por preservar los privilegios de una familia alrededor de la cual
se han agrupado las élites económicas del país.
Ante
la evidencia de que los derechos recogidos en la Constitución son incumplidos
(desde el derecho al trabajo, a la vivienda, pasando por la apelación a una
justicia igual para todos, los privilegios de la Iglesia católica, o las
obligaciones sociales), la única respuesta de la monarquía y de los grupos
burgueses que gobiernan el país es una invitación a la docilidad, a la
resignación, una apelación a un futuro lleno de vagas promesas y de mentiras.
Apretando la soga sobre el cuello de millones de ciudadanos, sin el menor
remordimiento, y haciendo más profunda la herida, la reforma constitucional
aprobada por el bipartidismo para la nueva redacción del artículo 135 llevó al
despropósito de asegurar el pago de la deuda… antes que las necesidades de
ciudadanos, trabajadores, jubilados y parados. No tienen límite.
De
manera que, mientras los ciudadanos asisten boquiabiertos al saqueo de los
recursos del país, al robo descarado de presupuestos y recursos, a la
privatización creciente de las propiedades públicas, a los intentos de
destrucción de la sanidad pública y de la enseñanza gratuita y universal, a la
conversión de la deuda privada de bancos y empresas en deuda pública que deberán
pagar todos los ciudadanos; mientras ven el desahucio de centenares de miles de
personas que son arrojados de sus casas sin el menor escrúpulo, al tiempo que
soportan la precariedad laboral, el retroceso de los derechos de los
trabajadores y de los ciudadanos, el empeoramiento constante de las condiciones
de vida populares, el recorte de los salarios, incluso la imposición de
salarios de miseria, el aumento del desempleo hasta niveles escandalosos no
superados por casi ningún otro país de la Unión Europea, el aumento de las
prácticas casi esclavistas impuestas a muchos trabajadores, la pobreza y el
abandono de sectores cada vez mayores de la población; mientras los ciudadanos
(a ratos, impotentes; a ratos, rabiosos), observan la corrupción imperante y
las mentiras del poder, el monarca y los suyos prosiguen su vida parasitaria, ostentosa,
ridícula e inútil.
La
evidencia de que Juan Carlos de Borbón está al final del camino se está
instalando también en el imaginario de la España conservadora, aunque el propio
heredero de Franco insista en continuar su reinado, porque, en la hipótesis de
una abdicación, una pregunta aparece de inmediato: Juan Carlos de Borbón
¿continuaría disfrutando de total inmunidad, continuaría siendo irresponsable
o, por el contrario, podría llegar a ser imputado en los tribunales a la vista
de los indicios de corrupción que jalonan su reinado?
La constitución de 1978 recoge la
inviolabilidad de la figura del rey, pero no de quien dejase de serlo. Por eso,
no es extraño que el monarca quiera morir reinando. Así, la operación del
relevo en la monarquía ya se ha puesto en marcha, y el nuevo protagonismo
concedido a Felipe de Borbón, la insistencia en su supuesta competencia y en su
seriedad, persiguen facilitar el recambio, apuntalar la última posibilidad para
esta monarquía.
De
hecho, son tres las hipótesis que se abren: abdicación del monarca y
entronización de Felipe de Borbón; desmantelamiento controlado de la monarquía
por las fuerzas que gobiernan de facto el país para dar paso a una república
conservadora; o bien, proclamación de una república surgida de la voluntad
popular que acelerase un nuevo proceso constituyente para la
institucionalización de la III República española.
España
vive una situación de emergencia, la más grave de los últimos cuarenta años. La
derecha puede aceptar otro régimen político si considera definitivamente
agotada la monarquía, porque es consciente de que sus intereses económicos
están por encima de una institución prescindible, pero la clave del cambio
reside en el Partido Socialista, que cuenta con unas bases que defienden un
sistema político republicano. Por eso, hay que facilitar a la dirección del
PSOE el rápido tránsito hacia la defensa de la república como el sistema más
democrático para España.
Es
urgente la apertura de un proceso constituyente que recoja las exigencias
democráticas de los ciudadanos, insatisfechas hasta ahora, y la movilización popular
puede influir de manera decisiva en una crisis de excepcional gravedad,
económica, institucional y social.
España
soporta una monarquía moribunda, y, aunque no podemos saber cuánto tiempo más
durará esta agonía, y si los ciudadanos (más allá de expresar un deseo: “No
queremos que seas rey, Felipe”, como apuntaba una joven en la Plaça de Sant Jaume
de Barcelona) podrán imponer a corto plazo el fin de las hipotecas del pasado,
no hay duda de que por todos los resquicios donde un régimen inoperante no
puede impedir a la población que se exprese, llegan las aspiraciones populares
a configurar un sistema democrático por fin libre y soberano.
Termino.
Antonio Machado nos dejó unas líneas de la proclamación de la república en
Segovia, el 14 de abril de 1931, en la que participó con entusiasmo: “Era un
hermoso día de sol. Con las primeras hojas de los chopos y las últimas flores
de los almendros llegaba, al fin, la segunda y gloriosa República española. […]
Fue un día profundamente alegre –muchos que éramos viejos no recordábamos otro
más alegre–, un día maravilloso en que la naturaleza y la historia parecían
fundirse para vibrar juntas en el alma de los poetas y en los labios de los
niños. Mi amigo Antonio Ballesteros y yo izamos en el Ayuntamiento la bandera
tricolor. Se cantó la Marsellesa; sonaron los compases del himno de Riego. La
Internacional no había sonado todavía. Era muy legítimo nuestro regocijo. La
república había venido por sus cabales, de un modo perfecto, como resultado de
unas elecciones. Todo un régimen, caía sin sangre, para asombro del mundo […]
La República salía de las urnas acabada y perfecta, como Minerva de la cabeza
de Júpiter.”
Con el recuerdo de aquella
república generosa y abierta, hoy, los ciudadanos españoles no quieren ya una
monarquía moribunda, no aceptan ya abdicaciones ni sucesiones monárquicas, no
quieren un monarca agotado ni un heredero prescindible; quieren apoderarse del
futuro: la III República