La estrategia de la austeridad
la ha aplicado el gobierno del PP en los Presupuestos Generales del Estado de
2012 y 2013 y parece que también lo va a hacer en 2014. El alcance social del
mismo es de una contundencia implacable: dejan a la ciudadanía sin confianza en
el presente y sin esperanza en el futuro.
La supuesta estabilidad económica consuma una feroz
inestabilidad social. En muy poco tiempo podemos pasar de la “indignación” a la
“rebelión” social.
Si en el
período que va de los años setenta a los noventa del pasado siglo hablábamos de
un “aburguesamiento” de la clase trabajadora y de la fragmentación de dicha
clase y, en el colmo de la paradoja, de una sociedad de clases sin clases y de la viabilidad de una
socialdemocracia sin sindicatos, a
partir de la crisis económica del presente siglo comenzamos a visualizar la “proletarización” de las clases medias y
la formación de un nuevo “lumpem” en
las clases más desfavorecidas.
Todo ello
aderezado con un discurso en el que la derecha trata de aventar un conflicto ya
no de clase contra clase (ricos frente a pobres) sino de empleados frente a
parados (véase la película Las nieves del
Kilimanjaro de Robert Guédiguian), trabajadores con puestos fijos frente al
precariado, funcionarios frente al resto y así sucesivamente.
La derecha
fomenta la envidia insana entre quienes pueden utilizar la protección del
sistema de derechos del Estado de bienestar y quienes se sitúan en los márgenes
del mismo, e inocula la creencia popular de que los verdaderos responsables de
tal división son los sindicatos. Criminalizan a los sindicatos hasta el extremo
de decir que sus dirigentes forman parte de una verdadera “aristocracia”
laboral para, finalmente, cuestionar su papel social.
Ante esta andanada el PSOE, si realmente desea recuperar su
base social, tiene que responder con la misma contundencia a los ataques. ¿Cómo
es posible que la clase empresarial española no haya sido cuestionada? ¿Cómo es
posible que la banca, cuyos dirigentes propiciaron la burbuja inmobiliaria
jugando con la población como verdaderos trileros, no haya recibido condena
alguna? ¿Cómo es posible que se premie socialmente a un empresario que asevera
que los trabajadores españoles tienen mucho que aprender del “esfuerzo de los
chinos”? ¿Acaso queremos caminar hacia la “asiatización social”? ¿Es que
estamos dispuestos a ganar productividad a costa de incrementar el desempleo y
rebajar los salarios?
La disyuntiva no puede ser Brasil o China. Es urgente
reorientar el programa de globalización proyectado por el neoliberalismo: un
mercado mundial desregulado, unas instituciones democráticas con soberanías
menguantes cuando no estériles y unas sociedades de mercado que atenazan las
virtudes cívicas.
La identidad de un país se forja a través de sus proyectos.
Un país sin proyecto es un país a remolque: enganchado a otro, es decir, sin
una hoja de ruta propia. Si Hollande venció a Sarkozy en Francia no fue porque
representara un tipo de liderazgo como el de Mitterand. Hollande llega al
palacio de El Elíseo no por tener un liderazgo carismático sino porque el
pueblo francés estaba harto de que Sarkozy fuese el “maletero” de Merkel, esto
es, porque Francia había renunciado a jugar un papel crucial en la construcción
de Europa. ¿Francia un país subsidiario de Alemania? Jamás. El pangermanismo
siempre fue una catástrofe y ahora no podía ser menos.
¿Quiere España jugar un papel en Europa? En la actualidad,
España es un problema para Europa y Europa un problema para España. Se acabó el
desiderátum de Ortega y Gasset: España es
el problema, Europa la solución. Ya no podemos pensar la geopolítica con
los cánones de los años treinta del siglo XX. El proyecto de la generación de
Felipe González está finiquitado: democratizar a España e incorporarnos a
Europa. Todo es mucho más complejo y pretender dar respuestas simples a
problemas complejos es la raíz del populismo y la demagogia.
Hemos de repensar en poner
a España en su sitio. Su sitio es Europa, pero ¿qué Europa? y ¿qué España?
Primero necesitamos elaborar un proyecto de país que no tenemos. Y, al mismo tiempo,
debemos afrontar con humildad pero sin complejos los desafíos provenientes de
Europa. No hemos de olvidar que en la etapa de José María Aznar nos alineamos
al proyecto de George Bush de la “nueva Europa” frente a la “vieja Europa” a
costa de romper con nuestra tradición. Ahora que Sarkozy ya no ejercerá de
subordinado de Merkel, quiere ocupar su papel Mariano Rajoy. Las afinidades
electivas son muy importantes, pero concebir el destino de un país debe estar
por encima del programa de un partido.
Asimismo, hemos de tener bien claro que lo que marca la
identidad de un país no es sólo su estructura económica sino algo mucho más
relevante: su arquitectura política. En este sentido, es crucial que
antepongamos la economía industrial a la economía de casino, un modelo de
crecimiento sostenible económico, ambiental y socialmente, frente a un
crecimiento desbocado y depredador, una sociedad del conocimiento inclusiva
frente a una sociedad del privilegio excluyente pero todo este empeño
necesariamente tiene que enmarcarse en un modelo de Estado que encaje con la
realidad nacional de España.
Es
absolutamente inviable que este país cobre ánimos y coraje para afrontar su
futuro si sus gentes, todas sus gentes, no se sienten medianamente a gusto en
él y se sientan corresponsables del enorme desafío que supone reemprender un
proyecto nacional.
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